Los cangrejos de Fray Benedicto
Fray Benedicto había
llegado al convento de Hospitalarios de San Juan de Duero para cumplir un
castigo. Esta costumbre, la de desterrar a los díscolos a Soria, se
mantendría a lo largo de los siglos, volviéndose en contra del castigador,
pues los que llegaban a estas tierras acababan enamorándose de ellas y
vivían felices hasta que se les levantaba la pena y se marchaban llorando.
Fray Benedicto era algo glotón y el pater de su convento originario
pensó que a orillas del Duero, en tierra fría y austera, el frater
perdería los kilos que la glotonería le habían acumulado en su rolliza
anatomía. Aunque el tema tenía difícil solución, como dijo San Agustín: “el
espíritu está presto pero la carne es débil”.
Cuando el santo varón
llegó al convento al pie del Monte de las Ánimas, la primera visita la
realizó a la cocina. Allí pudo ver unas enormes sartenes donde se freían
unos hermosos cangrejos de río. “¡Dios mío!, pensó, y yo que creía que
comeríamos a base de coles”. “Estos bichitos nos resultan muy baratos, son
un regalo del Cielo, pues los cogemos en cubos agujereados en el río Duero,
a la salida del convento, a veces entran hasta la huerta”, le dijo el
hermano cocinero mientras daba vueltas al condumio.
Fray Benedicto comió esa
noche seis cangrejos mientras pensaba lo ricos que estarían los animalillos
con tal o cual condimento. Hasta se distrajo algo en las nonas y no
digamos en las completas, pensando en cómo mejorar el sabor de tan
delicado manjar. Cada día entraba en la cocina y decía “Vuestra fraternidad
perdonará...”, mientras sugería un nuevo ingrediente de los que había visto
cultivar en la huerta.
Los cangrejos del
convento, que se comían sólo fritos con ajos, acabaron componiendo un plato
exquisito con una salsa de tomates, pimientos, cebollas, ajos, algo de
guindilla y hasta un chorrito del vino que se conservaba en la bodega para
fiestas señaladas.
Cuando el prior probó
aquella salsa pensó que tal vez fuera pecado degustar algo así. Mandó llamar
al hermano cocinero y éste le dijo que la receta se debía a fray Benedicto.
El pater movía la cabeza murmurando en latín algo que traducido
quedaría así: “No hay que luchar contra el destino, el que nace lechón muere
cochino”. Pensó que debería imponer alguna disciplina al glotón desterrado,
pero era tal la labia de fray Benedicto, que llegaron a un acuerdo: él
confeccionaría las recetas y las entregaría al hermano cocinero y el prior
impondría una penitencia después de cada comida y cada cena: el rezo de unos
padrenuestros, cuyo número dependería de la exquisitez del guiso.
© Isabel Goig
Recetas
de cangrejos
Relatos |