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“Hilorios, trasnochos y otras conteras”
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La cura de almorranas
Dicen que la noche de
San Juan es la más propicia del año para que todo se cure. La hernia de
los más pequeños, la depresión, las afecciones de la piel, el sueño...
Para ello es necesario practicar determinados ritos, como ya lo hicieran
nuestros mayores y los mayores de nuestros mayores. Esa noche mágica,
las moras que todavía permanecen encantadas en las ruinas de los
castillos cristianos salen a lavarse la cara con el agua de la fuente
más próxima. Las mozas casaderas de Berlanga han de mirar a través de un
espejo para ver en él reflejada la cara del que será su marido. Las
gentes de Gallinero, al salir el sol tras la noche de San Juan, se lavan
para evitar que la piel se les queme. En otros lugares, esa mañana cogen
flores frescas del rocío para colocar en la entrada de las puertas y
ahuyentar a los malos espíritus. Las mujeres se bañan en la playa y
saltan nueve olas para quedar embarazadas y así podríamos continuar
contando de esa noche y ese día, que no es otra cosa que el solsticio de
verano.
El sol sale el día de
San Juan mostrando la rueda de Santa Catalina, como nos dirían en
Espejón, o “con muchas visiones y haciendo muchos cambios”, como nos
dijeron una vez en Aldehuela de Periáñez.
Uno de los males que
aseguran se cura la noche del 23 al 24 de junio son las almorranas.
Conozco a un familiar que, desesperado, acudió esa noche en compañía de
dos familiares más al río Tera para mojar el culo en sus aguas siguiendo
un rito que prohibía sentarse en el lecho de la corriente.
Serían las dos de la
mañana cuando, provistos de una linterna y, todo hay que decirlo, con
algún vino de más, se encaminaron al Tera a su paso por Villar del Ala.
El silencio de la noche, ya se sabe, hace oír y suponer ruidos que
durante el día pasan desapercibidos y vislumbrar sombras que con el sol
no son otra cosa que ramas de los árboles. Iban los tres envalentonados
por el Ribera y temerosos por las sombras. Recorrieron un buen trecho en
busca de poca agua y sorteando inexistentes pozos. Por fin, con la ayuda
de la linterna, hallaron un espacio donde podían apoyar con firmeza los
pies los dos acompañantes, a fin de sujetar al afectado para que dejara
que el agua le bañara las partes pudendas.
En esas estaban,
tratando de que el miedo no les jugara una mala pasada, el afectado bien
sujeto y agachándose poco a poco sin lograr rozar el agua, cuando un
hermoso topo, sorprendido en su sueño, saltó para ver quienes osaban
molestarle, y pasó rozando las partes bajas del afectado, dando este un
salto inesperado que finalizó con los tres en el agua, magullados, dando
gritos y asustando a todos los animales del entorno, que prepararon un
concierto de ladridos, mugidos y bramidos como nunca se había escuchado
en El Valle.
Todo el entorno se
enteró de la aventura. No se sabe si el miedo hizo que las venas
varicosas de salva se la parte se encogieran, el caso fue que aquella
noche de San Juan le desaparecieron al crédulo las almorranas para
siempre jamás.
©
Isabel Goig
Villar
del Ala
El
Valle de los ríos Tera, Razón y Razoncillo
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La quema del "Judas"
En
muchos lugares del mundo rural, cuando acaba la Semana Santa, tiene
lugar una ceremonia consistente en quemar el Judas. Se trata de dar
muerte al traidor quien, por cuarenta monedas, vendió a Jesucristo y
consiguió que le juzgaran y mataran, algo que, en todo caso, hubiera
ocurrido, puesto que todo el mundo sabe que Cristo vino a la tierra,
según la religión Católica, precisamente para morir en la cruz y así
redimir nuestros pecados. Ya se sabe, como bien dijo Calderón en su “La
vida es sueño”, que el mayor delito del hombre es haber nacido. Al menos
eso dice la Iglesia.
La quema del Judas consiste en confeccionar un monigote, rellenarlo de
paja bien seca, colocarlo en mitad de la plaza y prenderle fuego, casi
siempre el Sábado de Gloria, al menos ese es el día elegido en Utrilla,
donde además, hacen explotar petardos. La ceremonia que tiene lugar en
Almajano es más complicada, pues el traidor logra escapar dos veces y ha
de ser perseguido por el monte.
La historia que me contaron transcurrió en un pueblo de Soria, no
recuerdo cual. El Viernes Santo un niño de seis años se había perdido.
Durante todo el día y parte del siguiente, sábado, todos los habitantes
habían peinado el término en busca de la criatura sin resultado alguno.
En los pueblos, cuando alguien desaparece, o algún fuego amenaza con
devorar lo que encuentra a su paso, toda la comunidad se pone en marcha,
solidaria, hasta que el problema es solucionado.
A pesar de la desesperación, se decidió llevar a cabo la quema del
Judas, quizá con más razón, como un tributo religioso para, a la vez que
las llamas ascendían, rogar para ver aparecer a la criatura.
Esa mañana de gloria las campanas se mantuvieron silenciosas mientras la
gente, cabizbaja, rodeaba al monigote, haciendo un alto en la búsqueda.
El sacerdote, revestido para la ocasión, comenzó la ceremonia orando por
el niño. A continuación, aspergió al Judas, encendió las velas que
portaban dos chavales y les conminó para que se acercaran a prender
fuego a las pajas bien secas que aparecían por debajo de las
estrafalarias vestimentas.
Cuando los muchachos, lenta y ceremoniosamente, se acercaban al Judas,
éste comenzó a caminar. Los chavales lanzaron al suelo las velas y
huyeron despavoridos. El resto mantuvo un instante el ánimo en suspenso
para imitar a continuación a los que huían. La efigie se detuvo y por
entre las pajas se abrió camino el niño desaparecido.
Naturalmente este sencillo y elemental hecho, acaecido por los últimos
años del siglo XIX, quiso ser interpretado por los representantes de la
Iglesia como un milagro, pero la cordura se impuso, interpretándose como
lo que era. El niño explicó que tuvo miedo de aparecer después de tantas
horas a sus anchas por el monte y, viendo el Judas en mitad de la plaza,
se introdujo en él para pasar la noche cobijado del frío.
©
Isabel Goig
Judes |
La "Olla de San Miguel"
En el hermoso pueblo de Valdenebro, que eligiera un
obispo de los años noventa para pasear sus cuitas y reconfortar su
espíritu, recuerdan todavía un guiso que elaboraban con motivo de la
festividad de San Miguel. Era la llamada Olla de San Miguel.
Un día de los años ochenta conocí en una residencia
de ancianos a una señora, Milagros, a quien ya le preparaban el festejo
del centenario pero que, a pesar de eso, mantenía la memoria fresca,
sobre todo aquella de los años pretéritos. La señora era de Valdenebro y
había nacido en 1882. Parió ocho hijos y había sobrevivido a todos muy a
su pesar. Le pregunté por el guiso y me contó la historia del condumio y
el final de la misma, que a ella le tocó vivir.
Existió en Valdenebro una cofradía con el nombre
del arcángel que reunía a los hombres que así lo deseaban –casi todos- y
que celebraban su festividad con una comida de hermandad. Unos días
antes se elegían tres carneros, que habían crecido por los montes del
pueblo alimentándose de las finas hierbas que encontraban en su
trashumar, y una vez sacrificados se sacaba a pública subasta los
despojos: asaduras, cabezas, pieles, patas y vientres. Las piernas eran
obsequiadas a los miembros de la Iglesia que, ya se sabe, han cobrado
siempre, de una u otra forma, los diezmos y primicias. Mutilados así los
animales, el cuerpo era atado de forma que no se deformara y colocado en
unos grandes recipientes. Tanto estas vasijas como las pequeñas que
serían utilizadas para el caldo, se fabricaban en el pueblo de Tajueco,
que siempre ha mantenido tradición alfarera y que se encuentra
relativamente cerca de Valdenebro.
En un edificio propiedad del Común, los mayordomos
de la cofradía encendían un gran fuego y sobre él colocaban las grandes
ollas con los carneros dentro, los cubrían de agua y añadían lo que cada
cual creía conveniente según sus propios gustos culinarios. Nos podemos
imaginar que sería unas cabezas de ajos, sal, unas cebollas, unas hojas
de laurel y poco más. Aquello cocía, lentamente, durante toda la noche,
como si de una adafina se tratara, y puede que no andemos muy
descaminados si sospechamos que algo de rito judío podía haber en la
elaboración de la Olla de San Miguel. Soltaban los carneros un caldo
espeso, que podían tomar todos los valdenebrenses al día siguiente,
aunque la carne era para los cofrades, eso sí, sólo los hombres.
Milagros tenía 16 años cuando el día de San Miguel
llegó su padre con un trozo de papel que guardaba en su interior unos
trozos de carne grasienta. Lo abrió sobre la pobre mesa de la cocina, lo
hizo cinco trozos (uno para su madre y otro por cada uno de los hijos) y
les invitó a que dieran buena cuenta del magro festín. Dijo que
procuraría que ese fuera el último año que tuviera lugar tan injusto
rito, pues era más fácil eliminarlo que conseguir que las mujeres y los
niños participaran. Y así fue como acabó la tradición de Valdenebro. No
estaban los tiempos ni para que las mujeres se mezclaran con los hombres
en celebraciones ni, mucho menos, para aumentar la compra de carneros
para que los niños pudieran, al menos una vez al año, comer toda la
carne que sus estómagos pudieran digerir.
©
Isabel Goig
Valdenebro |
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