El pasado sábado, 23
de julio, fue uno de los pocos días veraniegos gozados este año, aunque
sin llegar a ser agobiante. Fue el día elegido en Valdanzo para recordar
una actividad que desapareció hace poco, cuando la mecanización del
campo alivió a los agricultores de la pesada carga de la siega, que
desde hace unos años, y a fin de que las nuevas generaciones no olviden
esa actividad, se recuerda de manera lúdica.
En un remolque
enramado, y después del refrigerio de rigor, a base de pastas, moscatel
y anís, los participantes se dirigieron a la era de Tomás Santos,
provistos de utensilios que han pasado ya al mundo de la etnografía.
Hoces y zoquetas para realizar el trabajo de la siega. Haces, vencejos,
moragas…, riqueza lingüística, patrimonio cultural, tal vez, y crucemos
los dedos, destinado a la desaparición. Aunque los vandanceños, y no
digamos las mujeres –¡qué sería del mundo rural sin las mujeres!-, son
gente aguerrida, además de amable y hospitalaria, y no van a permitir
que sus tradiciones se pierdan.
Segaron, echaron un
trago acompañado de jamón y otras viandas, formaron los haces, y por la
tarde las moragas.
Vandanzo fue villa,
formó en el siglo XII su propio Sexmo, después tuvo su propio
ayuntamiento, para verse en la actualidad relegada, administrativamente,
a Barrio de Langa de Duero, algo que los habitantes de este hermoso
lugar llevan muy mal. Y no se trata de rencillas o encontronazos con el
alcalde de Langa, hombre dialogante donde los haya, resulta que, cuando
un pueblo pierde su autonomía, o su escuela, cuando ellos ya no pueden
decidir qué hacer con la hacienda común, se sienten humillados. Es esto
algo que he comprobado a lo largo y ancho de estas tierras sorianas.
Supongo que este
sentimiento se ve diluido por la grandeza del entorno de Valdanzo, y del
propio caserío. Hermosas casas de piedra beige restauradas unas,
habitadas las otras; calles limpias y anchas, por donde aparecen
pequeñas fuentes de agua exquisita; los restos románicos del humilladero
de San Bartolomé, cementerio viejo; la iglesia de Nuestra Señora de la
Asunción, rodeada de jardines y rosas, y elevada sobre uno de los muros,
una estela funeraria muy antigua. En el interior, un calvario románico
que fue expuesto en El Burgo de Osma, en la edición de las Edades del
Hombre.
Y el entorno,
presidido por el monte Cuevapala, desde donde, nos diría Juan Alcalde,
se ven tierras de Segovia, Guadalajara, y hasta de Madrid. El paraje de
San Pedro, donde aparecieron mosaicos romanos. Pero para nosotras, lo
más hermoso, por humano y asequible, es el paraje donde están los
huertos, la fuente romana, el río que nunca se seca –nos diría María
Ángeles Maeso, anfitriona y amiga-, los lagares, y esas pequeñas bodegas
excavadas en la tierra, que deberían ser ya, todo el conjunto de la
Ribera del Duero Soriana, edificios protegidos y apoyados, para evitar
su pérdida, o su decadencia.
Lo hemos dicho, y
escrito, muchas veces, hasta que uno no ha sido invitado al interior de
esos pequeños templos, no se conoce de verdad a las gentes de la Ribera
soriana. El vino que las bodeguillas albergan es como aquél del que Juan
Antonio Gaya Nuño dijo: “… no se sube a la cabeza,
y permite ingerir considerables cantidades sin que se trastorne la
crítica de la razón pura”. Se refería concretamente al de Langa, pero
vale para cualquier otro pueblo de la zona. Podemos afirmar, a
conciencia, que el que elabora Juan Alcalde y Rico en Valdanzo, tiene
las mismas propiedades. Su sabor a tierra, a madre tierra, le hace
auténtico y vivo. La gente del vino es especial y esencial.
Las
mujeres, otra vez las mujeres, con María Rosa Delgado, alcaldesa pedánea,
al frente, prepararon durante varios días dos cenas, una comida,
almuerzos y refrigerios. No sería nada reseñable si no fuera porque,
sólo para comer el Día de la Siega, éramos ciento cuarenta, y nos
dijeron que para la noche se habían apuntado más. Los menús variados y
originales. Después se hacen cuentas, y todo a escote. Sale barata la
fiesta, muy barata, porque el trabajo de las mujeres no se contabiliza,
aunque se valora, y mucho.
Los
ágapes comunitarios se hacen en el interior de un salón multiusos,
antaño escuela de niños, restaurado con gusto y, suponemos, que con
mucho esfuerzo. La otra escuela, que fue de niñas, alberga un museo
etnográfico, donde la pieza principal es una estufa llegada de allende
los mares, y sobre la que María Ángeles Maeso escribió un relato que
tenemos publicado en el web:
"La estufa que llegó de América".
La
persona mayor de los participantes fue Rufina Santos, 94 años, el más
pequeño iba en carrito, tenía meses, y no preguntamos el nombre. Podría
decirse que cinco generaciones juntas participando del Día de la Siega.
Hoy
sólo queríamos dejar constancia de nuestra visita, el sábado, a Valdanzo,
y dar las gracias por la acogida y la amabilidad de sus gentes.
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