Algondrón
debió ser una alqueria musulmana, ni mejor ni peor que otras. A nosotros
sólo nos ha llegado una casa, la Casa de Algondrón y una alberca, por
cierto, bien rematada con sillarejos, donde se remansa el arroyo que viene
de Iruecha -Hyrocha en el siglo XIII-, gracias al cual se puede disponer
de tierras de labor, no de mucha, también de paredes, de escarpes rocosos,
por donde se pierden las cabras que mitigan el hambre en los encinares que
jalonan el valle donde crecen escasos árboles frutales.
Ya se
daba por finalizado el siglo XII cuando el Santo Prelado, don Martin de
Finojosa, puso el sello en la escritura de donación. Y asi pasó la Parroquial de
Algondrón, con todo su término redondo, derechos, diezmos, prados, tierras
altas y bajas, labradas y sin labrar: con todo aquello que el cabildo de
esta de Sigüenza podía
y
debia pertenecer desde las divisas de- los lugares
de Judes, Iruecha, y sus
términos, hasta el alfoz de Alcardenche inclusive,
a manos del Monasterio de Santa María
de Huerta.
Pero
como el tiempo todo lo puede, allá por el siglo XIV, su unidad como núcleo de
convivencia social, dado el medio con el que tuvieron que contar sus moradores,
por lo visto, comenzó a declinar. El hecho es que ni el Arciprestazgo de
Medinaceli, a cuya Comunidad tuvo que pertenecer, ni el Obispado de Sigüenza, se
llamaron a capitulo. Tampoco el Obispo don Rodrigo, de Sigüenza, aun estando en
plena expansión territorial le llegó a prestar atención. Recibieron por su parte
más complacencia los pozos salineros que la naturaleza habla hecho posible,
dentro de su demarcación para mejor provecho de los hombres y mayor gloria del
Todopoderoso.
Gracias
a la sal, los Obispos de Sigüenza pudieron rematar sus sueños de grandeza y
levantaron una catedral, a la que el pueblo no dudó en llamar la «Catedral de la
Sal», no sabemos si fue siguiendo o no el dictado de los segovianos que llaman a
la suya de la «Lana», siempre guiados por el amor a Dios o por el testimonio de
fe que, con su martirio, nos legó para siempre Santa Librada.
La alta
tecnología que los romanos habían utilizado para la explotación de la naturaleza
no cayó en desuso durante la ocupacion musulmana. De ella supieron sacar
provecho moros, judíos y cristianos, hasta que llegaron los de La Cerda y se
instalaron en Medinaceli.
De esta
forma quedó conformado un triángulo de poder, en realidad, un
oligopolio. Sigüenza y Santa María de Huerta, equidistantes de Medinaceli. Los
pozos, siguiendo sus pautas naturales, fueron alimentando el ego, cada vez más
insatisfecho, de los de La Cerda, hasta que al final todos terminaron tirándose
los trastos a la cabeza.
Con el
tiempo, la sal, como bien de consumo de primer orden, fue estancada por la
Hacienda Pública y fuente de saneados ingresos fiscales. Los de Soria tuvieron
que abrir un camino, el camino salinero, que llegaba hasta los pozos de Imón,
entre otros, de los que se abastecían los alfolíes de Almazán, Soria y El Burgo
de Osma.
El Coto
del Monasterio de Huerta fue engrandeciéndose, de tal suerte, que las donaciones
que fue recibiendo, dispersas y sin viabilidad propia, a medida que los
conversos pasaron a ser hombres libres o cuasi libres, hizo imposible su
gobernabilidad, una de las causas de su decadencia. La dificultad en las
comunicaciones obraba en contra de una gestión óptima. Los males nunca
sobrevienen solos.
A pesar de las dificultades y del empujoncito de
Madoz, los monjes de Huerta se las arreglaron para volver a Algondrón. Allí, en
su Casa, hicieron un pequeño oratorio. Pero sus almas, aquejadas por la
soledad, sin más halagos que los provenientes de la naturaleza, terminaron,
afortunadamente para ellos, por sucumbir ante la realidad que les oprimia y
abandonaron el lugar para siempre.
©
Emilio Ruiz, de su libro:
Camino de la memoria,
Emilio Ruiz
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