Soria Siglo XX
Soria de Ayer y Hoy (1)
©
Joaquín Alcalde
El
Mirador-bar y las barcas del Augusto
La
fiesta del Jueves Lardero
No
nieva del frío que hace
El
Puente de Hierro
La
Sequilla
(CLICK!
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El Mirador-bar y
las barcas del Augusto
El
río Duero y su entorno como zona de recreo sin necesidad de salir de la
ciudad sigue teniendo vigencia después de muchos años, en realidad,
varias décadas, porque no han sido, sin embargo, únicamente las
corporaciones de la democracia las que han mostrado su preocupación por
enclave tan sensible porque a poco que se haga memoria o se acuda a la
hemeroteca enseguida podrá advertirse que el interés por el río lejos de
responder a una cuestión de oportunidad viene, por el contrario, de
lejos. Es más, en ocasiones junto a los proyectos promovidos por los
poderes públicos se han desarrollado otras actuaciones de índole privada
conscientes del potencial que ofrecía, y sigue ofreciendo, por sí mismo
el Duero y el complemento de la oferta turística y cultural que aglutina
su entorno.
Ya en el año 1935, concretamente en el mes de julio, se anunciaba a los
sorianos la construcción de una playa en el río Duero que llevaría el
nombre de Soto Playa y se inauguraría “con todos sus servicios anejos”
el 4 de agosto siguiente, con el establecimiento incluso de un servicio
de autobuses “para que los sorianos puedan bajar cómodamente desde la
plaza de Ramón Benito Aceña” (la plaza de Herradores), según puede
leerse en los periódicos de la época. Sin embargo, tan novedosa
iniciativa, por razones fácilmente comprensibles, no tuvo la continuidad
que se pretendía, aunque bien es cierto que cuando tras la Guerra Civil
se retomó la idea de revitalizar el paraje aún se seguía hablando del
interrumpido proyecto y de la construcción de una piscina para nada
convencional pues, al contrario que éstas, se alimentaría exclusivamente
con agua natural, la del río, sin necesidad de tener que clorarla.
En todo caso no fue hasta mediada la década de los cincuenta cuando se
volvía a actuar en el Soto Playa. Fue gracias al empeño del alcalde
Eusebio Fernández de Velasco que de esta manera veía cumplido uno de sus
sueños. El 17 de julio de 1954, víspera de la Fiesta Nacional, se
inauguraron por todo lo alto las novedosas instalaciones, sin que
faltara la quema de una colección de fuegos artificiales. Mas todo fue
efímero, porque no muchos años después comenzaría a embalsar la presa de
Los Rábanos con las consecuencias de todos conocidas.
No
obstante, entre las dos actuaciones anotadas en el Soto Playa había
surgido algo más arriba un proyecto sin duda menos ambicioso pero que a
cambio iba a dejar su impronta en una etapa muy definida de la vida de
Soria y de la sociedad soriana acostumbrada a otro tipo de hábitos y a
los convencionalismos al uso. Porque, en efecto, junto al que en Soria
conocemos como Puente de Piedra, en las traseras del antiguo convento de
San Agustín y de la que fue primera central eléctrica de la capital, la
Térmica, de la que por cierto ya no queda más que algún pequeño resto de
las ruinas del edificio, el joven y emprendedor empresario soriano
Augusto Romero inauguraba la tarde del martes 18 de julio de 1944 el
Mirador-Bar “con un gran baile en las amenas orillas del río”, subrayó
el diario local Duero. A partir de aquel momento la instalación pasó a
ser una de las referencias obligadas del verano pues además del servicio
de bar –inicialmente no era más de lo que hoy se conoce como un
chiringuito- contaba con un par de barcas de recreo, que luego amplió, y
todos los domingos con la acostumbrada y concurrida sesión de baile no
exenta del inevitable chismorreo propio de la pequeña capital de
provincia que daba de sí lo suyo.
Fueron
los años cuarenta y cincuenta los mejores de aquel entrañable Mirador-Bar
porque más tarde la puesta en funcionamiento del Soto Playa le restó
protagonismo y aunque en la práctica permaneció abierto hasta bien
entrada la década de los noventa el hecho cierto es que su etapa de
brillantez hacía ya años que había pasado con la irrupción en el mercado
y en las costumbres de los sorianos de otras ofertas de ocio.
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Joaquín Alcalde
La fiesta
del Jueves Lardero
Sin tradición conocida en la ciudad, comenzaron a celebrarla los
estudiantes al final de la década de los cincuenta y comienzo de los
sesenta del siglo pasado, al ausentarse sin permiso de las aulas, para
terminar contagiando a la sociedad soriana.
Los sorianos, como todas las ciudades y
pueblos españoles, nos encontramos en plenos carnavales. Unas efemérides
que aquí, en la capital, no se han distinguido precisamente por un
seguimiento popular lo suficientemente significativo como para poder
asegurar con rotundidad que existe o ha existido tradición de
celebrarlos más o menos arraigada. Y conste que no nos estamos
refiriendo en exclusiva a los tiempos de la posguerra civil, que esa es
otra historia que conocemos y tenemos bien aprendida, sino que a poca
perspectiva que se tenga de la realidad soriana enseguida podrá
advertirse que antaño, cuando se produjo alguna conmemoración no fue de
manera continuada y se circunscribió a ámbitos muy concretos. Algo muy
diferente es lo que ha venido aconteciendo en la actual etapa
democrática, con fases de notable aceptación y seguimiento en los
primeros momentos que dieron paso a otras en las que la repercusión
popular fue manifiestamente menor y obligaron a ofrecer una programación
articulada sobre nuevos planteamientos. Pero ni por esas, los carnavales
no han logrado calar en el alma de los sorianos pese al empeño que se
está poniendo para revitalizarlos. No ha ocurrido lo mismo con el Jueves
Lardero, en el arranque de las carnestolendas, una fiesta también sin
tradición alguna en la ciudad, al menos en la época que nos ha tocado
vivir, si bien es cierto que el discurrir de los acontecimientos se ha
encargado de impulsarla hasta el punto de que sea cada año más seguida y
se encuentre plenamente consolidada en nuestro particular calendario
festivo.
Por más que algún conocido autor moderno haya venido sosteniendo, sin
presentar argumentos, que la celebración del Jueves Lardero está
documentada, por lo menos desde el siglo XVII, como fiesta exclusiva de
chicos de la ciudad que reclamaban la gallofa por las casas para poder
preparar luego la merienda, la realidad cierta es que hasta casi los
años sesenta del siglo pasado no puede hablarse de que esto fuera así,
aunque sin gallofa, en contraste con lo que, por ejemplo, ocurría, sin
ir más lejos en los pueblos próximos, en la franja que de un tiempo a
esta parte algunos han dado en llamar alfoz. Es verdad que aquí, en la
capital, la tarde del Jueves Lardero los más pequeños estaban
dispensados de acudir a la escuela pero no para guardar la fiesta del
día sino siguiendo la norma tradicional de todos los jueves del curso
lectivo cuyas tardes eran inhábiles y venían a marcar el antes y el
después de la semana. De manera que los chicos no sólo no salían a
merendar como ahora a los parajes más cercanos, en que lo hacen desde el
punto de la mañana, sino que ni siquiera se les pasaba por la cabeza
porque la fiesta como tal era desconocida para ellos. En este marco
fácilmente podrá entenderse que el tiempo de asueto de los chavales
transcurría como de ordinario, en el barrio, ajenos a la realidad de
esta festividad tan arraigada en el ámbito rural de la que en sus casas
oían hablar –en público, ni se tocaba- mientras que a ellos les sonaba a
algo remoto y difuso cuya verdadero sentido no acertaban a comprender
acaso por lo que se ha señalado, por la falta de tradición y, qué caray,
de información; basta consultar los periódicos de la época para
cerciorarse de que no existe una sola referencia acerca de esta
costumbre hoy tan popular aunque sí de la publicación “en el periódico
oficial de la provincia”, que no era otro sino el Boletín Oficial de la
Provincia, de una circular del Gobernador Civil en la que como cada año
comunicaba que “continúan prohibidas las llamadas fiestas de Carnaval,
pudiendo únicamente autorizarse bailes en centros y casinos, siempre que
no introduzcan modalidad que tienda a conmemorar las expresadas fiestas;
[y que] también se permitirán bailes con trajes regionales, pero siempre
sin antifaz”.
En fin, las primeras menciones –muy breves, por cierto, y sin apenas
detalles- aparecidas en los periódicos locales que dejan constancia de
la celebración del Jueves Lardero en la capital se sitúan en el año 1961
cuando Campo Soriano ofreció, perdida en una especie de cajón de sastre,
una información firmada por Interino, de aun no diez líneas, cuyo texto
merece la pena reproducir: “TRADICION (en negrita y sin tilde) de una
fecha, se conmemoró el jueves pasado (por el 9 de febrero), día en el
que “jueves lardero” muchísimas personas animadas por la buena
temperatura se trasladaron al campo a merendar. Esta costumbre preludia
la cuaresma cristiana ¿no lo sabían?”. Bastante tiempo después alguien
fijó en el año 1959 el comienzo de esta fiesta tan generalizada no sólo
en el ámbito estudiantil, cuyo colectivo fue el promotor a costa de
algún que otro disgustillo por ausentarse de las aulas sin encomendarse
a Dios ni al diablo, sino en el conjunto de la sociedad.
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Joaquín Alcalde
(Publicado en Diario de
Soria el 19 de febrero de 2012)
No nieva del
frío que hace
La climatología invernal, socorrida
referencia sobre la que como recurso gira el debate del día a día de la
ciudad, ha contribuido a alimentar una cultura particular y muy soriana
que en buena parte se encuentra perdida.
Este último mes de febrero que acabamos
de dejar, climatológicamente ha sido duro. No se recordaba otro igual
desde hace años, se ha dicho a diario en la calle. Por eso, las
temperaturas rigurosas que hemos soportado han ocupado buena parte de
las conversaciones de los sorianos, salpicadas de vez en cuando con
alguna que otra majadería que se saliera de la monserga habitual, como,
sin ir más lejos, la conversión¡! de la Soria-Torralba en una línea de
Alta Velocidad, aunque sólo haya servido para distraer temporalmente al
personal, información, por cierto, más propia del día de los Inocentes
que de cualquier otra época del año, visto cómo está el panorama; en
todo caso, no por ello ha dejado de producir cuando menos hilaridad,
convenientemente aderezada con una buena dosis de malaleche, que tras el
choque emocional la mayoría se la ha tomado como un broma, eso, sí, de
mal gusto. Y alguna otra que, como la que acaba de citarse, queda en el
mejor de los casos como anécdota.
Existe
unanimidad en que febrero ha sido un mes francamente frío. Tan helador,
que la sabiduría popular y el recuerdo han tirado rápidamente del
particular archivo y han dado pelos y señales del que padecieron la
ciudad y los sorianos en 1956 –curiosamente bisiesto, también, como
este-, que cincuentaytantos años después se sigue tomando como
referencia, de tal manera que es el primero que se saca a colación en
las reuniones familiares y en las tertulias de amigos cuando de
inviernos crudos y rigurosos se habla en Soria. Porque fue de los
abrigo. Claro que a poco que se rebobine se encontrará uno con algún
otro anterior, que también se las trajo. Siguen recordando los viejos
aficionados al fútbol, como si acabara de disputarse, un partido de
Tercera División que jugó el Numancia, en el entonces modernísimo campo
de San Andrés, el día 8 de diciembre de 1946, festividad de la
Inmaculada Concepción para más señas, con el Lérida como rival, al que
venció el conjunto soriano por 6-1, acaso porque el combinado catalán
jugó la segunda parte con sólo siete futbolistas, ante la negativa de
los restantes –incapaces de resistir el frío en el campo- de comparecer
sobre la cancha, y eso que el árbitro fuera a buscarlos al vestuario. El
caso es que el encuentro pasó a la historia del fútbol local y del
Numancia en particular como el “partido del frío”.
De todos
modos, puede que al junto al frío quizá sea la nieve uno de los agentes
meteorológicos que más padecemos y con el que se nos identifica fuera.
Porque de nevadas también podemos hablar lo nuestro. Y no sólo durante
la época invernal, con los inconvenientes de todo tipo conocidos que
tradicionalmente han venido acarreando, acentuados en épocas pretéritas
cuando las condiciones de vida y los medios de que se disponía tenían
más bien poco que ver con los de hoy. Pues en fechas pudiera decirse
inusuales para la época del año en que nos encontrábamos, fuera de
temporada para entendernos, también hemos sufrido alguna que otra de las
que dejaron huella. Puede ser el caso de la que cayó el 16 de abril de
1962, cuando estuvo nevando diecisiete horas ininterrumpidamente –desde
las cuatro de la mañana hasta las nueve de la noche-, “la más copiosa
desde hace muchos años” se dijo entonces. Con una capa que alcanzó los
treinta centímetros de espesor, la nieve ocasionó las consabidas
dificultades a la circulación rodada, de manera especial durante la
mañana, por lo que muchos de los coches de línea, aunque efectuaron su
salida, tuvieron que regresar a Soria ante la imposibilidad de llegar a
sus puntos de destino, contaron los periódicos. Aunque, todo hay que
decirlo, de la misma manera que cayó se fue el manto blanco que cubría
la capital. Apenas un mes después –el 14 de mayo- la nieve volvió a
hacer acto de presencia en la ciudad, si bien esta vez de manera
testimonial, que, no obstante, vino a confirmar alguna predicción
casera. En fechas nada convencionales, y con una incidencia que no dejó
de ser una curiosidad sin más, también suele citarse la fecha del 4 de
junio de 1984, aunque, en esta ocasión, la presencia de la nieve no
dejó, por fortuna, más poso que el de la inoportunidad.
Pues
bien, todo ello ha contribuido a alimentar una cultura particular y muy
soriana que se encuentra en buena parte perdida. En las vivencias
particulares de cada uno queda, en cualquier caso, la jerga con dichos
como “hiela a canto seco”, “hace un frío que pela”, “no nieva de frío
que hace”, asperura, esbaradizos o, en fin, en Soria la nieve no se
derrite sino que se regala, entre otros muchos. Además de infinidad de
hábitos que antaño, cuando nevaba de verdad, como a modo de muletilla
suelen repetir con frecuencia los nostálgicos, estaban fuertemente
enraizados en la ciudadanía.
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Joaquín Alcalde
(Publicado en Diario de
Soria el 4 de marzo de 2012)
El Puente de
Hierro
La
iluminación ha llegado al Puente de Hierro. Desde hace unas cuantas
semanas la antigua estructura metálica sobre el río Duero, desde hace
años sin el uso para el que fue construida –otra cosa es que no falte
quien siga utilizándola como peatonal-, se ha incorporado al Plan de
Iluminación Monumental que está desarrollando el ayuntamiento de Soria
en el marco del Plan de Dinamización Turística de la ciudad que, cuando
menos, está permitiendo lavar la cara a algunas zonas y monumentos muy
concretos de la capital en el intento de hacerlas más atractivas para
los visitantes y por qué no a los ojos de los propios sorianos, que
también lo agradecen.
El Puente
de Hierro es una de esas infraestructuras de la ciudad que pese a sus
ochenta años largos de existencia sigue manteniendo viva la llama de una
realidad con la que han nacido y se han acostumbrado a convivir
sucesivas generaciones de sorianos. El Puente de Hierro, desde su
particular y privilegiada ubicación en uno de los entornos más
sensibles, queridos y respetados de la capital, continúa siendo un fiel
testigo mudo, como si el tiempo no hubiera pasado por él, pero sobre
todo el transmisor de un sinfín de aconteceres y vivencias personales y
colectivas de todo tipo, de tal manera que en su ausencia la rutina de
quiénes aquí vivimos sería, con muy probable seguridad, bien diferente.
La
supresión por Renfe del servicio de pasajeros, por falta de ocupación,
entre Soria y la localidad navarra de Castejón de Ebro en los primeros
días del mes de diciembre de 1996 venía a cerrar una etapa importante
del ferrocarril, aunque bien es cierto que llevaba años languideciendo
sin que pese a la fuerte contestación popular nadie fuera capaz de
ponerle remedio, porque en realidad la suerte estaba echada desde que a
finales del mes de abril de 1984 la compañía que ejercía el monopolio
ferroviario anunciaba la supresión del automotor Madrid-Soria-Pamplona y
Logroño, un servicio rápido y casi de lujo para lo que se llevaba hasta
el punto de definir una época, que lejos de estar al alcance de todos
eran preferentemente las clases acomodadas las que lo utilizaban. Y a
mayor abundamiento, en los últimos días del mes de septiembre de ese
mismo año el Consejo de Ministros acordaba el cierre de la línea
Santander-Mediterráneo. Sea como fuere, el caso es que a partir del 1 de
diciembre del citado 1996 el emblemático Puente de Hierro iba a dejar de
estar operativo a efectos ferroviarios prácticos, aunque no por ello
menos visitado de tal manera que el paso del tiempo ha ido posibilitando
día a día su reconversión en una de las leyendas vivas de la ciudad que
continúa alimentándose y creciendo para llegar a adquirir poco menos que
la consideración de mito.
Construido
a finales de los años veinte del siglo pasado, el Puente de Hierro, de
70 metros de luz y 10 de altura, con 30.000 remaches y 360 toneladas de
peso, estaba montando el 29 de junio de 1929, aunque en esta fecha
todavía no se había retirado el “esqueleto de madera” levantado para
posibilitar su construcción. En los últimos días de agosto –el 27- de
ese mismo año cruzaba por primera vez por él una locomotora y al
siguiente –o sea, el 28- se verificaba la prueba de peso con “la
locomotora pesada nº 111 que arrastraba un coche con viajeros”. En todo
caso la entrada en servicio no iba a producirse hasta el 21 de octubre
de 1929 que es cuando se inauguró la Sección Soria-Calatayud del
ferrocarril Santander-Mediterráneo. Fue una fecha memorable para los
sorianos porque “uno de sus ideales, el más grande quizá, ansiado y
gestionado por una generación ya casi desaparecida, se ha convertido en
una realidad triunfante”, dijo el periódico Noticiero de Soria;
efeméride materializada en una “confraternidad Castellano-Aragonesa en
[la localidad aragonesa de] Torrelapaja”, colindante con la provincia de
Soria, donde se encontraron los directivos de la compañía ferroviaria y
las autoridades sorianas que habían viajado desde la Estación del
Cañuelo con las representaciones de Aragón que a su vez lo habían hecho
desde Calatayud y Zaragoza.
Otro hito
importante en la historia del Puente de Hierro –un ejemplo de ingeniería
industrial- y, por consiguiente, en las comunicaciones ferroviarias, hay
que situarlo en el 30 de septiembre de 1941 cuando tras 14 años de
construcción quedaba inaugurado el ferrocarril Soria-Castejón “seis años
más tarde de los previstos por las dificultades de la República”
subtituló el periódico Labor, Órgano de Falange Española Tradicionalista
y de las J.O.N.S., y 97 en el cómputo general del proyecto. Porque, en
efecto, “este ferrocarril dará un gran vigor al intercambio comercial
entre las provincias de Soria, Logroño, Zaragoza y Navarra”, subrayó el
mismo medio.
Fue en
ese momento cuando el Puente de Hierro alcanzó su plenitud; un periodo
que se extendería durante algunas décadas en cuyo transcurso llegó a
circular por él el mismísimo Talgo, bien es cierto que en un viaje
promocional que tuvo lugar el 2 de febrero de 1950, luego de efectuar
una breve parada en la estación del Cañuelo antes de que continuara a
Castejón y Pamplona.
©
Joaquín Alcalde
La Sequilla
Desde
que el 13 de septiembre de 1964 la eléctrica Saltos Unidos del Jalón
inaugurara el embalse de Los Rábanos, el paraje de La Sequilla, en las
cercanías de la capital, pasaba a convertirse en una referencia sin más
del que las sucesivas generaciones acaso no hayan oído hablar. Aquel
día, en realidad desde que en el mes de junio del año anterior comenzó a
producir energía, se firmaba el acta de defunción de una de las zonas de
ocio del verano preferidas por los sorianos. Y no porque no se esperara,
porque es bien cierto que ya en las postrimerías de 1947 la prensa local
se hacía eco del comienzo de los trabajos preliminares para construir un
salto de agua y central termoeléctrica según la concesión a las señores
Escoriaza –Teledinámica del Duero-; obra que en el mes de mayo del año
siguiente el Ministerio de Industria y Comercio declaraba de “absoluta
necesidad nacional”. Una presa que iba a modificar sustancialmente no
sólo el entorno de La Sequilla, incluidos los accesos y las cercanías de
las cuevas existentes en las inmediaciones, como la llamada de las Siete
Bocas y otras zonas próximas, sino la práctica totalidad de bellísimos
lugares –entre ellos el propio cauce del río- en el tramo comprendido
entre la Fábrica de Harinas en el Perejinal y la presa de Los Rábanos
hasta, en la práctica, hacerlos desaparecer, con las incomodidades de
todos conocidas, bastantes de las cuales, por cierto, no queda otro
remedio que seguir soportando estoicamente hasta que Dios quiera y, en
definitiva, siguen sin resolverse; y lo que es más grave, sin un hálito
de esperanza de que vayan a solucionarse no a corto sino incluso a medio
plazo como pueda ser el caso de la depuradora.
Hasta
entonces La Sequilla había venido siendo tradicionalmente uno de los
lugares preferidos por los sorianos para las excursiones domingueras del
verano dada su proximidad a la capital que facilitaba el puente de
hierro del ferrocarril, desmontado al final de la década de los
cuarenta, que cruzaba el río Golmayo por La Rumba, en el supuesto de que
se optara por salir del núcleo urbano, que no era lo frecuente, pues lo
más socorrido era bajar al Soto Playa o al Perejinal y como mucho a
Maltoso. La Sequilla y sus alrededores habían sido durante muchos años
un lugar de esparcimiento que los sorianos más mayores siguen recordando
no sin un tinte de nostalgia por la significación que tenía y lo que
entonces representaba en el acontecer de la vida local.
Pero, por
otra parte, La Sequilla, pasó a la historia de la ciudad como un
importante centro de producción de energía hidroeléctrica, de tal manera
que facilitó el encendido de las primeras luces en Soria en el año 1897,
según recordó en su día el ingeniero soriano Ángel Hernández Lacal en
una interesante y bien documentada colaboración cargada de sorianismo
que firmó en Revista de Soria; una pequeña muestra de cuya
infraestructura original –alguna torre del tendido eléctrico fácilmente
identificable- puede verse todavía en las inmediaciones del tramo
conjunto de las líneas del ferrocarril Soria-Calatayud y Soria-Castejón
un poco más abajo del nuevo estadio de fútbol de Los Pajaritos, en la
zona más próxima a éste.
Y
no sólo tuvo importancia en aquellos primeros momentos de la luz en
Soria sino que medio siglo después aún seguía teniendo relevancia en la
lucha contras las enormes dificultades padecidas en los años 1945 y
1946, hasta el punto de que estaba en disposición de salvar, como así
fue, difíciles momentos, especialmente durante la noche, a
establecimientos sanitarios como clínicas y el propio hospital, entonces
en Nicolás Rabal, y otras instalaciones como la elevadora de aguas para
que pudiera abastecer los depósitos del Castillo, la fábrica de harinas
y las panaderías y los demás servicios indispensables en aquellos
momentos.
Pues
bien, del recuerdo de La Sequilla no quedan más que unas ruinas que han
emergido cuando se ha hecho preciso vaciar la balsa de la Central de Los
Rábanos para llevar a cabo tareas de limpieza, reparaciones o trabajos
de conservación. Lo que no ha podido borrar el paso del tiempo es el
recuerdo de infinidad de excursiones y de las interminables pero no por
ello menos esperadas jornadas de campo, que se aprovechaban para la
práctica de deportes como la pesca y el montañismo cuando no para
cruzar el río en la balsa, que ayudaba a ocupar los ratos de ocio o
simplemente para pasar el día con la excusa del buen tiempo, sin olvidar
lo que en su día representó para el suministro de alumbrado a Soria.
©
Joaquín Alcalde
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