
El dueño de La Taberna
de Almanzor

Había visitado mucho
ese pequeño pueblo medieval. Conocía su entorno, su bosque, sus piedras,
su río, la calzada romana que asciende hasta las ruinas de Voluce, sus
escudos, los restos del castillo y su historia, las leyendas, el valle
donde dicen que Almanzor terminó para siempre con su buena media luna.
Conocía también el pequeño museo, el cristo románico; sus guisos
típicos y el buen chorizo secado al humo de las chimeneas cónicas, como
las de los celtíberos, sus antepasados. Sabía bien de la dificultad para
transitar sus empinadas y empedradas calles. Había comprado muchas veces
sobadillos y pan de leña.
De Calatañazor lo
conocía casi todo, pero me faltaba la Taberna de Almanzor. No podría
explicar porqué, pero el caso es que, en veinte años, nunca había
entrado en esa taberna.
Un 29 de diciembre,
alrededor de las 8 de la tarde la conocí; a ella, y a su dueño. Ahora,
tratando de describirla, me doy cuenta de que lo realmente interesante de
ese lugar no es tanto la taberna en sí, como la luz que la ilumina. Y,
curiosamente, me he fijado en todo menos en la iluminación.

 Hacia la mitad de la
calle principal de Calatañazor, a la derecha, asciende una callejuela
estrecha. Hacia la mitad de esa callejuela, un anuncio acorde con el
respetado entorno dice el nombre del establecimiento.
La taberna tal vez fuera
en su día estanco, tienda donde se vendía lo necesario para sustentar un
modesto hogar, lugar también para tomar un vaso de vino, o todo junto.
Está ubicada en el zaguán de la casa, cuadrado, no excesivamente grande,
con unos cuantos escalones anchos al fondo y a la derecha que, tal vez,
conducen a la vivienda. A la izquierda se halla el mostrador; sirve de
base para los vasos un gran madero que cierra por las noches un espacio
donde se guardan las botellas y desde donde se sirve al cliente. Forma el
cuadrado interior con la madera un a modo de garita de feria de tiro al
blanco. Frente a ese espacio hay dos mesas, y junto a una de ellas una
estufa de leña quema madera de enebro. Una madera que perfuma la calle
con el humo, y el establecimiento cada vez que la boca de la estufa se
levanta para meter más madera.
Colgados de una de las
vigas, boca abajo, grandes ramos de hierbas de los alrededores adornan un
espacio ya de por sí acogedor. Dentro de la garita, desde donde se sirve
al cliente un vino clarete de la frasca, cuelga un quinqué barroco. Los
vasos están colocados dentro de un pequeño armario de madera oscura
protegidos los huecos delanteros por unos visillos blancos. Al otro lado
una puerta comunica con la cocina; a través de un cristal pueden verse
los chorizos colgados de un palo.
Junto a la escalera una
caja de cartón contenía un surtido de los muchos fósiles que se
encuentra por toda la zona y, detrás de esa caja, otra se mostraba
repleta de astillas de perfumada madera de enebro, "ahora dicen que
sabina –nos aclaró el dueño- pero siempre la hemos llamado enebro;
cuesta mucho cortarla".
Toda la taberna está
limpia y caliente. Y en ese entorno se comprende que los clientes de esa
tarde –cuatro en la pequeña barra y dos en las mesas- fueran
extremadamente amables, tanto entre ellos, como con los que entrábamos,
saludando casi con afecto.
Nada desentona en la
Taberna de Almanzor; tampoco los clientes. Parece lo que es, el zaguán de
la casa familiar, donde todos se reunen alrededor de la estufa de leña.
El dueño forma parte del entorno; ejerce, sin pretenderlo, de cabeza de
familia de todo el que entra. Cuando le ví entendí lo que Antonio había
querido decirme días atrás sobre la herencia genética de los pastores
trashumantes. Tal vez el tabernero no lo fuera, pero, a buen seguro, que
sus antepasados sí, alguno de ellos le había transmitido a él esa
herencia.
Cuenta alrededor de los
sesenta años. Sus rasgos están marcados, pero no en exceso. La mirada
franca. De estatura media y muy fibroso. Agil. La piel morena, curtida.
Casi seguro que, como todos los pastores, es incansable. También como
ellos, poco hablador, aunque a nosotros respondió a todas las preguntas.
En tan poco tiempo como
estuvimos en su casa no pudimos comprobar si su genotipo se correspondía
con el de los pastores trashumantes en general. Son ellos altivos pero
respetuosos. Conocen los caminos por los que se mueven como otros su casa.
Huelen las fuentes y las cuidan. Saben de hierbas y las utilizan. Se
levantan con el sol y cuando él se acuestan. Manejan bien la colodra que
ellos mismos, en ocasiones, tallan. Se tutean con el fuego y lo dosifican.
Cortan el pan bien asentado, apoyando la pieza en el hombro y de un tajo
de su inseparable navaja; lo desmenuzan, lo fríen en la sartén que
siempre le acompañan. Conocen, sin darle importancia, la forma de las
nubes y su significado, la dirección del viento, la procedencia de las
lluvias. Escuchan atentamente los ruidos del bosque y entablan con ellos
conversaciones. No les amedrantan las huellas sobre el barro o la nieve;
con sólo mirarlas conocen a qué animal pertenecen y la envergadura de su
propietario. Se ríen de las supersticiones ajenas y cultivan las suyas
propias. Pragmáticos y telúricos. De una sola pieza. Saben el lugar que
les corresponde en la jerarquía pastoril y en la de la sociedad. Odian a
los agricultores y su sedentarismo, con ese odio heredado, casi tranquilo,
que forma parte de su casta, de raza. Respetan los sembrados porque hace
ya siglos que están destinados, agricultores y ganaderos, a convivir
pacíficamente. Acostumbran a ver los campos y las aldeas desde arriba, se
saben superiores a ellos. Se alejan de su casa y de su familia con la
serena seguridad de que a la vuelta todo seguirá en su sitio. Conocen
muchos lugares, pero los perciben desde su particular punto de vista, sin
envidias. Su vida es la trashumancia. Su familia, mientras caminan el
bosque, su rebaño. No abunda entre ellos la malahierba, porque todas las
hierbas pasan por la suela de sus botas, se rinden ante la fuerza de sus
bien plantadas piernas, y se esconden, o, simplemente, son destruidas a su
paso. Conocen como nadie el secreto de la vida, porque cada día ven salir
del vientre de sus animales hembras nuevos retoños.
Y todo eso lo llevan
escrito en sus caras y en su mirada. También lo llevaba escrito el dueño
de la Taberna de Almanzor, aunque él, ahora, dedique parte de su vida a
atender a los amigos clientes que acuden a su casa a tomar un chato de
vino.
Cuando ya nos íbamos,
apareció una señora atándose debajo de la barbilla un pañuelo. Tal vez
acudía a la llamada de los animales domésticos. La reconocí. Estoy casi
segura que fue ella la que, casi diez años atrás, me acompañó por los
alrededores para enseñarme las fuentes de Calatañazor, el río, y la
calzada romana que conduce al antiguo enclave romano.
© Isabel
Goig

Calatañazor
El Sabinar de
Calatañazor
Donde
Calatañazor
de Javier I. Cimadevilla
Calatañazor.
La huella de los pasos, Antonio Ruiz Vega
Cuaderno de
Calatañazor, Lorenzo Soler
Fuentes
y Manantiales de Calatañazor, José
Ignacio Esteban
Castillos
de Soria - Calatañazor
Donde comer y dormir

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