Dorotea
Serrano, de Beratón. Bajó a despedirnos y la recuerdo diciéndome
adiós con los ojos ya casi sin luz. "Hazle una foto pues tal vez no
la veas más", me decía Luisa, pero yo no me atreví y, en efecto,
no la vi más. Casi moribunda, le mandó a su hijo que le mandara "El
romance de Beratón" a María Soler, la periodista. Y lo recibí.
También
nos dejó Nino Frías, confitero de El Burgo de Osma, padre de
nuestro amigo José Vicente; antes de irse nos legó un buen número de fórmulas
dulces que ya recogimos en uno de nuestros libros.
Rufina
Serrano, de Ciria. Me regaló un gatillo, un queso de cabra y un paseo
magnífico por el cañón del río Manuebles.
Cosme
Nafría, de la Cuenca, quien me enseñó "la cama de
Cristo".
Agustín
Redondo, de Urex. Todavía le recuerdo, apoyado en el bastón, junto a
los manantiales.
Máximo
Lafuente Sáenz-Rico, de Yanguas. Le veo frente a la torre románica
apoyado en la cayata.
Mary
Luz Martínez Duro, de Cidones, residente en Suellacabras. Muy buena
cocinera.
Gregorio
Calavia Pérez, de Ólvega. También me enseñó las fuentes de su
pueblo y la mina Petra II.
Francisco
Sebastián, de Deza. Fotografiado junto al manantial cuya agua siempre
sale caliente.
Victoria
Puente, de Vildé. La veo junto a Matilde en una foto entrañable.
Segundo
de Diego Maluenda, de San Esteban. Me enseñó a hacer la limonada.
Gregorio
Hidalgo, de Andaluz. Mi cicerone incansable y padre de mi muy buen
amigo Miguel.
Constancio
Pérez, de Muriel de la Fuente. Se dio conmigo la caminata hasta el
nacimiento del río, a pesar de que pocos años antes había perdido allí
a su nieto.
Bernardina
Vinuesa, de Calatañazor. Ella me mostró la piedra "del
abanico".
Encarna
García García, de La Hinojosa. Nunca nos cobró los vinos y cuidó
hasta el final a un pastor que trabajó en su casa.
Cayetano
Martínez, de Santa Cruz de Yanguas. Estudioso local y gran conocedor
de su tierra.
Eleuterio
Hernández e Isabel García, de Los Llamosos. Aún los recuerdo,
juntos, despidiéndome a la puerta de su casa.
Felipe
Gallego, de Fuensaúco. Tenía 103 años cuando le conocí.
Valentín
Martínez Rupérez, de Villar del Campo. Me aconsejaba tranquilidad
ante las huellas de animales salvajes, cerca del convento de San Adrián,
en la Sierra del Madero. El ya no está. Y a su esposa Felisa García.
Sira
Marín, de Santervás de la Sierra. "¿Cómo cree usted que
criábamos antes a los hijos?", dijo ante mi extrañeza por la
humilde receta de las sopas dulces.
Víctor
Hernández, de Chavaler. Le recuerdo sentado en la mesa camilla, junto
a una ventana por donde entraba una luz que sus ojos no podía ver.
Mariano
Antón, de Chavaler. Caminante incansable con purillo a la comisura.
Isidoro
y Segunda, de Molinos de Razón. Con ellos conocí lo que quedaba de la
fábrica de Primitivo Renta.
Eugenio
Torroba, de Talveila. Monte a través sorteando pinares, me enseñó
el discurrir del río Marina. Tampoco está ya. Su hijo, Tomás, sigue
siendo buen amigo mío.
Valentín
Ruiz, de Fuentestrún. Con mi agradecimiento por los consejos para
mitigar los dolores de espalda.
José
Lázaro Carrascosa, de Trébago. Nos contó el truco de los alfileres
de la virgen.
Eloisa
del Santo Santacruz, de Arévalo de la Sierra. Ella sabe mucho de
remedios caseros y de amabilidad.
María
Morales Estepa, de Fuentetecha. La recuerdo, junto a su marido y sus
hijos, contándome la leyenda de la mora del "Cerro de San
Sebastián".
Pío
y Lucina, de Duáñez. Vecinos amables, siempre prestos a obsequiarnos
con unos calabacines estupendos.
Celestino
y Maximina, de La Rubia. Crían unos hermosos conejos y sabe mandar a
freir espárragos a periodistas impertinentes.
Juana,
de Vizmanos. Acogedora y hospitalaria, nos contó historias hermosas y nos
ofreció la sopa caliente de los peregrinos.
Isabel
Izquierdo, de Osma. Me indicó los días buenos para embutir chorizos.
Gabino
García González, de Valtajeros. Nos enseñó las propiedades del
marrubio, aguntando como pudo y pudimos la sorna de los más jóvenes.
Isidra
Gómez Gil, de San Andrés de Soria. Se sabe todos los romances.
Mercedes
Fernández, de Palacio de San Pedro. Recordó para nosotros los juegos
de su infancia, el segala, el esconderite...
Marcelina
Jiménez Barrero, de Ventosa de San Pedro. Ella recordó las móndidas
y el miedo a celebrarlas, años atrás, por si los moros volvían a las
suyas. Y nos regaló un bien muy preciado, una foto de sus padres Faustino
y Agustina.
Antonio
Gil Rincón, de Piquera de San Esteban. Nos prestó amablemente el
Libro de Cantares de Boda, que con tanto mimo guardaba.
Marcelino
Barrio, de Casarejos. Nos envió unas entradillas que él compone para
las comedias.
La
alguacila, de Torlengua. Cuando llegamos quería "echar" un
bando, a la antigua, por las calles.
Benigno,
de Matanza. Nos contó las tradiciones de su pueblo.
Marisa
y su familia, de Espejón. Recordaron y nos cantaron las Marzas para
nosotras.
Engracia
Lapeña Garijo, de Viana de Duero. Conocedora y conservadora de
costumbres, leyendas y formas de vivir.
Antonio
Crespo, de Piquera de San Esteban. Nos llevó a su bodega y Luisa,
ignorante del proceso de fermetación del vino, se acercó a una cuba con
marcha atras veloz y sorprendente.
Bernardo
Gonzalo, de Iruecha. Recordó para nosotras la forma de elaborar los
turrones y farinetas.
Agustina
Andaluz, de Alcubilla del Marqués. Nos ofreció una rosca encañada y
nos dio la receta.
Escolástica
del Burgo y su marido, de Valdenebro. Enciclopedia viviente de 90
años, nos habló de la Olla de San Miguel.
Juanita
Garzón, de Barca. Todavía mantiene abierta la tienda-bar de ese
lugar, último reducto de una convivencia que comenzó a perderse en esta
provincia con el cierre de las escuelas.
Y
hablando de tiendas, nuestro recuerdo emocionado a
Arturo, de Miño de Medinaceli, que nos dejó hace algunos años, y
a Pedro, de Yelo, deseándole muchos años de salud y ánimos para
conservar su tienda.
La
señora Isabel, de Los Llamosos, nos enseñó los manantiales y, la
última vez que fuimos a verla, salió a despedirnos hasta que nos perdió
de vista; junto a ella, su marido, liberado por unos minutos de la bombona
de oxígeno, nos saludaba con la mano...
Recordamos
una reunión en el bar de Cerbón, donde bastantes mujeres, de esas que
conservan las tradiciones como sacerdotisas, Eusebia,
Corpus, Lola..., nos trataron como amigas, nos tomaron del
brazo y nos llevaron a caminar por su pueblo, mientras nos contaban de
todo aquello que nos interesaba.
El
ayuntamiento en pleno de Alcoba de la Torre, al que sorprendimos en pleno
concejo y nos informaron de todo lo que sabían.
La
corporación de Tajueco, algunos de cuyos miembros, el mismísimo Día de
los Santos, media hora antes de su rito más emblemático, abrieron las
puertas del Ayuntamiento para que pudiéramos fotocopiar los cánticos.
Pero, también
recordamos a gente joven que nos recibe con afecto, que se preocupa de sus
pueblos, de sus tradiciones, gente que está dispuesta a que este gran
monumento etnológico que es toda Soria, sus ritos y costumbres, no se
pierda.
A Jesús Ibáñez, de Iruecha, lleno de ilusiones,
con ganas de recuperar la fragua.
A José
Antonio, joven que regenta el bar de Bayubas de Abajo y que nos dio
una lección de conocimientos de ese hermoso lugar de Pinares.
Al
grupo de gente de todas las edades que componen la Asociación Condes de
Lara, de Osma, constituida precisamente para recuperar parte de sus
tradiciones.
A Javier
Martín, de Miño de San Esteban, empeñado en repoblar parte del
monte.
Al
muchacho de Morcuera, siempre encima de su tienda rodante, recorriendo los
pueblos, pero sin abandonar el suyo, arrimando el hombro.
Y,
en general, recordamos a todos los jóvenes que resisten en la provincia
de Soria a la estulticia de quienes les ponen trabas sin pensar que una
tierra sin jóvenes y sin niños carece de futuro.
...
Y
tantos otros que se nos quedan en el tintero de la memoria. Todos ellos se
permanecieron en Soria, aguantaron nieve y soledad, pero, como vestales,
la guardaron y con ella los saberes. Muchos ya no estarán entre nosotros
y otros rondarán los noventa, cien años, pero todos ellos nos han
ayudado, a Antonio Ruiz, Concha, nuestra hermana y a nosotras, en nuestros
recorridos por estas tierras en busca de esos saberes.
Gracias,
allá dondes estéis.
©
Isabel y Luisa Goig Soler
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