Cuando todos se hayan ido
Hoy,
27 de mayo, hemos acudido a la última cita con el señor Gregorio Hidalgo.
El señor Gregorio era para muchas personas, y también para nosotras,
alguien muy importante. Era uno de esos hombres y mujeres mayores que
habitan esta provincia de Soria y la hacen respetable. Un hombre del
pueblo que veía pasar la vida con la satisfacción del deber cumplido,
junto a la señora Aurea, su mujer. En el hermoso pueblo de Andaluz vivió,
paseando sus tierras, dándose una vuelta por la huerta, mirando cómo
crecían las ciruelas y vigilando el agua del riego.
Cuando, en nuestro
recorrer la provincia en busca de estas personas mayores, amables e
incansables, íbamos a Andaluz, el señor Gregorio, sin asomo de pereza, con
el gesto complaciente y el humor a flor de sonrisa, nos acompañaba y nos
enseñaba ese pueblo tan querido por él.
Con el señor Gregorio
visitamos las fuentes, él nos iba diciendo el tipo de agua que manaba de
cada cual, dónde lavaban las mujeres en la época sin lavadora y cuál era
buena para purgarse. Sabía perfectamente la profundidad del Duero a su
paso por el molinillo de Tajueco y las historias que se contaban del
estanque y una señora muy rica que tenía pavos reales. Con él vimos
también la desembocadura del río Andaluz en el Duero, los fresnos
milenarios de la dehesa, el dorado románico de la iglesia donde hoy se han
celebrado sus funerales.
La señora Aurea, su
mujer, sentada a la fresca, hacía calceta incansable, calcetines para los
nietos, jerseys para los hijos, mientras nos enseñaba cómo se embotaban
las ciruelas o se hacía con ellas mermelada.
En este mundo
decadente y absurdo que nos está tocando vivir, alguien podría caer en la
tentación de pensar, al leer estas líneas, que el señor Gregorio era una
hombre normal y corriente que vivía en un pueblecillo perdido. Pero se
equivocan. Ni el señor Gregorio, ni la señora Dorotea, ni la señora
Isabel, ni el señor Arturo ni tantos otros como ellos, son eso que se
pueda pensar. Son la esencia del mundo rural, la ausencia de la vanidad
absurda. Saben, como nuestro buen amigo Julio Herrero diría, que somos
moridores, que la tierra es lo único que puede hacer feliz al hombre, que
del monte llega lo que nos hace vivir y del agua lo que nos mantiene. Y
eso es más que suficiente. Lo otro son añadidos, postizos que van
destruyendo todo lo que tocan y que se quedarán aquí para siempre sin
haber producido nada más que envidias, desasosiego y malestar. Cuando
todos nuestros mayores de ahora se hayan ido no habrá repuesto para ellos,
la mediocridad está ganando terreno.
Descanse en paz don
Gregorio Hidalgo y, como se dice en Soria, que la señora Aurea y sus hijos
le puedan llorar y rezar muchos años. Nosotras le recordaremos siempre y,
cuando vayamos a ese hermoso pueblo que es Andaluz, nada nos parecerá lo
mismo. Ya hoy hemos visto las piedras de la iglesia menos doradas.
©
Isabel y Luisa Goig Soler
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