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LEYENDAS DE LA ALCARAMA Abel Hernández Madrid, 2011 |
Leer un libro de Abel Hernández es siempre garantía de quedar satisfechos. Es la solidez narrativa que nunca pasa de moda, como el contundente traje de raya diplomática, o los chaqués y smokings de las ceremonias. No sé si Abel estará o no de acuerdo en que se le sitúe junto a los miembros de la Generación Literaria del 98, pero particularmente creo que cumple todos los requisitos: el interés por Castilla, por la Castilla profunda de pueblos deshabitados, e incluso ruinosos, algo heredado de los románticos. Recorren esas tierras y las dejan, para siempre, plasmadas en sus escritos, para los siglos de los siglos. Las dignifican. Se interesaban también, como hace Abel, especialmente en Leyendas de la Alcarama, por las fábulas y las tradiciones, por los personajes. Llegaron al pueblo llano, todos y cada uno de ellos, a través de las palabras que habían usado toda la vida. Con Leyendas de la Alcarama se cierra la trilogía iniciada en 2008 con Historias de la Alcarama y continuada con El caballo de cartón. Y tal vez a alguien se le ocurra la pregunta de ¿para tanto da la Sierra de la Alcarama y concretamente Sarnago? Pues sí, la Alcarama, Sarnago, o los pueblos de alrededor, como cualquier otro espacio, soriano o no, puede servir, y de hecho así ha sido, de inspiración a todo aquel que se acerque, como sucedió con Julio Llamazares, o con César Sanz y Jesús Monge, a través de la imagen, y con Isabel Goig, a través de su última novela. Por cierto, César Sanz es el autor de la foto de la portada, y Cristina Ortiz de las ilustraciones del interior. No se trata de que la Sierra de la Alcarama dé mucho de sí, que también, es que cada uno de nosotros ha aportado, y espero que sigamos haciéndolo, su particular visión sobre un espacio que unos ven mágico, otros profundamente telúrico, y otros, acaso, humano, demasiado humano. O todo a la vez. En esta, digamos, tercera entrega, Abel Hernández, sarnagués, nos ofrece un buen ramillete de leyendas que durante siglos han convivido con la dura realidad de los pueblos de la Sierra y, en general, con todos los de Soria. Tal vez, durante muchos años, fue necesario acudir a ellas, creo que fueron muy socorredoras. En primer lugar por la necesidad de ocupar el tiempo libre que ahora invade la televisión y, fundamentalmente, porque la dureza de la vida requería de muchos cuentos, de muchas leyendas, a veces más duras que la vida misma, y por eso balsámicas para el espíritu. Mezclada con esas leyendas de templarios y reyes astures, Abel cuenta una historia real, porque real podía haber sido, si no es que lo fue, y en todo caso, tan real como todas esas historias que inventan los escritores. Es una historia que con el tiempo, creo que será así, acabará convirtiéndose en leyenda, porque, como el autor responde a la pregunta de cuál es más verdadera, la historia o la leyenda, “No lo sé, puede que la leyenda, por eso perdura más”. Es una historia de amor, de ese amor atemporal, entre la hija del poderoso y el hijo del buhonero. La literatura universal nos ha dejado ejemplos de estos amores que parecen imposibles, y que en algunos casos lo fueron: Isabel de Segura y Juan Martínez, Romeo y Julieta, Tarantos y Zorongos, o la obra de Lorca Bodas de Sangre, por citar sólo los más famosos. Uno de los aspectos fascinantes de Abel Hernández es el dominio de palabras ya en desuso, de expresiones, tanto de agricultores como de ganaderos, que se van perdiendo, y siendo pesimista, como lo eran también los escritores del 98, desaparecerán, como tantos pueblos de Castilla y de Aragón también. El maldito progreso que ha confundido el culo con las témporas. Es una auténtica maravilla leer las descripciones que hace Abel de las cosas sencillas, pero fundamentales. Isabel Goig |
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