La posada
era un lugar confortable aunque careciera de lujos. Por fuera se veía como una sólida
construcción en piedra que cerraba el flanco norte de la plaza del pueblo, lo que hacía
de él un edificio singular y céntrico. Allí acudían carruajes, carretas,
indianos, tratantes y
viajeros en general que se acercaban por
Covaleda
ya fuera de paso, para reponer fuerzas, o por cuestión de negocios. De Soria subía cada
día la Rubia que era una diligencia polivalente, pues igual servía para
traer pasajeros de levita, como para acarrear todo tipo de encargos, banastas de fruta,
cajas de arenques y abadejo en salazón, amén del correo que era recogido fielmente por
Simón, el cartero, con el soniquete habitual que el cochero ya se sabía de memoria:
—Esto cada
día pesa más...
—Ya, ya;
que vas para viejo, Simón, eso es lo que te pesa... —le respondía el otro desde el
pescante.
En el lado
oriental de la plaza, justo al lado de la casa del cura, había un pilón cavado en una
piedra sillar donde abrevaban las caballerías y algún transeúnte desesperado zambullía
la cabeza para lavarse la cara o refrescarse los días de calor. Al otro lado de la posada
estaban las caballerizas y una fragua rudimentaria donde atendían a los caballos del tiro
que fuera menester herrar para proseguir la ruta.
En el centro de la fachada se abría un ancho portalón en arco que permitía el acceso a
viajeros y mercancías; en la época de frío servía para ponerse a resguardo de la
cellisca o ver pasar blandamente las horas en una tarde de lluvia. Y luego, de frente, el
salón principal con unas mesas de pino y unos bancos corridos donde se acomodaban los
inquilinos en espera de la pitanza que solía preparar la posadera, lugar acogedor en cuya
chimenea ardían troncos de roble al tardío o se gozaba del frescor de las gruesas
paredes cuando apretaba la canícula del verano. En la planta superior se alineaban seis
alcobas a lo largo de un corredor bien oreado y amplio ventanal, rematadas al fondo con
una puerta que daba acceso al pajar donde se amontonaba la hierba seca para los caballos
que también habían de reponer fuerzas. El pajar era un lugar destartalado, lleno de
polvo y ratas. Se cuenta de un cliente que decía que él prefería dormir entre la hierba
mejor que en un mullido colchón de lana, «porque era más sano...» Y Saturnina,
la posadera, se encogía de hombros añadiendo por toda explicación: «Allá él, paga
lo mismo...», pensando que no andaba bien de la cabeza.
En este salón principal, que hacía las veces de comedor y sala de espera, siempre había
un rincón reservado para los del pueblo que, aunque no fueran viajeros, solían acercarse
a la posada para charlar con el Hermógenes y enterarse de las noticias que traían los
forasteros, mientras daban buena cuenta de un porrón de vino entre comentarios y chismes.
El tío Simón, el cartero, era uno de los más asiduos feligreses de la posada por mor de
su oficio, pues cada tarde acudía a la diligencia de las seis para retirar la saca
correspondiente con el correo del día que repartía a la mañana siguiente. Cuando
podía, que eran las más de las noches, se juntaba con su cuadrilla para trasegar un par
de porrones mientras hablaban de las cosas de la vida, de las novedades que traía el
correo, de los acontecimientos locales o de las cosas de antaño... Por cierto, que le
había llegado el último número de La Ilustración y en plena portada venía una
señorita con un cuerpo que...
¡Qué
cuerpo, amigos míos, vaya formas..., lleva unas ligas de raso que te...! y se puso
a dibujar en el aire unas redondeces contundentes mientras reían socarrones sus
contertulios.
Pues para
formas las de tu mujer, cartero
gurrumio, que dicen que la tienes un poco abandonada, y con lo guapa
que es no me extrañaría nada que estuviera buscando arrimo... le dijo alguien a
sus espaldas.
El cartero no
necesitó girarse para saber de quién era aquella voz. Quedó con el gesto crispado en el
aire sin acabar de modelar la escultural señorita que traía la portada de la revista.
Tenía aquella maldita voz metida hasta los tuétanos porque siempre que podía le hurgaba
en lo más sensible, en lo que duele a los hombres, lo que podía ofenderle de verdad:
poner en duda su hombría; no necesitaba mirarle a los ojos para saber quién era y
clavarle una mirada feroz, de odio, de rencor, de viejos resentimientos acumulados por
ofensas parecidas y nunca vengadas.
Se contuvo con un respingo; Simón bajó lentamente los brazos, agarró el porrón con una
violencia tiznada de amargura, dio un largo trago tratando de hacer pasar con el vino el
poso de odio que se le iba acumulando en los hígados, se limpió con el dorso de la mano
y sacó la petaca...
En el denso silencio que se desparramó por el salón, le dio tiempo a calcular que lo que
más le dolía de todo esto no era el insulto, sino que el tipo aquel siguiera allí
plantado en mitad de la puerta con una sonrisa torcida moviendo chulescamente la cabeza, a
la espera de que se revolviera ciego contra él como una víbora para enzarzarse en una
pelea o, cuando menos, plantarle cara mentando a su madre y provocar el empalme de la
navaja que le llevaría a partirse el pecho, o callar agachando la cabeza y quedar por
cabrón. Éste era su triste plan.
Tranquilo,
Simón
ya sabes
cómo es el *Melintón. Le dijo uno de los de la cuadrilla mientras liaban el
pitillo.
Desde luego que
sabía cómo era el Melitón. Sólo con oler su presencia bastaba para que la hiel se le
desbordara y naciera una vez más, firmada con un puñetazo en la mesa, la necesidad
absoluta de una venganza inmediata y definitiva: «¡Dios! Por éstas que me las
paga», se dijo entre dientes. Pero tenía que mantener la cabeza fría: no podía
pelear contra él porque lo descuartizaría vivo allí mismo. Él era un hombre maduro, y
Melitón era un mozarro de veinte años hechos de fuerza, navaja y monte.
El tío Simón se contuvo lo suficiente como para no vomitar toda su hiel y le respondió
sordamente, mascando las palabras sin volver la cabeza, la cara clavada en la mesa de
pino:
Es la
última vez que hablas de mi mujer delante de otros, Melitón. Te juro por Dios que me las
vas a pagar..., por éstas y se llevó los dedos índice y pulgar a la boca como
simulando una cruz que besó con violencia, evocando muerte y desolación.
Melitón,
desafiante, seguía plantado en el centro del arco de medio punto que marcaba la entrada
de la posada, los pulgares clavados en la faja y la sonrisa ladeada. Se lo dijo a voces,
sin ganas de disimular, sabiendo que le estaba retando. La mujer del cartero era muy
guapa, todo el mundo lo sabía, esto le bastaba para lanzar una provocación más de las
que solía hacer a diario, un ir buscando la ruina: la suya y la de los demás.
El verano andaba rondando por los pinares de Covaleda y se dejaba sentir el frescor
agradable del atardecer. En las proximidades de San Juan, los días largos permitían
salir a la fresca para hacer de la calle un mentidero de charlas y rumores. La posada era
el lugar ideal. La cuadrilla de Simón congeniaba con el Hermógenes, el posadero, y se
citaban allí al anochecer para que la Saturnina les sacara un porrón y, si se terciaba,
completarlo con unos torreznillos.
Por eso acudió allí Melitón, un hombretón de casi dos metros de alto, fuerte, recién
casado con una forastera de Cabrejas, Francisca García, la Cabrejana, que no era
bien vista por la mayoría de sus vecinos por sus costumbres rudas y la forma brusca que
tenía de dirigirse a la gente. «Hay que joderse con la Cabrejana, cuando habla parece
que escupe veneno», decían.
Melitón Llorente era un hombre de hacha, morral y monte. Desde niño, como la mayoría de
los chavales del pueblo, alternaba el ayudar a sus padres en casa con el cuidado de los
rebaños de ovejas o cabras que todo el mundo tenía como medio de subsistencia. Esto le
había dado un aire sano, fornido, y el hecho de ser rubio y querencioso en sus años de
soltería, hizo que las mozas le apodaran con el significativo nombre de el Cariñoso,
aunque en realidad no lo fuera.
Ya de casado le gustaba hacerse el encontradizo con las mujeres y decirles barbaridades,
sin ningún miramiento, sin ningún pudor: a él todo le daba igual. Creía tener patente
de corso para con todas ellas y se divertía lanzando puyas y opiniones sobre solteras y
casadas, lo que le había acarreado muchas enemistades, algún encontronazo y amenazas
más o menos veladas de los maridos o hermanos ofendidos, tal como acababa de sucederle
ahora mismo en la posada.
«¿Pero no te das cuenta, so animal, de que van a ir todos a buscarte un día y no
podrás valerte?», le decía la Cabrejana, celosa de que pusiera los ojos en
todas menos en ella. «Déjame en paz», le gritaba por toda respuesta y le soltaba
un bofetón en plena cara.
Vámonos
dijo secamente Simón. Se levantaron los hombres en silencio y se tropezaron al
salir de la posada con los ojos achinados y la sonrisa sarcástica de Melitón que se
acariciaba la faja a la altura de donde se suponía escondía la navaja.
Así que
dices que te las voy a pagar, ¿eh? Adiós, gurrumio fue el saludo cargado de
desprecio que oyeron las espaldas de Simón, que se alejó en silencio ahogado en sus
cavilaciones y en sus afrentas.
Melitón era rudo en sus
formas y soez con las mujeres, es cierto. A la suya la tenía sometida a una situación de
animal: entregada, sumisa y con un palo en las costillas caso de que levantara la voz, lo
que hizo que todo en ella fuera pura hiel. Y despechado. El monte confiere a los hombres
un carácter roqueño que si se tuerce es de temer.
Melitón era aficionado a la caza. Se pavoneaba de que era una de las pocas escopetas
buenas de Covaleda, la mejor y más certera en temas de corzo o jabalí. Sus
fanfarronerías eran notables, no ya por exagerar frente a un porrón en cuanto al número
de piezas y tamaños, sino por desafiar a cualquiera en cualquier cosa con ocasión y sin
ella: «Te apuesto lo que quieras a que yo...», decía a voces para que se le
oyera bien y se enterara todo el mundo; llegados a este punto, unos optaban por no
escucharle; los más prudentes, por callar; y pocos eran los que se atrevían a plantarle
cara como lo había hecho el Lerín, otro mozarrón de su edad que tuvo con él
algo más que palabras por una cuestión de principios: «Que no te metas con las
mujeres de mi familia, bocazas, que te vas a encontrar con un palmo de hierro en la tripa
¿me entiendes?» Cuando se lo dijo, allí, delante de todos, Melitón se limitó a
sonreír para disimular el resquemor, se dio media vuelta y salió de la taberna. Ya en la
calle, se puso a resoplar como un toro. Desde entonces se enconó una rivalidad entre
ambos que acabaría años después en tragedia.
Sabían que era diestro manejando el cuchillo. Le habían visto desollar una res en menos
de lo que cantaba un gallo, y el golpe de hacha en la nuca del animal era siempre
infalible y fulminante como un rayo. Su corpulencia le permitía algunas ventajas sobre
los demás. Y él lo sabía. Por eso era temido y odiado a partes iguales por las gentes
de Covaleda: todo el mundo lo tenía muy claro, con el Melitón no se jugaba.
Había hecho una noche de perros. Cuando el cura fue a buscar el Libro de Nacimientos,
tuvo que espabilar el brasero porque la mañana era glaciar, y la noche se había pasado
entre celliscas y tormentas de nieve. «Noche de lobos», pensó el bueno de don
Cándido, el párroco. Calentó el tintero entre las manos y cuando la tinta estuvo lo
suficientemente fluida se aplicó a inscribir al neonato en la hoja correspondiente al
año de 1838.
¿Cómo
dice que se llamará? preguntó al padre de la criatura cuando acudió al curato
para inscribirle.
Pues no
sé, señor cura; póngale el nombre que usted quiera, a mí me da igual dijo
secamente, estrujando la boina entre las manos. El cura se rascó el mentón y le volvió
a preguntar:
Entonces
dice que nació ayer, ¿no es eso?
Sí,
señor. Ayer, día 10 de marzo, sobre las tres de la tarde, cuando empezó la tormenta de
nieve...
Don Cándido
tomó nota.
Muy bien.
Pues le pondremos el santo del día, ¿qué le parece?
Como
quiera.
Don Cándido se
acercó a una alacena que tenía detrás de su escritorio donde guardaba los asuntos de la
parroquia, libros religiosos y un Santorale Romanum al que acudía en casos como
éste en que se le preguntaba por el santo del día y no recordaba por tratarse de una
feria poco significativa en el calendario litúrgico. Allí conservaba, también, el Breviario
que le regalaron cuando seminarista, ya muy gastado y roído por las puntas, el Libro
de Defunciones y otras papelerías. Buscó la página correspondiente al día 10 y
tradujo del latín: «San Melitón, obispo y mártir...»
Caramba, un
nombre bonito y muy sonoro: Melitón, ¿qué le parece?
Bien
respondió el padre sin más comentarios.
Así que se
llamará: Melitón Llorente Rioja, ¿no es cierto?
Sí,
señor cura, así es.
Y don Cándido
volvió a tomar nota.
Muy bien,
pues iremos preparando el baptisterio...
Años después,
en la misma página pero con distinta letra y tinta azul, alguien añadió al margen del
acta donde estaba inscrito el niño Melitón Llorente Rioja el expresivo apodo de el
Célebre, que otra mano se encargó de completar, a su vez, poniendo al lado contrario
el calificativo de el Terrorista.
Su vida, su muerte a mano airada, y la leyenda que nació con ambas, fueron causa
de que el acta bautismal fuera completándose con adjetivos tan rotundos como los que le
pusieron, y que el nombre de el tío Melintón provocara todavía
provoca, sensaciones contradictorias a cualquiera que lo mencione en el pueblo que
le vio nacer hace más de un siglo.
De leyendas como ésta quedan rastros en los personajes que don Antonio Machado glosó en
La
tierra de Alvargonzález cuando dice:
"Mucha
sangre de Caín
tiene la gente
labriega..."
Pero
Melitón fue forjando su leyenda día a día con una tozudez asombrosa. Cuando no era la
ofensa a la hombría de algún vecino, era el robo de ganado en el monte, o el sacrificio
de una res ajena en beneficio propio, o el asalto a un pobre transeúnte que se cruzaba en
su camino...; cada día buscaba una maldad distinta que él trataba de aquilatar, y era
tal el lastre de miserias que dejaba tras su paso, que ellas mismas le fueron llevando
inexorablemente hacia el callejón sin salida de la venganza y la muerte a mano airada,
como no podía ser de otra forma.
*Melintón: aunque el nombre verdadero del personaje era
Melitón, popularmente se le conocía como el tío Melintón, apodo con el que pasó a a
la leyenda.
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© Pedro Sanz Lallana
correo de Pedro Sanz
Blog
de Pedro Sanz
(primer capítulo de su novela,
Muerte a Mano Airada (Vida y leyenda de El Tío Melitón)
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