Diego Aldasoro

 

 

 

"Las manos de la abuela Isidra"
Por Isabel Goig

En el pueblo pequeño, en la gran ciudad, en el barrio ruidoso, allá donde los ancianos son llevados y traídos. Mirar el mar, mirar la campiña, pasar los ojos por las calles estrechas, sin sol, dejar caer la mirada sobre la ropa tendida, añorar la torre de la iglesia, la puerta carcomida por el viento seco, la lumbre encendida en pleno verano. Fijarse en las manos, mirar las manos, unir una con otra, y recordar.

Las manos ahora están suaves, han recuperado eso que llaman el ph, ¿qué es el ph? Se lo explicó el nieto, algo así como el grado de humedad, de hidratación. Ah! las manos. Cuando pequeña bordaban primores, escribían cuentas y cuentos, cargaban cántaros con agua, recolectaban frutillos del campo, acariciaban la vieja muñeca de trapo. Después, cuando ya sabían dibujar los números y las letras, formar palabras, darles sentido a los palotes, secaron las lágrimas del primer amor imposible, el de aquel esquilador que ataba la bicicleta al olmo para que su compañero recorriera con ella el camino hasta el siguiente pueblo, aquel chavalillo moreno.

Seguir labrando la memoria, como las manos en la azada labraban la tierra, y después avivan el fuego, y más tarde lavan la ropa, y aún más tarde alimentan al hijo, y aún después de eso apagan las pasiones, y por fin se cruzan sobre el pecho para dejarlas recuperar hasta la mañana siguiente, y encienden el fuego, y todo comienza de nuevo, otra vez, y otra, y otra.

Las manos buscan las fotos, pocas, aquellas que el fotógrafo de la ciudad hizo alguna vez con la cámara sobre el trípode, relámpago más rápido que el ojo. Las manos colocan los pocos retratos, a su lado las escrituras de las tierras, más arriba el cuaderno de la escuela, la carta adolescente al esquilador, hojas secas de flores sencillas como la tierra, fuertes como la tierra, secas como la pobre tierra. Colocan las manos el paisaje de la memoria y forman la cartografía de los recuerdos, las isobaras de las emociones, las curvas de nivel de la vida.

Los ojos se cierran, las manos los tapan para no dejar pasar luz eléctrica de una lámpara, en el rincón, hace un esfuerzo, la luz de la lumbre baja se interpone, avanza, recupera el espacio de la memoria, hasta se nota el calor, el olor de la leña seca y resinosa. Aparta las manos de los ojos, apoya el brazo en el brazo del sillón, está duro como el del banco de la cocina vieja, un dedo se hunde en la mejilla, forma un cráter en la vida larga, es la nostalgia y el desarraigo, que se presenta ante Isidra, la abuela, cuando, poco a poco, abre de nuevo los ojos.

Las manos. Tocan, acarician, palpan, bordan, labran, siembran, tapan el mundo, cierran las heridas, callan los sonidos, secan las lágrimas, lavan la ropa, encienden pasiones, las apagan, prenden el fuego, señalan la tristeza, la felicidad, el camino, detienen el mundo, escriben legados, forman hoyuelos en los años, recogen la vida, preparan la muerte.

 

Las fotos son de Diego Aldasoro, cuyos orígenes se sitúan en el pueblo soriano de La Ventosa de Fuentepinilla, y su residencia habitual en el País Vasco. Han sido varias las exposiciones que ha hecho. Las últimas, en distintas salas de Barcelona, con nombres tan rotundos y a la vez evocadores, como: El paisaje de la memoria, Ruralidad eternizada, Nostalgia y desarraigo, y Cartografía de los recuerdos.

© Isabel Goig

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