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“Hilorios, trasnochos y otras conteras”
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La Cruz del Estudiante
En una de mis visitas a
Deza me contaron una historia, una de tantas como he escuchado en esta
tierra de Soria. Me dijeron que en el camino que discurre entre Deza y
Cihuela hay una cruz que llaman “Del Estudiante”, y que está allí en
recuerdo del amor entre un muchacho que aprendía saberes universales y
una gitanilla. Parece ser que ese idilio nunca pudo llegar a buen puerto
por razones obvias, pues por aquellas calendas eran esos amores
prohibidos por ambas familias. No me dijeron la fecha, pero podríamos
establecerla hacia 1930.
El muchacho, desolado,
cambió unos saberes por otros y vistió unos hábitos, marchó a Suramérica
en misión de su orden y, finalmente y sin olvidar jamás a la gitanilla,
los colgó y formó pareja con una muchacha morena con quien tuvo numerosa
descendencia y que le recordaba a la otra.
Aquella historia se me
olvidó por completo. Un día queríamos visitar lo que todavía quedara de
la granja de Mazalacete y recorrimos caminando el trecho entre Deza y
Cihuela, escuchando el agua abundante de las numerosas fuentes de ambas
entornos. De pronto vimos la cruz y junto a ella a dos muchachos que se
cogían las manos amorosamente. Tendrían apenas dieciséis años y ambos
eran morenos de piel y exóticos de rasgos.
Mientras Concha y
Luisa, mis hermanas que aquella tarde me acompañaban, seguían caminando,
yo me detuve y me interesé por aquellos muchachos tan jóvenes y tan
ilusionados.
Él se llamaba Manuel y
ella Carmen. Y me contaron la historia, aquella que ya sabía, del
estudiante enamorado de la gitanilla. Manuel era bisnieto del estudiante
que se marchó a Bolivia y llevaba ese nombre en honor de su bisabuelo,
quien había hecho prometer, generación tras generación, que si en algún
momento la vida les llevaba a España, no dejaran de acercarse a Deza y
preguntar por el lugar donde se reunía con la gitanilla, enterrando en
él dos mechones de pelo que siempre le acompañaban dentro de una cajita.
La vida trajo a Manuel a España, concretamente a Soria, donde
necesitaban inmigrantes para la tala de pinos.
Carmen era la bisnieta
de la gitanilla, y también llevaba en su honor ese nombre. A ella, su
bisabuela, que todavía vivía en Alhama de Aragón, le había contado la
historia y con ese poder de adivinación que tienen las mujeres gitanas,
la instó a que fuera el mismo día y a la misma hora en que, estaba
segura, iba a llegar alguien de muy lejos con un recado de su antiguo
amor, un amor que ella llevaba escondido en su corazón y sólo lo había
transmitido a esa chiquilla.
Los muchachos,
sorprendidos por la presencia de la cruz e impresionados por que la
bisabuela todavía vivía, decidieron no enterrar los mechones de cabello,
y con la caja en la mano se disponían a llevarlos a la vieja gitanilla,
cuando yo interrumpí ese momento que adivino era el comienzo de otro
amor, este ya no imposible, pues Carmen, la bisabuela, haría lo posible
para que llegara a buen puerto.
©
Isabel Goig
Deza
Cihuela
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Camino de Peñamala
El camino que roza la verja del Hospital Provincial, o del Mirón, es
conocido en Soria como Camino de Peñamala. Si se recorre hasta el
final conduce al río Duero, y si se toma una senda que sale a la
derecha, pasadas las perreras, se bordea el río y se llega hasta la
muralla y la ermita del Mirón.
Hasta hace pocos años era un paseo delicioso, pero de un tiempo acá,
nada más pasar la casa de la familia Del Olmo, la parte izquierda de la
senda la han destinado a vertedero o escombrera donde, en principio, no
se permite depositar restos orgánicos, aunque ya veremos con el paso
tiempo.
Yo antes paseaba por allí, pero ahora evito hacerlo. Al final de la
senda hay un espacio que llama la atención, pues puede verse que en
tiempos relativamente recientes estuvo acondicionado como merendero y
luego fue destruido.
Una tarde encontré allí a un anciano, sentado en lo que había sido un
banco de piedra y que ahora aparecía tumbado en el suelo. Miraba
fijamente las mansas aguas del Duero. Me senté a pegar con él la hebra y
fumar un cigarrillo a lo que fui acompañada por el anciano.
Naturalmente, apenas lo hubimos encendido, le pregunté por ese espacio
que tanto me había llamado la atención y por su destrozo.
El hombre, de quien no recuerdo el nombre, me explicó que las piedras
que nos respaldaban y todo el entorno formaron parte de una cantera,
propiedad en su día de “los anarquistas”, grupo al que él había
pertenecido en su juventud. Después de la Guerra Civil, naturalmente, la
cantera fue expropiada, junto con otros bienes de la CNT. Pasados los
años y como el espacio estaba abandonado y él y otros viejos cenetistas
se sentían con ciertos derechos, al menos culturales y sentimentales,
decidieron que tal vez no molestarían a nadie si en aquel precioso y
protegido rincón iban construyendo un pequeño merendero donde poder
reunirse y hablar, jugar a las cartas, merendar, recordar viejos tiempos
y pasar agradablemente las tardes del verano.
Durante dos años, ilusionados, llevaron a cabo un trabajo que les costó
mucho esfuerzo, pues todo había que transportarlo a mano o en
carretillas. Aprovecharon lo que la naturaleza les ofrecía: piedras,
maderas y vegetación. Plantaron árboles ya algo crecidos para que dieran
sombra cuanto antes. El verano del segundo año lo inauguraron y durante
varias temporadas aquel lugar muerto se convirtió en otro muy vivo.
Todos los que pasaban por allí, en verdad pocos, se paraban gratamente
sorprendidos. Pero un día dio en pasear por ese lugar un individuo
untuoso, uno de los que había contribuido a que aquello fuera expropiado
en su día y había propiciado la compra por parte de un rico soriano. En
cuanto llegó a casa llamó por teléfono al propietario con quien tenía
línea directa y escuchó las órdenes que fueron cumplidas
escrupulosamente.
En una sola noche fue destruido el merendero que había costado dos años
construirlo, aunque los escombros, a pesar de tener cerca el vertedero,
nunca llegaron a retirarse. Tal vez permanezcan en el lugar como aviso a
personas desobedientes con la autoridad.
©
Isabel Goig
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El roblealto de Fuentelpuerco
Cerca de Berlanga de Duero se encuentra el pueblo de Fuentetovar,
que antes se llamó Fuentelpuerco, ambos topónimos acertados, pues
seguro que algún chancho bebió agua de su fuente, y los duques de
Frías, apellidados Tovar, fueron señores de ese lugar.
Uno de los montes de esa localidad corona su cumbre con un solemne,
majestuoso y anciano roble, al que se conoce como Roblealto. Sabido es
que el roble es nombrado “recio guardián de la puerta”. Que el muérdago
de este árbol era el más utilizado en ceremonias, el que el druida
cortaba con mimo y hoz de oro, revestido con la pompa necesaria. El
monte de roble se encuentra escoltado por las hayas y admirado por las
encinas. Enmedio de esas especies también sacras, las hojas lobuladas de
los robles y sus cambios de color, provocan en los humanos una mezcla de
admiración, magia y seguridad, a la que contribuyen esas historias
contadas una y otra vez por fabulistas, historiadores y por nuestros
propios abuelos de la tercera, cuarta o quinta generación.
Lo que sigue a continuación no forma parte de mi afición de cuentista,
resulta que esta leyenda fue ya recogida por Juan Carlos Hervás en un
periódico soriano. Dice la tradición oral que junto al Roblealto de
Fuentetovar se apareció la virgen a un pastor de Bayubas de Arriba,
aunque no esté claro si se trató de aparición, visión, o una de esas
jugarretas que nos hace el subconsciente en la duermevela. El caso fue
que el tal pastor se quedó medio dormido debajo del “Roblealto”, después
de una gran tormenta de piedra, como llaman al granizo por estas
tierras, y al despertarse encontró junto a él un escrito y una estampa
de la virgen.
Escrito y estampa fueron con el tiempo protegidos por una funda de cobre
con mango y procesionada cuando el cielo amenazaba tomenta de pedrisco.
Hace unos cien años, la reliquia fue vendida por una fanega de trigo,
pero los propietarios nuevos se vieron obligados a devolverla porque
cuando ellos la sacaban en procesión caía más piedra, como si el cielo,
enfurecido, tratara de castigar a los descendientes de aquel pastor
piadoso que se durmió –como Alvargonález junto a una fuente- él debajo
del árbol sagrado.
No se sabe, como en todos los temas mágicos, qué provoca que la vecina
localidad de Valverde se libre también de las tormentas. Cuando las
reliquias se procesionan, el granizo, la piedra, se desvía hacia pueblos
de alrededor, a excepción de Valverde. Tal vez la familia del pastor
piadoso sea oriunda de ese lugar.
Existe otra tradición relacionada
también con el Roblealto, menos mágica, y en ella se afirma que si se
daña el árbol caerá sobre los cultivos una pedregada. El roble, anciano
y majestuoso, por él mismo, sin necesidad de estampas ni reliquias,
trata de defenderse de la sinrazón humana. Al parecer, muchos años
atrás, cuando se podó el roble, haciéndolo tal vez en exceso, como ya
advertía don José Tudela que no debía hacerse, una gran tormenta de
granizo arrasó los campos.
©
Isabel Goig
Fuentetovar |
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