“Pintaría también las márgenes del Duero
aquél balcón y aquella casa que parece de cartón
el puente, la fábrica, la presa, el lavadero y aquel alero”.
Gerardo Diego “Si yo fuera pintor”
La importancia que una ciudad antigua
tuviera en su día estaba estrechamente relacionada con el poder de su
río. Él la defendía, facilitaba el agua y la pesca y por el río
penetraron algunos pueblos no siempre para combatirles o colonizarles, y
sí para hacer llegar hasta ellos productos, cuentos y culturas lejanas y
distintas.
El río Duero significó todo esto y más
para las tribus celtíberas que se asentaran a su alrededor. En una de
sus orillas se celebra uno de los días de las fiestas grandes sorianas,
las de San Juan, el Lunes de Bailas, concretamente. Además de los
monumentos embellecidos y puestos a punto para que al visitante le sea
grata su visita, quedan por las orillas del río Duero los restos de una
industria lejana, como el lavadero de lanas –hoy escuela-taller- donde
se limpiaba para su venta toda la lana producida en esta zona ganadera,
donde los nobles se habían enriquecido por la trashumancia y podían
edificarse los palacios que luego describiremos, aunque, a decir verdad,
poco queda de ellos. Un molino, restos de una fábrica de grasas y hasta
el edificio del fielato, donde debían pagar los derechos de consumos los
que entraban a la ciudad.
El monumento más importante que se puede
visitar en la margen izquierda del río es el llamado Claustro de San
Juan de Duero. Son los restos de un antiguo convento de los
Caballeros Hospitalarios de San Juan de Acre, protectores de peregrinos
y caminantes, fechado en los siglos XII-XIII. Por la fecha es románico,
pero con carácter orientalizante de este estilo soriano e influencias
mudéjar y sículo árabe. El claustro es un caso único del románico
peninsular, con sus cuatro ángulos diferentes. Se conserva también la
iglesia del siglo XII, ya edificada cuando los hospitalarios se
instalaron, con dos edículos a ambos lados del presbiterio, y a ella se
han trasladado algunos mosaicos de una villa romana de la vecina
localidad de Cuevas de Soria.
Si interesante es el claustro,
estremecedor resulta el monte que le respalda, para todo aquel que
conozca su leyenda. Se trata del Monte de las Ánimas, inspirador
de Gustavo Adolfo Bécquer, quién situó en él su leyenda más famosa.
Desde entonces este lugar, como sucede con tantos montes, unos
considerados sagrados y otros, como éste, mágicos, se convirtió en
referencia de todos los sorianos. En realidad quienes allí habitan son
los corzos y jabalíes, pero la imaginación popular no puede, ni quiere,
sustraerse del halo romántico que Bécquer le imprimiera.
“El Monte de las Ánimas”.-
La leyenda está situada en la noche de difuntos y con el fondo del toque
de campanas, tradición mantenida en Soria, hasta hace pocos años, por
parte de los mozos de los pueblos, los cuales recibían, para mantenerse
toda la noche tocándolas, vino en abundancia por parte de la iglesia y
del ayuntamiento. Al pie del monte se encuentran los claustros de San
Juan de Duero y a poca distancia, en la misma orilla, el antiguo
convento de Templarios de San Polo, con lo cual se dan todos los
condicionamientos para todo tipo de leyendas. El origen de esta está
situado en el odio entre sorianos y templarios por cuestiones de caza;
los segundos tenían acotado el monte para uso propio de la caza y ambos
bandos se enfrentaron en una feroz lucha que dejó el monte sembrado de
cadáveres, abandonado por muchos años, al igual que la capilla donde
fueron enterrados todos juntos. Desde esa fecha la campana de la
capilla, en la noche de Todos los Santos, toca “y las ánimas de los
muertos, envueltas en jirones de sus sudarios, corren como en una
cacería fantástica por entre las breñas y los zarzales. Los ciervos
braman espantados, los lobos aúllan, las culebras dan horrorosos
silbidos…”. Bécquer pone en boca de un joven esta leyenda y el joven la
cuenta a su prima mientras vuelven de una cacería, precisamente en el
Monte de las Ánimas. Él está enamorado de ella y esa noche, antes de que
ella regrese a su tierra, deciden dejarse algo como prenda. Lo que ella
quiere regalarle a él es una cinta que ha perdido en el Monte de las
Ánimas. Él se decide a ir a buscarla. Es la Noche de Todos los Santos.
Ella espera la vuelta de él sin resultado, pasa la noche escuchando
susurros, ruidos apagados y extraños y, cuando a la mañana siguiente se
levanta y corre las cortinas encuentra, sobre el reclinatorio, la cinta
perdida, sangrienta y desgarrada. Casi a la vez entran a anunciarle la
muerte de su primo en el Monte de las Ánimas, devorado por los lobos,
pero ella ya había muerto de terror.
Ruta
Literaria El Monte de las Ánimas
También en la margen izquierda del río
Duero, a un kilómetro aproximadamente, se encuentra los restos de San
Polo, en la actualidad en manos privadas. Se conserva la capilla,
con puerta apuntada, ventanas saeteras y óculo lobulado. Fue este lugar
el escogido por el escritor Mario Roso de Luna para la iniciación del
joven Ginés de Lara, el cual, desde ahí, emprendería el camino de la
Sierra de la Demanda burgalesa en busca del árbol de las Hespérides.
“El rayo de luna”.- Pasado
el arco de San Polo, una cruz de piedra sobre pedestal escalonado señala
el lugar llamado “glorieta del rayo de luna”. Su ubicación se debe a una
leyenda de Gustavo Adolfo Bécquer, al cual debió impresionarle
sobremanera todo el entorno del río Duero y el halo mágico de su pasado
templario. Manrique, el protagonista de la leyenda, era un señor joven,
habitante en la inspiración del poeta y situado a partir del siglo
XVIII, puesto que en la leyenda aparece también la ermita de San
Saturio. Manrique, sobre todas las cosas, amaba la soledad y el deseo de
un amor, pero platónico. Una noche acude a pasear desde su palacio a ese
espacio mágico compuesto por el río Duero y las ruinas templarias de San
Polo y cree ver la figura de una mujer vestida con túnica blanca. Cree
verla cruzar el río en una barca, sigue a la quimérica sombra hasta la
ciudad y decide que su lugar de residencia es una casona con luz en las
ventanas. Pero sólo ha sido eso, quimera. Se da cuenta del error cuando
vuelve otra noche y percibe, claramente, que aquello que él pensaba era
la túnica blanca de una mujer no es más que un rayo de luna.
Un poco más adelante, siguiendo por el
llamado Paseo de Machado, se encuentra la ermita del santo patrón de los
sorianos, al cual le celebran fiesta el día dos de octubre, haga frío
o calor, San Saturio el día 2, dicen los sorianos. San Saturio.
Según la leyenda, este anacoreta fue hijo de noble visigodo. Sus restos
reposan al pie del altar mayor. El templo, del siglo XVIII, se construyó
sobre una roca, sobre otro dedicado a San Miguel. Sala que servía para
reunión a los labradores de la Hermandad de los Heros y dos salas
capitulares. Iglesia cubierta con planta octogonal y linterna. Toda
cubierta con frescos de Antonio Zapata (1705), cura, pintor y soriano;
los frescos narran la vida de Saturio. Altar barroco presidido por la
efigie de San Miguel. San Saturio es, cuanto menos, un santo discutido,
conocido, como Sócrates, por un discípulo, en este caso San Prudencio.
Tiene el santo patrón su novela escrita, nada menos, que por José
Antonio Gaya Nuño, El santero de San Saturio. Pero, por encima de
los datos que anteceden, fríos y descriptivos, envuelve a la ermita del
patrón leyendas como la del niño de Carbonera, el cual cayó al Duero
desde una de las salas capitulares y resultó ileso gracias a la
intercesión de Saturio. Precisamente esa ventana resulta también
milagrosa para curar cualquier mal, siempre que éste se halle ubicado en
la cabeza. Al santo se presenta casi siempre de medio cuerpo, con
aspecto de anciano barbado y oscuro, por lo que ha sido comparado con un
bafomet templario. Y decimos casi siempre porque existe una vidriera en
la iglesia de los padres franciscanos de la ciudad, donde el patrón está
representado de cuerpo entero.
Pocos santos tendrán una novela a ellos dedicada como es
El santero de San Saturio del llorado autor y crítico de arte
soriano Juan Antonio Gaya Nuño. En cuanto a Saturio decir que lo más
notable de su culto es la misma ermita, edificada sobre otra anterior
adscrita a San Miguel, soldada o fundida con la misma roca, en un
paisaje de excepción que es -además- el mismo que cantara Antonio
Machado. La cueva de Saturio, trufada de leyendas, llena de recovecos y
anfractuosidades, cada una de las cuales con su leyenda o conseja (la
sala del cabildo de Los Heros, curiosa cofradía agrícola con algo de
misterio, la ventana del niño de Carbonera que fue salvado de una caída
por intercesión del santo, la oquedad donde -antaño- metiendo la cabeza
esta sanaba de cualquier mal, etc.).
Eugenio Noel tiene unas páginas amenas dedicadas a este cenobio que
compara, con ventaja, con los del Monte Athos.
Eugenio Noel. "España nervio a nervio":
“A la
izquierda del Duero, sobre elevadísimo sistema de riscos y escarpes, la
piedad de varios siglos –esa piedad de leyenda dorada a lo Vorágine, a
lo Simeón Metaphrasto, a lo Juan Moscho- ha ido levantando en el aire y
empotrando en los salientes y concavidades de las rocas un edificio
singular. Consiste el célebre eremitorio en una serie de construcciones
de ladrillo, piedra y yeso apoyadas en la montaña sagrada –una minúscula
Hagión Oros-: las paredes que dan al río son de un encanto indecible, de
una curiosísima y sugeridora trama griega o maronita, o de lauras de San
Sabas en el torrente del Cedrón; estampas del Serval, páginas de
L’Afrique chrétienne, de Lecrecq; de Harnach en Das Mönchtum (…) La vida
de San Saturio es una vida enteramente nuestra; la historia de un
santero, de un campesino iluminado que nada quiere con nadie y al que
todos veneran porque necesitan de sus intercesiones. Él va pidiendo de
puerta en puerta y todos le piden a él. Le dan panes y él da oraciones;
si, al ir a la ciudad en busca del pan, el río viene crecido, Saturio
pasa a pie enjuto sobre las aguas furiosas del río; toda su taumaturgia
será parecida a ese prodigio, será algo necesario, una maravilla de la
voluntad. Todo el interior de la célebre ermita responde a ese criterio
de santidad ibérica, desde la sala capitular de la Hermanad de los Heros
hasta la gruta profunda y realmente macabra que durante tantos años
conservara los huesos del ermitaño”.
Ya en la orilla derecha puede visitarse,
subiendo una empinada cuesta por detrás de la concatedral de San Pedro,
un magnífico paisaje desde los Cuatro Vientos. Sin duda puede
llamarse el observatorio de la ciudad, desde donde se ve la tan cantada
“curva de ballesta” del Duero, parte de los claustros de San Juan de
Duero, el puente sobre el río y al fondo el monte de las Ánimas. Por
allí discurre la muralla medieval y también puede verse, en la ladera
hacia el río, los restos de la ermita románica de San Ginés.
Antes de llegar a los cuatro vientos, se
pasa por delante de la ermita del Mirón, de construcción sencilla
con interior barroco y rococó. Delante de la ermita existe un monumento
dedicado a San Saturio del año 1775. La Cofradía de labradores de Soria
celebra una procesión el día de San Isidro y en la explanada se hace la
subasta. Hasta ahí paseaba Machado, empujando el carrito de su esposa
Leonor, ya muy enferma.
Referente a la Virgen del Mirón existe la
leyenda, publicada en Soria, 1946, sin autor ni páginas. Dice que
allá por los tiempos remotos “cuando las sectas de los iconoclastas
imperaban”, se hubo de ocultar la imagen. Pasado el peligro –tal vez
reconquistada ya la tierra para los cristianos- la halló un labrador
mientras araba con su yunta. Leyenda esta que se repite en todo el orbe
cristiano y de la que tenemos recogidas en Soria muchas, como por
ejemplo la Virgen de la Solana, la de Monteagudo, la de Las
Fraguas…Arreaba con la fusta el labrador a sus mulas, cuando escucho una
voz que decía “Mira, Mirón”. El labrador no veía a nadie, las mulas
seguían sin querer caminar, y el buen hombre se marchó a su casa
reflexionando sobre lo acaecido. Lo comentó, se organizó una expedición
para excavar hallándose la imagen. Mientras, el hombre sufrió un
accidente y en su inconsciencia sólo repetía lo escuchado “Mira, Mirón”,
y así fue como se bautizó a la virgen.
Al bajar de nuevo a la ciudad se pasa por
delante de la Concatedral de San Pedro. En origen (1152) fue una
iglesia encomendada a los canónigos regulares de San Agustín. En 1520 se
hundió parcialmente y fue reconstruida y dedicada a San Pedro; sus
piedras denotan el origen de otras edificaciones. Portada plateresca,
bóvedas y nervaduras góticas en su interior y capillas sufragadas por
nobles con las armas en las paredes. El claustro es románico, de la
mitad siglo XII, y declarado Monumento Nacional en 1929.
En la misma orilla del río, estamos en la
derecha, cruzando la carretera y subiendo otra empinada cuesta –Soria es
una ciudad de cuestas- se llega hasta el Castillo, el otro gran
mirador de Soria. Sólo quedan restos de la torre del homenaje, un aljibe
y las murallas, pero se ha construido ahí un parque y una pequeña
piscina donde los niños pueden pasar unas buenas horas. El parador
nacional de turismo está dedicado a Antonio Machado y fotos y versos
sobre él y suyos, pueden verse en el vestíbulo y la cafetería. Desde el
mirador próximo al parador se ve toda la parte noreste de Soria, el río,
la ermita del Mirón, el hospital institucional y los campanarios de
algunas viejas iglesias románicas, así como el palacio de los condes de
Gómara.
Para
finalizar el recorrido monumental y literario del río Duero a su paso
por la ciudad, recogeremos otra leyenda, esta sobre la Cueva de la
Zampoña. “Aguas abajo de la ciudad de Soria se encuentra la entrada de
una cueva, hoy sumergida por las aguas de un pantano, sobre la que
existe una terrible leyenda. En tiempos pasados podía leerse junto a la
cueva esta leyenda:
El que en esta cueva entrare
ni vivo ni muerto sale
Juan Zampoña, aquí entró
ni vivo ni muerto salió
Aunque es cierto que el tal Juan Zampoña parece ser que nunca existió sí
que lo es, en cambio, que en esta cueva de tan enigmático nombre
sucedió, en el siglo XVIII, un extraño suceso que dio pie a la leyenda.
El nombre que esta cueva tenía en el pasado no era el de Zampoña sino el
de Chavarri y que el individuo que, efectivamente, entró, y ni vivo
ni muerto salió no se llamaba Juan Zampoña sino Antonio
Serón.
Zampoña o Zanfonia es un conocido instrumento de cuerda con el que
solían acompañarse los ciegos y músicos ambulantes en tiempos pasados.
Zampar equivale a tragar y -si bien se mira- la cueva se tragó a
Antonio Serón, así que era una Zampona o Zampoña. Por fin,
una acepción de zampoña eran los expósitos o huérfanos que se
educaban en los hospicios, ¿Lo fue Antonio Serón?.
El
caso es que el tal Antonio acude con otros dos amigos a las llamadas
Rocas de Chavarri a fin de cazar los abundantes ansarones o patos que
por allí solían anidar. Una vez en las cercanías de la cueva Antonio
Serón les propone investigar dentro de la cueva donde dice estar seguro
de que hay tesoros, varias figuras de oro, concreta. No sin
cierto escepticismo le acompañan y Serón se desnuda para mejor
deslizarse por los interiores de la cueva. Pronto pide auxilio. Al
parecer ha caído a un embudo o cavidad donde se ha encajado de cintura
para abajo y no puede salir de allí. Sus gritos son angustiosos. Los dos
compañeros, tras intentar ayudarle regresan a la ciudad y,
aterrorizados, pensando en que pueden achacárseles su muerte, se
acogen a sagrado en una iglesia. Desde allí avisan a las autoridades
de lo sucedido, las cuales toman cartas en el asunto.
En
efecto, estas intervienen y se hacen varios intentos de sacar al cuitado
con cuerdas, a la vez que se le alimenta para que no muera en el
ínterin. Juan Martínez de Salcedo, primogénito de los Condes de Gómara
es una de las personas que, sinceramente conmovida por la desgracia del
prisionero, acude a la cueva e intenta ayudar a Antonio Serón. Sin
resultado.
Transcurren hasta 48 horas sin que se haya podido hacer nada por
sacarle. Antonio Serón está francamente asustado, a quienes se acercan a
ayudarle les cuenta, estremecido, que alguien tira desde abajo de sus
piernas, y le sujeta para que no escape. Por si acaso estas palabras no
fueran delirios de enfermo y estuvieran ante un caso de posesión o
intervención diabólica, y en todo caso por pura y simple intención
piadosa, dos franciscanos le han asperjado con agua bendita desde la
boca de la sima. Tras esto le llaman con grandes voces, pero Antonio
-por primera vez- no contesta, con lo que algunos comienzan a pensar si
habría muerto.
Baja
entonces, con una soga, otro testigo y depondrá luego ante el Corregidor
de la ciudad que le ve inmóvil, sin atender a sus llamadas, por lo que
cree que está muerto. El Corregidor, implacable, envía a otro emisario
acompañado de testigos para que pasen incontinente a dicha cueva y
llamen por su nombre al dicho Antonio Serón repetidas veces, poniendo
por fe y diligencia lo que respondiera o no. Así lo hacen a las 4 de
la tarde, y llamaron hasta 20 veces, y no respondió, por lo que
pensaron que estaría muerto.
Entre
tanto se toma declaración a los dos acompañantes que estaban en el
templo refugiados, los cuales pasan a la cárcel, de donde se supone que
saldrían en breve. En sus deposiciones ya en la cárcel añaden algunos
detalles, como que Serón entró dos veces en la cueva, que salió la
primera vez diciendo que había visto unas grandes esculturas de
alabastro y entregándoles una piedrecilla pulida de buen parecer
y que luego volvió a entrar, y ya no pudo salir. La muerte de Serón
continuó siendo un enigma, ya que durante los casi tres días que estuvo
en la cueva se le dio de comer y beber regularmente. Sabemos, eso sí,
que estaba muerto de miedo, aunque durante todo ese tiempo, por orden
del Corregidor, no le faltó compañía ni de noche ni de día, y que
afirmaba sentir cómo le sujetaban desde abajo. Puro morir de puro
terror. En cualquier caso la cueva quedó maldita hasta nuestros días”.
(Publicado en el "Diccionario de la España
Mágica". Sánchez Dragó/Ruiz Vega)