El
pasado domingo, día 17 de mayo, estuvimos pasando el día en Judes
invitadas por Santi Álvarez y Pilar Bartolomé, su madre. La deformación
profesional nos ha llevado a echar mano de mapas y datos para mejor
describir este singular pueblo en el confín de la provincia de Soria,
rozando las de Zaragoza y Guadalajara. En realidad hubiera sido
suficiente con informarnos en el web de Judes, que con tanto cariño
dirige, escribe, escanea, limpia y da esplendor Santi, pues en él se
puede encontrar todo lo relacionado con Judes.
Una vez reunidos los datos dijimos ¿para
qué, si lo que nuestros ojos vieron y lo que sentimos no aparece en el
Madoz, ni en el Ensenada…?
Sólo anotaremos, de nuestras búsquedas,
que en el año 1979 el entonces Ministerio de Comercio y Turismo encargó
un estudio sobre las posibilidades turísticas de la provincia de Soria.
En él ya se fijaban en la laguna de Judes como un recurso importante,
indicando que es navegable, de unos quinientos metros de diámetro, sita
en un paraje de sabinas y praderas, a 2 kilómetros del pueblo. Decían de
ella que la conservación era buena y las posibilidades turísticas
ilimitadas, aunque necesitaba limpieza, repoblación, mejorar los accesos
y darle difusión.
La Laguna de Judes
Si la laguna tiene posibilidades
turísticas ilimitadas, el resto del pueblo no le va a la zaga. Y cuando
decimos turísticas, nos referimos a esos visitantes y viajeros que aman
por encima de todo la naturaleza y acuden a los sitios con el mayor
respeto, para disfrutar de lo que esa naturaleza, en su estado
primigenio, les ofrece.
Judes, (y su vecino Chaorna con quien
comparten sabinar y del que hablaremos en otra ocasión), ofrece eso,
precisamente, tan difícil, naturaleza en estado puro y un casco urbano y
otras edificaciones en medio del monte, levantadas sólo con lo que esa
naturaleza ofrece, por lo que la armonía es total. Adoran la sabina,
están orgullosos de formar parte del sabinar más extenso de Europa, no
la cortan, sólo limpian el monte, pero en tiempos, sirvió esta planta
leñosa, que a veces crece como árboles con el tronco retorcido y que
emite un olor penetrante, para hacer vigas, puertas y carbón.
La
sabina no necesita tierra profunda para crecer, así que, tanto a la ida
como a la vuelta, o asomándose para ver lo que fueran los antiguos
lavaderos de Judes, puede contemplarse un espectáculo hasta emocionante.
Las laderas de los montes adornadas con las sabinas que se aferran al
suelo inclinado, venciendo la gravedad, custodiando tierras de labor,
que en mayo lucen todo su esplendor, deja a quien las ve con la mirada
fija sin notar que el tiempo pasa. Girando la vista a la derecha,
aparece una hilera perfecta de antiguos pajares. Según el cantar, el
Cid, tras dejar el valle de Arbujuelo, cruzó los sabinares de Judes.
Ningún
anfitrión mejor que Santiago Álvarez. Ama a su pueblo, participa en las
adras, ha rehabilitado un colmenar de horno, está rehabilitando una
paridera, y aplica todos sus conocimientos, que no son pocos, a la
tierra y al entorno. Con él recorrimos Judes, y no fue corto el espacio
de tiempo que dedicamos a ello, pues este pueblo tuvo, y tiene, dos
barrios. A mediados del siglo XVIII tenía 103 vecinos y, un siglo
después, 180, lo que, en palabras de Madoz, suponían 700 almas, y 50 más
en 1908.
Como en toda la provincia, la emigración
sangrante dejó las casas vacías, algunas se hundirían, pero la vida son
continuos ciclos, y aquellas personas que un día se vieron obligadas a
emigrar en busca de un mundo mejor para ellos y los hijos, al jubilarse,
tornan los ojos a la tierra de sus mayores, a la casa heredada de los
abuelos, o levantada por ellos mismos, y vuelven, de una forma u otra,
de manera permanente o con mucha frecuencia. Ahora todo es más fácil.
Nos contaba Pilar que en los años cincuenta y sesenta, para llegar a
Judes, era necesario pasar más de un día en el tren y, desde la estación
de Arcos de Jalón, cuatro horas a lomos de mula.
Las casas de Judes se van arreglando, y
se hace respetando la propia fisonomía del pueblo. Nada desentona. La
piedra y la madera de sabina se merecen todo el respeto. Los edificios
comunes, por adra, se rehabilitan, los caminos y espacios comunes,
también.
Recorriendo
el pueblo vimos, pendientes de restaurar, los restos de lo que fuera
hospital, ante nuestra extrañeza, ya que Judes no es villa, Santi nos
dijo que se trataba de un establecimiento para transeúntes pobres, ya
que por allí discurría el camino real de Madrid a Zaragoza. Llamó
también la atención una escena taurina pintada en la fachada de una
casa. En el web de Santi aparece la explicación, se trata de una pintura
de Marino Checa Sanz, judeño nacido en 1907. Se le detectaron problemas
de audición y expresión y sus padres le inscribieron como aprendiz de
pintor en la Academia nacional de sordomudos de Madrid “desarrollando,
bajo la dirección del maestro Don Ezequiel Solana, avanzadas dotes en
pintura”. Dos sorianos, pues Solana nació en Soria, en un pueblo muy
alejado de Judes, en Tierras Altas, concretamente en Villarijo.
El
edificio más hermoso de Judes es su iglesia. Posiblemente su origen
fuera románico, pero en la actualidad en un gran templo donde se ven
varios estilos y distintas fases de construcción. La nave central, a
causa de un incendio, estuvo arruinada durante años. El empuje de los
judeños consiguió que hoy, y desde hace muy pocos años, luzca
impresionante, con paredes de piedra y cúpulas pintadas. Los robos
consiguieron que apenas se conserve nada de imaginería, hasta el órgano
fue robado.
Hubo ermita, pero (y acudimos de nuevo a
los datos), en 1779 por orden del cura se manda derruir la ermita de San
Blas por estar demasiado alejada de la población y esto disminuía la
devoción de los feligreses.
Tuvo Judes dos hornos de poya, fragua y
unos segundos lavaderos cercanos al pueblo. Todo ha sido, o está siendo,
restaurado, al igual que las casas.
Después
de visitar la iglesia, recorrer el pueblo y tomar una cerveza en casa de
Paco, nacido en Alconchel, casado con una judeña, y dueños del único
rebaño de ovejas y cabras, fuimos al barrio alto, donde viven Santi y
Pilar. Como curiosidad, diremos que no han querido que la calle fuera
asfaltada, ya que es empinada y las nevadas son muy frecuentes, y duras.
Esto ha convertido esa calle en un rincón delicioso, verde, la calle
escalonada con travesaños, y ahí, siguiendo la tradición de sus mayores,
se reúnen los vecinos de ese rincón, tres, cuatro, cinco, según los que
hayan acudido a pasar el fin de semana o las vacaciones. Se juntan para
tomar un aperitivo –pantagruélico- aportando cada uno lo que la despensa
y la imaginación les indique, para jugar a las cartas, para recordar
viejos tiempos, hacer planes de adras, o lo que salga y convenga. Ahí
cogimos un estupendo color moreno, comimos de todo y bien, bebimos vino
de Aragón, supimos de la muy buena relación que existe entre todos los
judeños, y descansamos un rato antes de seguir el recorrido con Santi y
Pilar, que se nos unió.
El
destino eran las colmenas. Ya en el siglo XVIII había 313. Por el camino
vimos primero el rebaño de ovejas, entre ellas bastantes de la raza roya
celtíbera, y alguna cabra blanca, que Santiago ha estudiado y publicado,
tanto la de Soria como la de alguna comarca de Tarragona. Fuimos viendo
unas construcciones por el monte, de piedra y sabina, perfectamente
integradas, como todo, en el paisaje. Son parideras, unas con alar y
otras no. La que está restaurando Santi sí lo tiene. Por entre la sabina
se colaban chaparros y carrascas o encinas.
Al
llegar al colmenar de Pilar, y después de colocarnos esos trajes
especiales que se ponen los meleros para catar, vimos un pequeño
edificio de piedra con puerta de sabina, como escondido entre la
frondosidad. “Vais a llorar”, nos había dicho Santi, y a punto
estuvimos. Aquél sitio cálido estaba invadido de olores de todas las
flores y plantas que liban las abejas, lleno de vida y de los sonidos de
esos animalillos silvestres. Son zumbidos, sí, pero al penetrar en
nuestros oídos son capaces de adormecernos. Qué maravillosa sensación la
de aquel rincón que no olvidaremos nunca. Había colmenas con las que
estamos familiarizadas, y los hornos, que no habíamos visto nunca,
restaurados por nuestro anfitrión. El resultado es una miel clara, dura,
cubierto el bote por restos de cera, exquisita. Lo sabemos porque buena
parte de la que nos regaló ya ha desaparecido en nuestro organismo.
Era la hora de volver a Soria, con
desgana, Santi aún tenía que plantar los calabacines antes de volver a
Lérida, donde reside cuando no está en Judes. El huerto recién nacido le
tiene muy ocupado. Por ahí es la vegetación de ribera, olmos y chopos.
Pilar se queda todo el verano en aquél paraíso. Prometemos volver, cómo
no.
El retorno estuvo acompañado por el día
precioso que habíamos pasado, y por el paisaje, hasta llegar a Arcos, de
sabina y carrasca. Un hermoso y gran rincón de esta Soria nuestra que
nunca acabamos de conocer, por fortuna, alejado de todos los centros del
poder e influencia turística. No sabemos si esto es bueno o malo. En
todo caso es una zona para el estudio etnológico y etnográfico.
© Isabel
Goig
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