Vida y leyenda del Tío Melitón
(Muerte a mano airada)

 

La Taberna de Gustav DoréLa posada era un lugar confortable aunque careciera de lujos. Por fuera se veía como una sólida construcción en piedra que cerraba el flanco norte de la plaza del pueblo, lo que hacía de él un edificio singular y céntrico. Allí acudían carruajes, carretas, indianos, tratantes y viajeros en general que se acercaban por Covaleda ya fuera de paso, para reponer fuerzas, o por cuestión de negocios. De Soria subía cada día la Rubia que era una diligencia polivalente, pues igual servía para traer pasajeros de levita, como para acarrear todo tipo de encargos, banastas de fruta, cajas de arenques y abadejo en salazón, amén del correo que era recogido fielmente por Simón, el cartero, con el soniquete habitual que el cochero ya se sabía de memoria:

—Esto cada día pesa más...

—Ya, ya; que vas para viejo, Simón, eso es lo que te pesa... —le respondía el otro desde el pescante.

En el lado oriental de la plaza, justo al lado de la casa del cura, había un pilón cavado en una piedra sillar donde abrevaban las caballerías y algún transeúnte desesperado zambullía la cabeza para lavarse la cara o refrescarse los días de calor. Al otro lado de la posada estaban las caballerizas y una fragua rudimentaria donde atendían a los caballos del tiro que fuera menester herrar para proseguir la ruta.

En el centro de la fachada se abría un ancho portalón en arco que permitía el acceso a viajeros y mercancías; en la época de frío servía para ponerse a resguardo de la cellisca o ver pasar blandamente las horas en una tarde de lluvia. Y luego, de frente, el salón principal con unas mesas de pino y unos bancos corridos donde se acomodaban los inquilinos en espera de la pitanza que solía preparar la posadera, lugar acogedor en cuya chimenea ardían troncos de roble al tardío o se gozaba del frescor de las gruesas paredes cuando apretaba la canícula del verano. En la planta superior se alineaban seis alcobas a lo largo de un corredor bien oreado y amplio ventanal, rematadas al fondo con una puerta que daba acceso al pajar donde se amontonaba la hierba seca para los caballos que también habían de reponer fuerzas. El pajar era un lugar destartalado, lleno de polvo y ratas. Se cuenta de un cliente que decía que él prefería dormir entre la hierba mejor que en un mullido colchón de lana, «porque era más sano...» Y Saturnina, la posadera, se encogía de hombros añadiendo por toda explicación: «Allá él, paga lo mismo...», pensando que no andaba bien de la cabeza.

En este salón principal, que hacía las veces de comedor y sala de espera, siempre había un rincón reservado para los del pueblo que, aunque no fueran viajeros, solían acercarse a la posada para charlar con el Hermógenes y enterarse de las noticias que traían los forasteros, mientras daban buena cuenta de un porrón de vino entre comentarios y chismes.

El tío Simón, el cartero, era uno de los más asiduos feligreses de la posada por mor de su oficio, pues cada tarde acudía a la diligencia de las seis para retirar la saca correspondiente con el correo del día que repartía a la mañana siguiente. Cuando podía, que eran las más de las noches, se juntaba con su cuadrilla para trasegar un par de porrones mientras hablaban de las cosas de la vida, de las novedades que traía el correo, de los acontecimientos locales o de las cosas de antaño... Por cierto, que le había llegado el último número de La Ilustración y en plena portada venía una señorita con un cuerpo que...

—¡Qué cuerpo, amigos míos, vaya formas..., lleva unas ligas de raso que te...! —y se puso a dibujar en el aire unas redondeces contundentes mientras reían socarrones sus contertulios.

—Pues para formas las de tu mujer, cartero gurrumio, que dicen que la tienes un poco abandonada, y con lo guapa que es no me extrañaría nada que estuviera buscando arrimo... —le dijo alguien a sus espaldas.

El cartero no necesitó girarse para saber de quién era aquella voz. Quedó con el gesto crispado en el aire sin acabar de modelar la escultural señorita que traía la portada de la revista. Tenía aquella maldita voz metida hasta los tuétanos porque siempre que podía le hurgaba en lo más sensible, en lo que duele a los hombres, lo que podía ofenderle de verdad: poner en duda su hombría; no necesitaba mirarle a los ojos para saber quién era y clavarle una mirada feroz, de odio, de rencor, de viejos resentimientos acumulados por ofensas parecidas y nunca vengadas.

Se contuvo con un respingo; Simón bajó lentamente los brazos, agarró el porrón con una violencia tiznada de amargura, dio un largo trago tratando de hacer pasar con el vino el poso de odio que se le iba acumulando en los hígados, se limpió con el dorso de la mano y sacó la petaca...

En el denso silencio que se desparramó por el salón, le dio tiempo a calcular que lo que más le dolía de todo esto no era el insulto, sino que el tipo aquel siguiera allí plantado en mitad de la puerta con una sonrisa torcida moviendo chulescamente la cabeza, a la espera de que se revolviera ciego contra él como una víbora para enzarzarse en una pelea o, cuando menos, plantarle cara mentando a su madre y provocar el empalme de la navaja que le llevaría a partirse el pecho, o callar agachando la cabeza y quedar por cabrón. Éste era su triste plan.

—Tranquilo, Simón — ya sabes cómo es el *Melintón. Le dijo uno de los de la cuadrilla mientras liaban el pitillo.

Desde luego que sabía cómo era el Melitón. Sólo con oler su presencia bastaba para que la hiel se le desbordara y naciera una vez más, firmada con un puñetazo en la mesa, la necesidad absoluta de una venganza inmediata y definitiva: «¡Dios! Por éstas que me las paga», se dijo entre dientes. Pero tenía que mantener la cabeza fría: no podía pelear contra él porque lo descuartizaría vivo allí mismo. Él era un hombre maduro, y Melitón era un mozarro de veinte años hechos de fuerza, navaja y monte.

El tío Simón se contuvo lo suficiente como para no vomitar toda su hiel y le respondió sordamente, mascando las palabras sin volver la cabeza, la cara clavada en la mesa de pino:

—Es la última vez que hablas de mi mujer delante de otros, Melitón. Te juro por Dios que me las vas a pagar..., por éstas —y se llevó los dedos índice y pulgar a la boca como simulando una cruz que besó con violencia, evocando muerte y desolación.

Melitón, desafiante, seguía plantado en el centro del arco de medio punto que marcaba la entrada de la posada, los pulgares clavados en la faja y la sonrisa ladeada. Se lo dijo a voces, sin ganas de disimular, sabiendo que le estaba retando. La mujer del cartero era muy guapa, todo el mundo lo sabía, esto le bastaba para lanzar una provocación más de las que solía hacer a diario, un ir buscando la ruina: la suya y la de los demás.

El verano andaba rondando por los pinares de Covaleda y se dejaba sentir el frescor agradable del atardecer. En las proximidades de San Juan, los días largos permitían salir a la fresca para hacer de la calle un mentidero de charlas y rumores. La posada era el lugar ideal. La cuadrilla de Simón congeniaba con el Hermógenes, el posadero, y se citaban allí al anochecer para que la Saturnina les sacara un porrón y, si se terciaba, completarlo con unos torreznillos.

Por eso acudió allí Melitón, un hombretón de casi dos metros de alto, fuerte, recién casado con una forastera de Cabrejas, Francisca García, la Cabrejana, que no era bien vista por la mayoría de sus vecinos por sus costumbres rudas y la forma brusca que tenía de dirigirse a la gente. «Hay que joderse con la Cabrejana, cuando habla parece que escupe veneno», decían.

Melitón Llorente era un hombre de hacha, morral y monte. Desde niño, como la mayoría de los chavales del pueblo, alternaba el ayudar a sus padres en casa con el cuidado de los rebaños de ovejas o cabras que todo el mundo tenía como medio de subsistencia. Esto le había dado un aire sano, fornido, y el hecho de ser rubio y querencioso en sus años de soltería, hizo que las mozas le apodaran con el significativo nombre de el Cariñoso, aunque en realidad no lo fuera.

Ya de casado le gustaba hacerse el encontradizo con las mujeres y decirles barbaridades, sin ningún miramiento, sin ningún pudor: a él todo le daba igual. Creía tener patente de corso para con todas ellas y se divertía lanzando puyas y opiniones sobre solteras y casadas, lo que le había acarreado muchas enemistades, algún encontronazo y amenazas más o menos veladas de los maridos o hermanos ofendidos, tal como acababa de sucederle ahora mismo en la posada.

«¿Pero no te das cuenta, so animal, de que van a ir todos a buscarte un día y no podrás valerte?», le decía la Cabrejana, celosa de que pusiera los ojos en todas menos en ella. «Déjame en paz», le gritaba por toda respuesta y le soltaba un bofetón en plena cara.

—Vámonos —dijo secamente Simón. Se levantaron los hombres en silencio y se tropezaron al salir de la posada con los ojos achinados y la sonrisa sarcástica de Melitón que se acariciaba la faja a la altura de donde se suponía escondía la navaja.

—Así que dices que te las voy a pagar, ¿eh? Adiós, gurrumio —fue el saludo cargado de desprecio que oyeron las espaldas de Simón, que se alejó en silencio ahogado en sus cavilaciones y en sus afrentas.

Covaleda, la cueva donde vivía "tío Melitón"Melitón era rudo en sus formas y soez con las mujeres, es cierto. A la suya la tenía sometida a una situación de animal: entregada, sumisa y con un palo en las costillas caso de que levantara la voz, lo que hizo que todo en ella fuera pura hiel. Y despechado. El monte confiere a los hombres un carácter roqueño que si se tuerce es de temer.

Melitón era aficionado a la caza. Se pavoneaba de que era una de las pocas escopetas buenas de Covaleda, la mejor y más certera en temas de corzo o jabalí. Sus fanfarronerías eran notables, no ya por exagerar frente a un porrón en cuanto al número de piezas y tamaños, sino por desafiar a cualquiera en cualquier cosa con ocasión y sin ella: «Te apuesto lo que quieras a que yo...», decía a voces para que se le oyera bien y se enterara todo el mundo; llegados a este punto, unos optaban por no escucharle; los más prudentes, por callar; y pocos eran los que se atrevían a plantarle cara como lo había hecho el Lerín, otro mozarrón de su edad que tuvo con él algo más que palabras por una cuestión de principios: «Que no te metas con las mujeres de mi familia, bocazas, que te vas a encontrar con un palmo de hierro en la tripa ¿me entiendes?» Cuando se lo dijo, allí, delante de todos, Melitón se limitó a sonreír para disimular el resquemor, se dio media vuelta y salió de la taberna. Ya en la calle, se puso a resoplar como un toro. Desde entonces se enconó una rivalidad entre ambos que acabaría años después en tragedia.

Sabían que era diestro manejando el cuchillo. Le habían visto desollar una res en menos de lo que cantaba un gallo, y el golpe de hacha en la nuca del animal era siempre infalible y fulminante como un rayo. Su corpulencia le permitía algunas ventajas sobre los demás. Y él lo sabía. Por eso era temido y odiado a partes iguales por las gentes de Covaleda: todo el mundo lo tenía muy claro, con el Melitón no se jugaba.

Había hecho una noche de perros. Cuando el cura fue a buscar el Libro de Nacimientos, tuvo que espabilar el brasero porque la mañana era glaciar, y la noche se había pasado entre celliscas y tormentas de nieve. «Noche de lobos», pensó el bueno de don Cándido, el párroco. Calentó el tintero entre las manos y cuando la tinta estuvo lo suficientemente fluida se aplicó a inscribir al neonato en la hoja correspondiente al año de 1838.

—¿Cómo dice que se llamará? —preguntó al padre de la criatura cuando acudió al curato para inscribirle.

—Pues no sé, señor cura; póngale el nombre que usted quiera, a mí me da igual —dijo secamente, estrujando la boina entre las manos. El cura se rascó el mentón y le volvió a preguntar:

—Entonces dice que nació ayer, ¿no es eso?

—Sí, señor. Ayer, día 10 de marzo, sobre las tres de la tarde, cuando empezó la tormenta de nieve...

Don Cándido tomó nota.

—Muy bien. Pues le pondremos el santo del día, ¿qué le parece?

—Como quiera.

Don Cándido se acercó a una alacena que tenía detrás de su escritorio donde guardaba los asuntos de la parroquia, libros religiosos y un Santorale Romanum al que acudía en casos como éste en que se le preguntaba por el santo del día y no recordaba por tratarse de una feria poco significativa en el calendario litúrgico. Allí conservaba, también, el Breviario que le regalaron cuando seminarista, ya muy gastado y roído por las puntas, el Libro de Defunciones y otras papelerías. Buscó la página correspondiente al día 10 y tradujo del latín: «San Melitón, obispo y mártir...»

—Caramba, un nombre bonito y muy sonoro: Melitón, ¿qué le parece?

—Bien —respondió el padre sin más comentarios.

—Así que se llamará: Melitón Llorente Rioja, ¿no es cierto?

— Sí, señor cura, así es.

Y don Cándido volvió a tomar nota.

—Muy bien, pues iremos preparando el baptisterio...

Años después, en la misma página pero con distinta letra y tinta azul, alguien añadió al margen del acta donde estaba inscrito el niño Melitón Llorente Rioja el expresivo apodo de el Célebre, que otra mano se encargó de completar, a su vez, poniendo al lado contrario el calificativo de el Terrorista.

Su vida, su muerte a mano airada, y la leyenda que nació con ambas, fueron causa de que el acta bautismal fuera completándose con adjetivos tan rotundos como los que le pusieron, y que el nombre de el tío Melintón provocara —todavía provoca—, sensaciones contradictorias a cualquiera que lo mencione en el pueblo que le vio nacer hace más de un siglo.

De leyendas como ésta quedan rastros en los personajes que don Antonio Machado glosó en La tierra de Alvargonzález cuando dice:

"Mucha sangre de Caín

tiene la gente labriega..."

Pero Melitón fue forjando su leyenda día a día con una tozudez asombrosa. Cuando no era la ofensa a la hombría de algún vecino, era el robo de ganado en el monte, o el sacrificio de una res ajena en beneficio propio, o el asalto a un pobre transeúnte que se cruzaba en su camino...; cada día buscaba una maldad distinta que él trataba de aquilatar, y era tal el lastre de miserias que dejaba tras su paso, que ellas mismas le fueron llevando inexorablemente hacia el callejón sin salida de la venganza y la muerte a mano airada, como no podía ser de otra forma.

*Melintón: aunque el nombre verdadero del personaje era Melitón, popularmente se le conocía como el tío Melintón, apodo con el que pasó a a la leyenda.
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© Pedro Sanz Lallana
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