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Pasear
por los montes de Covaleda es una experiencia gratificante.
Covaleda
Existen varias rutas
bellísimas, mal llamadas turísticas, que exigen ganas de andar y un buen morral. A mi
juicio hay dos recorridos que son imprescindibles: el primero se trata de subir por el Muchachón
a los Llanos, hasta alcanzar el Pico, que es como llamamos al
Urbión:
contemplar el paisaje de las dos vertientes que señala su nombre, llenarse de aire
purísimo, bajar visitando las fuentes del Duero, las lagunas Larga y Helada,
y dejarse caer por la cara más agreste de la Laguna Negra contemplando desde lo
alto la tacita redonda y glaciar de esa laguna que, como dice la leyenda, no tiene
fondo...
El otro, a pie
llano, consiste en recorrer los parajes paradisiacos que van parejos al cauce del río
Duero en la ruta que llaman "de puente a puente", esto es: desde el de Santo
Domingo al Puente Soria, pasando por el Pozo San Millán (y contemplar los restos
de una antigua necrópolis medieval con sepulturas antropomórficas), los Apretaderos (las
hoces del Duero de una belleza extrema), el Refugio (lugar de solaz y descanso
donde se halla enclavado el camping).
Hay otros parajes
que encierran leyendas y consejas mágicas como el de
La Piedra Andadera, de
más de 10.000 arrobas; piedra que se apoyada sobre un vértice inestable y cuando se
le empuja por un lado, se balancea.
O las cuevas del Tío Melitón
que hablan de las faciendas de este bandolero que atemorizó el monte allá por los años
1850...
El tío Melitón
Mi
leyenda de la Laguna Negra
A poco de llegar don
Antonio Machado a Soria
como profesor de francés, tuvo noticias de que por tierra de pinares había unos parajes
espectaculares, naturaleza virgen, diametralmente opuestos al paisaje que había visto
desde el tren, la sobria estepa soriana de la que luego se enamoraría tan profundamente.
Sus amigos del Círculo enseguida organizaron una excursión a los montes de
Covaleda al objeto de ver in situ la Laguna Negra, esa bella desconocida de la que
se contaban un montón de leyendas. Tomaron unas caballerías y por el antiguo camino de
la Muedra (hoy pantano) se adentraron, Duero arriba, hasta llegar a mi pueblo. Hicieron
noche en la posada, contrataron a algún pastor como guía de monte, y dispusieron que a
la mañana siguiente subirían por el Becedo hasta los farallones de la laguna para
gozar de un día de solaz. Total, unas cuatro horas de camino. Al amor de la lumbre
era el tardío, seguramente hablaron de la laguna, y el pastor les iría
contando las leyendas que corren por el pueblo en torno a ella: que sus aguas son negras
porque es insondable, que está poblada por seres monstruosos, que cualquiera que se
atreva a violarla es objeto de una condena fulminante y voraz...
¿Qué más necesitaba don Antonio, poeta, para avivar su imaginación? No es extraño,
pues, que en sus poemas aparezca luego la Laguna Negra con ese halo mágico que encierra por
no tener fondo, y que la convierta en tumba eterna del padre de los malvados hijos en
La
tierra de Alvargonzález.
Antonio
Machado y La Tierra de Alvargonzález en SENDEROS IMAGINADOS
Entre las gentes de Covaleda siempre se ha alimentado la leyenda de que la Laguna Negra
tiene mucho de misteriosa e impenetrable. Y es bonito que así sea; precisamente éste es
uno de sus encantos, aparte de su belleza natural.
Una mañana de verano, de las muchas que acompañé a mi abuelo por las faldas del Urbión
en busca de pastos frescos por culpa del estío, nos llegamos a los parajes de la laguna.
Mientras las cabras ramoneaban por los altos, nos acercamos a la ribera donde las aguas
reposaban calmas y oscuras, casi negras.
Oye, Chiquito, ¿sabes que esta laguna no tiene fondo?
me dijo él mientras señalaba con la cachava el óvalo perfecto que forma la laguna
glaciar.
Yo me quedé pasmado mientras me imaginaba un agujero profundo que llegara a las
inmediaciones del centro de la tierra, es decir: a las puertas del Infierno, y observaba
con inquietud aquella masa azul-oscura que reflejaba como un gigantesco espejo las nubes
del cielo.
Por eso se llama negra, ¿lo sabías? ¿Y sabes,
también, que dentro hay unos bichos tan grandes que son capaces de devorar una cabra en
menos de lo que canta un gallo si cae en ella?
¡Ostras!
Consiguió que me asustara de verdad. Di un salto y me aparté
instintivamente del borde de aquellas aguas oscuras, traicioneras, al tiempo que me venía
a la cabeza la figura horrorosa del Demonio tal como lo había visto dibujado en el
Catecismo Escolar.
Y cuentan de un pastor siguió hablando mi abuelo que quería
impresionarme de una vez por todas que arrojó un carnero atado por los cuernos al
centro de la laguna, y al cabo de cinco minutos sólo sacó los cuernos mondos y lirondos
colgando de la cuerda.
Enseguida hice mis cálculos y deduje que un chaval como yo sólo duraría unos pocos
segundos en las fauces de estos monstruos caso de caer al agua..., así que eran lógicos
mi prevención y mi alejamiento de la orilla.
Y ahí quedó en mi subconsciente le leyenda de la Laguna Negra.
Pasó el tiempo. Mi abuelo murió. Yo hacía años que al pueblo sólo volvía en verano,
de vacaciones, y lo primero que hacía al día siguiente de mi llegada era lanzarme monte
arriba a empaparme de soledad y naturaleza salvaje. Lógicamente volvía a mis querencias
de niño, a ver las aguas de la laguna que para mí seguían siendo vírgenes e
intocables. Tenía muy presentes las leyendas que me contara mi abuelo y un cierto respeto
por ellas.
Cuando conocí la obra de don Antonio Machado y gocé de sus versos, descubrí que cada
vez que leía el poema de La tierra de Alvargonzález reavivaba aquellos
sueños que mi abuelo sembró en mi imaginación cuando niño, ahora ya matizados por los
años.
Y pasó lo que tenía que pasar. Un día, me armé de valor, pan, chorizo, buen calzado y
el perro. Era una mañana preciosa de julio, ideal para caminar; me lancé monte arriba
con la intención de llegarme hasta los cantiles de la laguna, paraje que aunque había
visto tantas veces, siempre me sorprendía como si fuera nuevo; digo yo que lo mágico de
la laguna debe de ser eso precisamente: que siempre parece distinta aunque siempre sea la
misma.
Cuando el sol estaba ya alto, me asomé por los roquedales que envuelven las aguas y me
sorprendió ver gente en los alrededores de la laguna que parecía estar anotando y
midiendo el relieve del contorno con un teodolito. Pensé: «Estarán tomando medidas para
trazar algún plano». Y me fui hasta ellos. Lo más sorprendente del caso es que había
dos individuos en una lancha neumática lanzando una especie de cuerda con nudos y una
pesa, que les servía para ir midiendo la profundidad del fondo. ¡Estaban sondando la
laguna!
El Sultán y yo estuvimos contemplando toda la operación discretamente subidos a
una roca, y cuando vimos que empezaban a recoger los bártulos nos acercamos hasta donde
estaban los que medían el fondo:
¿Me permiten que les haga una pregunta?
Ellos me miraron con una cierta sorpresa...
(Dicen los libros sagrados que el pecado original vino por la curiosidad de Eva que no
pudo soportar ver una culebra con una manzana en la boca y preguntó lo que no debía).
Tengo una gran curiosidad por saber cuánto mide de profundo la
laguna..., porque hay una leyenda que dice...
¡Ah, sí!, eso de que no tiene fondo... El capataz me miró
con un poco de compasión. Pues siento decepcionarte, joven, pero...
Según me miraba el hombre aquel sentí como un aldabonazo en la
conciencia que me hizo reflexionar («¿Pero qué estás haciendo, insensato? ¿Quieres
llevar eternamente sobre ti el baldón de desvelar el misterio? ¿Quieres destruir la
leyenda?») Reaccioné a tiempo:
Vale, perdone, gracias, no, no me diga nada. Prefiero no saberlo.
Adiós.
Y nos alejamos de aquellos buenos hombres, empleados de ICONA, como de la
peste, porque ellos buscaban hacer una mapa de la laguna, mientras que yo necesitaba
salvar el misterio.
¿Sabes cuánto mide en lo más profundo? me dijo uno de ellos
a voces cuando ya escalaba por las escarpaduras de la ladera norte.
Me volví como fulminado por un rayo:
¡No, ni me interesa! ¿No sabes lo que significa insondable?
¡Vámonos, Sultán!
Hasta hoy.
© Pedro
Sanz Lallana
Pedro Sanz
Covaleda
El tío Melitón, Pedro Sanz
Antonio
Machado,
La tierra de Alvargonzález
Aquellas
viejas carretas, Pedro Sanz Lallana
La Piedra Andadera,
Ángel Almazán
Fuentes
y Manantiales de Covaleda, José Ignacio Esteban Jauregui
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