Entre nosotros Pedro Iglesia Hernández Javier D. Narbaiza |
Coincidió con el Papa en su último trayecto, y una vez concluido el viaje, tal vez le hicieron esperar un poco más que al otro, pues Pedro, que era bueno y trabajó lo suyo, tampoco presentaba perfil de santo. Nacido en Oncala en 1922, descendiente de ganaderos que arraigaron en los agostaderos de La Serena, fue ya niño-trashumante, y entre balidos de las ovejas aprendió las primeras letras. Estudiante destacado, siguió las huellas de su padre y se hizo veterinario. Sus iniciales pasos como albéitar fueron: Calatañazor, Berlanga y Barcones. Ambicioso en metas se preparó en bromatología, culminó el doctorado, y sacó oposiciones al Cuerpo Nacional Veterinario. Obtenida plaza, recorrió los destinos de Alicante, Pontevedra- como director del Centro de Selección de Ganado Bovino de Fuentefiz-, y Orense. Pensando en opciones universitarias para sus cuatro hijos decidió recalar en Madrid, donde se ocupó, entre otros menesteres, de ferias y ganados. Congresos y ponencias internacionales no le despegaron de sus primeros arraigos, y tras jubilarse, encarriló su energía creativa e investigadora en torno a ese paraíso perdido que se ubica en el lugar de la infancia. Sus libros: Oncala, ayer y hoy, La Matanza en tierras de Soria, y Curanderos y exorcistas en Soria... En este último, que va de curieles y exorcistas, recuerda vivencias de jovenzano en Ausejo de la Sierra, cuando antes de ser veterinario se ocupó como maestro en Fuentelfresno. Allí ajustó hospedaje con el párroco, don Isaías Sáez Melendo, experto en supresión de males de ojo y otros maleficios. Nunca se olvidó Pedro de la primera comida en la casa del curato- eran años de hambres- y que consistió en “una cazuela de alubias con pata, oreja y chorizo, tres cuartos de cordero, con su hogaza de pan, vino sin tasa, y una fuente de higos secos...”, por lo que de un cura tan generoso, aunque se discutiesen sus artes y tuviese trifulcas con la Curia, jamás pudo decir nada malo. La última vez que nos vimos, en su paseo acelerado junto a las verjas del Retiro madrileño, mientras miraba a uno de su quinta empujado en un carrillo y con la mandíbula floja, me decía: “ Javier, antes muerto que modorro”. Tuvo la suerte que deseaba: la de no perder nunca la lucidez, siempre acompañada de su punto socarrón y puntilloso. Además, le dio tiempo a concluir el fruto de sus últimas persistencias y como microhistoriador pudo transmitir otra crónica de terruños y antepasados, y cuya maqueta de la obra, hace unos momentos, su mujer, Josefina, me ha facilitado. El título: “San Pedro Manrique y su Comunidad de Villa y Tierra”. Por aquellas barrancas de cantueso y aliagas volaran su memoria y sus cenizas.
Javier Narbaiza Comentarios de sus libros
Curanderos
y exorcistas en Soria |