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En
Garray busqué a mi viejo amigo Hermógenes. Le
encontré sentado en un banco de piedra corrido, delante de un aula arqueológica de
reciente hermoseado y que sirve para completar la visita a las ruinas de Numancia, allá
arriba, a casi mil cien metros.
Garray
"Hacía mucho que no la veía por aquí", me
saludó sin dejar de apoyar su barbilla en la curva de la
cachava. "Pues quería
que me acompañara a ver los restos de los campamentos romanos". "Eso está ahí
mismo. Pero no queda nada. Dicen que eran campamentos, pues serán. Lo que se ve son
grandes piedras que servirían de cimientos, pero nada más". "Es que yo sola no
sé si los encontraré". "Pues vamos allá. Llevará usted un cigarro".
"Los que quiera". "Uno sólo, que luego la mujer me huele. ¿Qué es ese
papel que lleva en la mano". "Un mapa de la zona". "Qué mapas ni qué
tonterías. Ni con eso se entera usted". "Ya lo sé, ya, no me oriento con
nada".
Cruzamos el puente sobre el río Duero. Bajaba con mucha agua. Era la época del deshielo,
y allí mismo, debajo del puente, desemboca el río Tera, ese que llega del Valle y recoge
las aguas de la Cebollera.
Al llegar a la fábrica de harinas, apenas trescientos metros después de habernos metido
por el camino que sigue la orilla derecha del Duero, ya le tuve que decir a Hermógenes
que caminara más despacio. Me separaban treinta años de él, pero no podía seguirle.
Ágil y fibroso como los celtíberos, acostumbrado a ir con el rebaño toda la vida, no
había forma de acompañar su ritmo.
Atravesamos una hermosa chopera. Las hojas de los árboles habían ido dejando a través
de los años una gruesa capa de humus y una reciente alfombra de hojas secas, algunas ya
mezcladas con las viejas. Era mediados de febrero y ya comenzaba los árboles a retoñar.
Botoncillos verdes adornaban las ramas. Me entretuve en contar los chopos. Cuando había
conseguido calcular una parte, algo así como sesenta, Hermógenes se detuvo junto al
río, donde un árbol caído en mitad de la corriente hacía chocar el agua con fuerza
salpicando hasta donde estábamos nosotros.
"Antes, los del pueblo, cuando sucedía algo así, veníamos con los machos y
sacábamos el tronco del agua. Una buena riada y el río hará por ahí otro cauce. Que
pasará, seguro. Pero ahora con tanto organismo y tanta leche está todo más abandonado
que nunca. Bueno mire ahí, esas piedras, ese dicen que es el campamento de la Dehesilla.
Junto con el Alto Real, que está al otro lado de la carretera, sobre un cerrete, y el del
otro lado del río, que se conoce como Reza, junto al batán, se cargaron a
Numancia".
Nos sentamos sobre la piedra y Hermógenes me pidió el cigarro. "Esto que fuma usted
no vale nada. Lo de antes sí era bueno. Esos de
cuarterón
que se
engachaban a la garganta. Pero esto es demasiado fino para mí. La próxima vez que venga
traigase alguno aunque sea negro". Se lo prometí.
"Y digo yo, y usted que parece muy lista me lo responderá. ¿Por qué querrían
cargarse este pueblo de Numancia los romanos esos? Es que nunca puede la gente estarse
quieta y dejar vivir a los pobres". "Pues yo qué sé. Sería por eso del
imperialismo. Subían conquistando desde Andalucía y querían toda la península y esta
zona era buena para cereal, para el pastoreo, y además estaba de paso para el
norte". "Esos, esos, a esos si que no los conquistaron. Anda que no tienen
remoles los vascos. Porque digo yo, Andalucía vale, aquello es una tierra muy fértil y
hace un clima muy bueno, pero esto de aquí, por mucho que diga usted del cereal y eso. Si
aquí para conseguir una buena cosecha hay que freir la tierra con abonos y aún así
dejarla en barbecho. Hay que joderse con los romanos. Mire, por esa ladera se llega
directamente a la parte alta de las ruinas, nada más cruzar el río, y de seguro que ya
está alli. Imagínese a las mujeres de entonces lavando ahí mismo, frente a usted.
Debían ser mujeres fuertes y con rasgos así como de hombre, porque por esta zona a las
mujeres así las llaman pelendonas. Y los niños jugando alrededor de ella, seguro que
cazando ya pajarillos con liga, y cogiendo truchas y barbos. Lo que es la vida ¿verdad?.
Ala, vamos a seguir hasta el Arenalejo, una casa muy buena, de ricos".
Continuamos
por la ribera del Duero, que se encaja y ensancha, según el terreno. Hermógenes es
incansable. Pasamos por el Arenalejo y las tierras de la finca, monte de pinos todavía
pequeños, rodeadas de una alambrada.
"Párese aquí un momento. Mire allí enfrente,
al otro lado del río. Allí sobresalen unas piedras, como un escalón. Pues ese es el
campamento de Reza. Me fijé bien en todo el entorno, Numancia arriba, acosada,
vulnerable. Casi sin darnos cuenta llegamos hasta unos imponentes soportes de hormigón
para la variante.
"Mire, por ahí, aquel
regacho que
se ve a la otra orilla, lo ve. Pues ese es el arroyo de la Fuente del Rey, la más
importante de Soria. Ahora yo me vuelvo y usted no puede seguir por aquí, a no ser que
suba esa ladera tan pendiente, que la llevará hasta Peñamala y la ermita del Mirón. Eso
ya es de Soria".
Del
cerro de El Mirón a San Saturio
Me despedí de Hermógenes y me recordó lo del tabaco negro. "Qué leche, deme otro
de esos para la vuelta".
Me pregunté si yo también permitiría que a los ochenta
años alguien me impidiera fumar o hacer lo que me diera la gana. Me dije que no. Pero
quién sabe. Supongo que cualquier edad es buena para aferrarse a la vida. Subiendo la
endiablada ladera le dí la vuelta al pensamiento anterior y me dije que con ochenta años
me sería imposible subirla si seguía haciendo lo que me diera la gana.
Al llegar a la cumbre, ya casi de noche, ví brillar a lo lejos las luces del Polígono
Industrial y respaldándolo el
Pico Frentes por donde se ponía un sol de fuego. Pasé
junto a la ermita del Mirón donde ya la gente aprovechaba el veranillo de febrero para
practicar ese ejercicio tan mediterráneo que es salir a la calle y disfrutar del buen
tiempo.
©
Isabel
Goig
Garray
EL
SOTO DE GARRAY
Del
cerro de El Mirón a San Saturio
El
Valle de los ríos Tera, Razón y Razoncillo
Garray,
en el blog de Juan Carlos Menéndez
Castillos
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Garray (Numancia)
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