Una vez
más, vecinos y gente de los pueblos de alrededor, se unieron en Las
Cuevas para elaborar el cisco, almorzar y comer en comunidad, y pasar un
día de hermandad en el monte. Este año fue el 11 de marzo, soleado, con
temperaturas rozando los diecisiete grados. Al parecer nunca, que se
recuerde en los últimos años, ha hecho la lluvia su aparición el día del
cisco.
Se
trata de recordar una actividad que fue vital para los pueblos de la
sierra de Inodejo, el carboneo o su derivado, el cisco. De ello vivían,
cuando la madera quemada, de uno u otro tamaño, era el principal
combustible en hogares y fábricas. Todavía recuerdan los mulos o burros,
con los serones bien cargados de cisco, recorriendo las calles de los
pueblos vecinos, llegando hasta Soria o el lejano Almazán.
Ahora,
además de revivir aquella actividad, la elaboración del cisco sirve para
limpiar el monte y evitar así los incendios. Por eso, cada año lo hacen
en un espacio diferente, debidamente anunciado desde el centro de Las
Cuevas con carteles de cartón que reflejan el sentido del humor de los
organizadores.
Una vez
en el monte, los hombres, vestidos con monos azules, preparan la
leña, la queman con pericia para lograr la justa combustión, hacen
desaparecer el fuego en el momento oportuno y refrescan con agua el
suelo para evitar la propagación del fuego, para, una vez frío el
antiguo y noble combustible, colocarlo en sacos para su venta o gasto en
casa.
Pero
eso será más tarde, porque mientras los carboneros se tiznan, las
mujeres y los hombres que no participan en el cisco, consiguen brasas,
preparan las migas, trocean chorizos, y hacen el pan rebanadas. A lo
largo y ancho del claro del bosque, mientras el sol logra caprichosos
claroscuros a través de las ramas de las carrascas, se van colocando en
grupos los amigos, las familias, los jóvenes. Todos almuerzan los
sabrosos productos sorianos asados a las brasas y regados con el vino de
las botas. Parece un cuadro costumbrista. Color, sol y buen humor.
Alguien
hace un fuego y los hombres cogen unas varas verdes y no muy gruesas y
las colocan sobre las llamas. Van a fabricar de manera artesanal
garrochas, torciendo la voluntad de la madera en un a modo de horquilla
tallada en una carrasca, ayudados por la fuerza de las piernas.
Todos
disfrutan, aunque sólo trabajan los vecinos, quienes, al parecer,
también lo pasan bien con el día soleado y la felicidad que supone el
saber que, gracias a ellos, una actividad que marcó la vida y la
economía de casi todos los vecinos, revive una vez al año.
Los
sacos llenos, son cargados en un remolque donde la chiquillería querrá
subir, y subirá, para volver al pueblo. Allí, mientras los visitantes
beben cervezas, o vino, o algún refresco, o visitan el museo etnológico,
o la ermita sobre el otero, las mujeres de Las Cuevas vuelven a la
tarea. Ahora se trata de preparar la caldereta para la comida.
Sobre
las cuatro, todos juntos, en la plaza, acabarán el día como lo
empezaron, juntos, haciendo recordar aquellos banquetes en la aldea de
Asterix y Obelix.