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Relatos Gastronómicos
 

 

Caldereta Serrana

 

Me habían encargado que hiciera fotos de la inauguración del Museo Pastoril. Cuando llegué al pueblo serrano me enteré con satisfacción que no habían invitado a ninguna autoridad. Telefoneé a la revista y les dí la "mala noticia". Me dijeron que en ese caso me volviera. No les hice caso y encargué al señor de la cantina que me guardase detrás del mostrador el equipo fotográfico, dispuesta, como estaba, a recorrer el museo y ver lo que por allí aconteciera sin estorbos. Conocía al tabernero y aseguró que me gustaría quedarme, pues iban a comer guisos típicos de los pastores trashumantes. Me senté en un poyo de la plaza, frente al museo y fueron apareciendo, como para reunirse en mestilla, incluso en Concejo, los ganaderos que fueron y los que seguían siendo. Altivos, pero respetuosos, me iban saludando, unos con un leve movimiento de la cabeza y los que me conocían más efusivos aunque extrañados de verme sin el equipo de fotografía.

Tipos serranos

Mientras, en el fondo de la plaza casi rectangular, habían prendido fuego a pequeñas ramas encendederas. Muchachas llegaban del monte con el haz al hombro, siguiendo el rito y perseguidas por muchachos que las embromaban haciéndolas reir y tambalearse con la carga. Las mujercillas las dejaban en el suelo y entonces el muchacho perseguidor alimentaba con ellas el fuego. Cuando las llamas casi rozaban las ramas de tres regulares pinos, echaron unos troncos más gruesos. Había cuatro parejas alrededor de la lumbre. La cara se les fue poniendo roja a todos, tanto por el calor como por el roce de los cuerpos y las muchachadas. Se cogían de la mano y se decían cosas al oído. Me acerqué y escuché que hacían apuestas para saltar la hoguera cuando la lumbre estuviera más baja.

Mientras, delante del museo, los pastores se fueron colocando con conocimiento del lugar que les corresponde en la jerarquía pastoril y en la de la sociedad. Formaban pequeños corrillos de dos o tres personas mayorales y rabadanes, compañeros, ayudadores y monaderos. Los primeros hablaban de ajustar para cuando aparecieran las espantapastores. No vive en ese pueblo ningún agricultor. Odian a los agricultores y su sedentarismo, con ese odio heredado, casi tranquilo, que forma parte de su casta, de raza. Respetan los sembrados porque hace ya siglos que están destinados, agricultores y ganaderos, a convivir pacíficamente. Acostumbran a ver los campos y las aldeas desde arriba.

A la plaza fueron llegando el alcalde y los concejales y, huérfanos como estaban, por voluntad propia, de autoridades, dieron por inaugurado el museo. Aparecieron por allí las mujeres portando grandes sartenes, trébedes, una gran caldera de cobre renegrida, cajas con hogazas de pan, otras más pequeñas con ajos, chorizos y una grande con una oveja machorra, de esas que están bien sabidas y grasientas.

Alguien había llenado cuatro botas con vino tinto y espeso, desde un gran pellejo. Y las botas fueron pasando. Hicieron grupos muy cerca de la hoguera, ya convertida en ascuas y por la que, por fin, habían saltado los tres muchachos sin que ninguno de ellos sufriera ni la más leve quemadura.

Un grupo fue cortando el pan asentado, apoyando la pieza en el hombro y de un tajo de navaja. Lo dejaban en un gamellón y a la vez que caían las rebanadas varias manos se dirigían a ellas para retorcerlas en pequeños pellizcos. Cuando estuvo todo el pan cortado una mujer tomó varias veces agua con una colodra y la fue dejando caer sobre las migas como fina lluvia. Mientras, los hombres hablaban del último alboroque que habían pagado en extremo, donde el vino corrió con generosidad y las tortas fueron encargadas de pan amasado con aceite de la almazara que había próxima a la dehesa. Otro decía, mientras acariciaba con su tosca mano la cabeza de un careo, que ese año iba alcanzado. La bota corría y con ella buenos tajos de salao.

Me resultaba todo emocionante. Allí, rodeada de aquellas gentes, ni tan siquiera había entrado todavía a ver el museo. Les contemplaba riéndose de las supersticiones ajenas y cultivando las suyas propias. Pragmáticos y telúricos. De una sola pieza. Hablaban de extremar, como su vida que era. Se alejan de su casa y de su familia, cada año, con la serena seguridad de que a la vuelta todo seguirá en su sitio. Conocen muchos lugares, pero los perciben desde su particular punto de vista, sin envidias. Su vida es la trashumancia. Su familia, mientras caminan las cañadas y veredas, su rebaño. No abunda entre ellos la malahierba, porque todas las hierbas pasan por la suela de sus botas, se rinden ante la fuerza de sus bien plantadas piernas, y se esconden, o, simplemente, son destruidas a su paso. Conocen como nadie el secreto de la vida, porque cada día ven salir del vientre de sus animales hembras nuevos retoños. Y yo estaba entre ellos, viéndolo desde fuera, me aceptaban con naturalidad, me pasaban la bota, me ofrecían salao, me gastaban bromas.

De pronto escuché a mi espalda como un chisporreteo. Habían apartado ascuas, colocado sobre ellas las trébedes y sobre las trébedes dos enormes sartenes de mangos largos. De cantarillas y cuernas había salido el aceite, del costal la sal y una mano había dejado caer los ajos y los removían con la cuzarra. Del talego sacaron un puñado de pimentón y acto seguido echaron las migas removiéndolas sin cesar con el paleto.

En otra sartén, más pequeña, habían puesto a freir el bofe, la pajarilla, las mesillas y las turmas, por ese orden, de mayor a menor dureza. El pastor más entendido se encargaba de darle vueltas y, como un mago, iba añadiendo al guiso un chorro de vino añejo, unas guindillas y pimienta. "Cominos, échale cominos". "Eso es propio del extremo, de los moros, aquí no se ponen cominos". Las migas y los menudillos estuvieron listos a la vez. En trozos de hogaza los allí reunidos iban colocando buenas tajadas y la grasa roja y fuerte por el pimentón empapaba el pan y resbalaba por las recias barbas, negras y cerradas, duras y ásperas de los pastores. Alguien dijo que en un día como ese era menester traer de la casa del Concejo las copas de plata de las grandes ocasiones. En pocos minutos el alcalde apareció con ellas –dos- y las llenaron de vino: una para todas las mujeres, otra para todos los hombres. Cuando bebían todos le daban la vuelta y en el hueco de abajo, por el culo, lo llenaban y daban de beber a los niños y las niñas. Los menudillos iban desapareciendo y las migas también. De un gran barreño de leche de merina que cocía en uno de los fuegos, una mujer pelendona fue llenando colodras y vertiéndolas sobre las migas. A los muchachos les gustaban más las migas canas. Los pocos chavales que todavía quedaban en el pueblo se entretenían preparando con cortezas de pan cucharas del pastor. Apoyados en el suelo, junto a ellos, las gurrias esperaban la tarde para jugar a la calva y la chita.

Caldereta

Mientras, en el caldero de cobre, la machorra cocía lentamente. El zagal, con la espumadera, quitaba sin cesar la grasa de encima del guiso, la rebañaba de los bordes y la echaba en una lata vacía de conserva de la que los careos no se apartaban. El hombre de más respeto se acercó al caldero, pinchó un trozo de carne con la navaja, la probó y sentenció que le faltaba sal, que estaba poco sabida. Él mismo tomó un puñado de sal del costal y la vertió sobre el guiso; cogió unas guindillas y las añadió; tomó la botella mediada de brandi y la vació en la caldereta. Él mismo, partió las hogazas por la mitad, la mitad en dos trozos y fue repartiendo entre todos los presentes. Por turnos se fueron acercando al caldero, untando el pan en el caldo espeso y colocando sobre él tajadas, las que se pinchaban, sin elegir. El hombre de más respeto mandó preparar unas colodras para cada uno de los tres pastores enfermos, ausentes del banquete y mandó a sendos chavales a llevarlos a sus casas.

Mientras comían y bebían hablaban de montazgos y roblas, de puertos reales y servicios, de ailones, apriscos y ahijadas. Las mujeres movían la cabeza pensando que también debían haber cocinado huevos asesados y, de haber sido tiempo, la tortilla merina. Hablaban también de remiendos en angorras y zahones.

Degustada que fue la recia caldera, en pequeños vasos de barro se sirvió el café de puchero al que se le había introducido un tizón. El tío Benito y el tío Retógenes sacaron del bolsillo interior de la chaqueta de pana una gaita y dejaron escuchar los sones tristes de la cancioncilla serrana "Ya se van los pastores".

© Isabel Goig

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