No sabría decir cómo conocí a Inés
Tudela, ni dónde y cuándo nos encontramos por primera vez, pero
posiblemente fue a finales del siglo pasado en las aulas del antiguo
convento de La Merced como alumnas de los cursos de verano organizados
por la Fundación Duques de Soria.
Anteriormente, en 1988, yo había ido
en una mañana soleada de julio con otros alumnos del curso a instalar
una placa en la casa de la calle Caballeros donde había vivido el
intelectual americanista soriano D. José Tudela, padre de Inés. Desde la
estrecha acera frente a su casa los 10-15 alumnos de la entonces llamada
Universidad Alfonso VIII fuimos testigos mudos del homenaje, pero no
puedo recordar si allí en representación de la familia estaba Inés, de
la que entonces apenas tenía noticias.
Como pude comprobar más adelante,
Inés Tudela era una mujer ingeniosa, culta, educada y divertida que
conectaba fácilmente con su entorno. Con cierto aire teatral podía
modular su voz hasta adquirir un tono infantil, severo, crítico o
jocoso, según fuesen las circunstancias.
Mucho se ha escrito sobre la
estrecha relación de Inés con su padre, la similitud de intereses, el
cuidado por proteger e inventariar su obra, y sobre el que nuestra común
amiga Isabel Goig tiene escrita una biografía ( José Tudela. La
persona y sus espacios. 2010).
Inés había recibido una educación
elitista en Madrid, primero en el Instituto Escuela y el Liceo Francés y
después en la Universidad Complutense donde se licenció en Filología
Hispánica, y hasta el final de sus días fue capaz, ayudada por su
portentosa memoria, de conocer y recitar romances, poesías y fragmentos
de casi toda la literatura clásica española.
Después de acompañar a su padre por
todos los puntos de la geografía provincial, cuando este faltó, cuidó y
acompañó a su madre Dª Cecilia Herrero, licenciada en lenguas Clásicas y
profesora de griego, a la que llevaba en su Seat 600 a disfrutar del
Monte Valonsadero.
En una de esas salidas, contaba
Inés, fueron interceptadas por un guardia de tráfico que tras revisar la
documentación se interesó por el destino del viaje. ¿Qué a dónde vamos?
Pues mire usted, señor agente, vamos a Francia, a París exactamente, y
tenemos prisa por llegar a la frontera antes de que anochezca. El
guardia quedó tan sorprendido y atónito que, enseguida, Inés aclaró:
Pero hombre de Dios ¿Dónde vamos a ir nosotras dos? Pues a pasar la
tarde a Valonsadero.
Como su padre, Inés mostró gran
interés por las costumbres, fiestas y ritos sorianos, ya fueran las
fiestas de San Juan o los desfiles procesionales. Estaba tan presta a
cantar y recitar estrofas como yo a apuntarlas en mi libreta. Tengo
anotada una canción sanjuanera inédita para mí que dice así:
Que venimos de Valonsadero
Que venimos de Valonsadero,
que venimos de merendar,
levanta la falda niña
que te quiero ver bailar.
Tris, Tras, sal niña y verás
que bien te pongo el pañuelo,
por delante con vuelo,
ceñidito por detrás.
Tris, tras, sal niña y verás.
Que venimos de Valonsadero,
que venimos de merendar,
que hemos comido tortilla
con chorizo y algo más.
Tris tras, sal niña y verás.
Cambiando de voz podía entonar un
villancico:
Si el niño Jesús se hiela
bien se le está,
que no nazca ahora,
que nazca en San Juan.
O atreverse con una jota agredeña-aragonesa:
La Virgen de los Milagros
es morenica de cara
pero tiene un corazón
más blanco que una manzana.
Tuvo ocasión de conocer a grandes
intelectuales que visitaban a su padre en la casa familiar de la calle
Caballeros de Soria. Recordaba Inés que en una ocasión su madre las
había aseado cuidadosamente a ella y a su hermana Concha para ir a
saludar al ilustre visitante que estaba con su padre en el salón. El
visitante era D. Antonio (Machado) y su saludo fue poner la mano en la
cabeza de Inés, alborotarle el pelo y despeinarle el flequillo que con
tanto mimo le había peinado su madre.
Mayor recuerdo guardaba de la visita
de D. Miguel de Unamuno. Cuando Inés fue a saludarlo Unamuno le
preguntó: Inesita ¿Me cuentas qué has soñado esta noche?, y ella
contestó: D. Miguel, estaba tan cansada que no he podido ni soñar. Esta
respuesta debió sorprender tanto a Unamuno que posteriormente la recogió
en su obra Paisajes del alma, donde refiriéndose al carácter de
los castellanos escribe “Los más ni soñaban: cuidaban sus ganados, sus
veceradas, y roturaban sus campos. Tenían tanto sueño, sueño de
cansancio secular, que ni les dejaba soñar” (Alianza Editorial, pág.
96).
La Geografía, decía, era un tema al
que no le había prestado mucho interés pero a mí siempre me escuchaba
con atención. En una ocasión le hablaba yo sobre el valor simbólico que
con frecuencia se le ha atribuido al paisaje en el arte, concretamente
en el cine como en la película Doctor Zhivago, rodada en gran
parte en escenarios de la provincia. Le comentaba que cuando el paisaje
representaba “la estepa rusa”, las llanuras del Campo de Gómara con
horizontes lejanos y despejados, la vida del protagonista transcurría
feliz y relajada en su casa familiar de Varykino. Sin embargo, la
tensión, el peligro o el ataque de los partisanos aparecía en la “taiga
siberiana”, en los bosque y pinares sorianos donde parece que los
árboles se mueven, cierran el horizonte y bloquean la salida. De pronto
Inés que permanecía callada, dijo: Cierto, como en Macbeht cuando el
mensajero, nervioso y asustado, le dice que el bosque se está moviendo.
En ese momento fui yo la que quedó en silencio y mi cara atónita debió
igualar a la del agente de tráfico del principio. Lo primero que hice al
llegar a casa fue buscar la obra de Shakespeare y comprobar que,
efectivamente, en el acto V se reproduce casi literalmente la escena que
me había descrito Inés. Cuando las tropas inglesas y escocesas atacan el
castillo de Macbeth, para ocultar mejor a los soldados en marcha se
camuflan con ramas del bosque de Birnam pareciendo que el bosque se
mueve, que avanza, ante el escepticismo de Macbeth aferrado al poder.
En la nutrida biblioteca de D. José
Tudela, entre multitud de libros y carpetas con apuntes, resúmenes de
sus conferencias, artículos periodísticos, etc. he tenido la suerte de
ojear, entre otros, la primera edición de la obra de Gervasio Manrique “La
ciudad del Alto Duero” con algunas fotografías, sin firmar, del
fotógrafo adnamantino Apolinar Garijo, o la obra recopilatoria de música
popular de Schindler que recorrió la provincia acompañado por el padre
de Inés, y, sobre todo, he podido leer minuciosamente la joya de la
biblioteca, El Códice Tudela, en edición facsimil del original
que se conserva en el Museo de América de Madrid. Inés Tudela me
permitió llevármelo a casa para leerlo y estudiarlo y hasta
fotocopiarlo. Un lujazo, tengo anotado en mi cuaderno, que merecería
capítulo aparte.
Los últimos veranos, por diferentes
motivos, nos vimos menos, pero a finales de agosto acudíamos
puntualmente al casino de la Amistad, a la inauguración de la exposición
que anualmente presenta en el salón Gerardo Diego la pintora soriana
Isis Gaya, querida vecina y exalumna del IES Castilla. Isis es una mujer
inquieta que en Madrid investiga diversos temas y técnicas, desde la
acuarela al óleo, desde la abstracción a la figuración. Además de
observar la evolución de su obra, la exposición era la ocasión para
hablar con América, la madre de Isis, con Begoña, amiga y mujer
comprometida con los problemas de la provincia, o con José María Sainz
Ruiz que como gran maestro siempre arropa a la innovadora Isis. El
último año Isis planteó la oportunidad de hacer en directo una clase de
retrato al natural. Inés aceptó el reto y posó durante una hora,
sonriente y coqueta, hasta que Isis completó su magnífico retrato a
lápiz, y con él bajo el brazo marchó a casa, acompañada en esta ocasión
por su solícita sobrina Mª Inés. Precisamente fue Isis Gaya quien
primero me comunicó el fallecimiento de Dª Inés Tudela.
Cuando llegaba la Navidad Inés ponía
en su espacioso piso de Madrid tres o cuatro Nacimientos que había ido
acumulando a lo largo de su vida. Cerca de la puerta de entrada le
gustaba colocar un pequeño Portal procedente del altiplano andino, no
recuerdo si traído por su padre cuando impartió un ciclo de conferencias
por ciudades de Iberoamérica o, más bien, regalo de alguno de sus
alumnos/as de los cursos de Cultura Hispánica que ella dirigió. Cada vez
que lo mostraba me decía, mira, en los belenes andinos no se coloca
junto al portal la mula y el buey sino cuatro animales de la zona: la
llama, la alpaca, el guanaco y la vicuña, dos son domésticos y dos
salvajes, pero no especificaba cuales eran y yo nunca se lo pregunté.
Solo aprendí sus nombres: llama, alpaca, guanaco y vicuña.
Este año, a principios de diciembre,
Inés Tudela fue la primera persona en llamarme para felicitarme la
Navidad. Cuando le comenté que había visto andamios en su casa de la
calle Caballeros me dijo que iban a reparar el tejado, y añadió, como
otras veces y creo que con razón, que los organismos oficiales y los
comités urbanísticos dicen que su casa es un bien patrimonial de la
ciudad que hay que mantenerlo y agradecen que su padre no accediera a
vender la casa y el jardín para construir un bloque de pisos, como
ocurrió con tantas casas de Soria en los años setenta, pero cuando “las
cañerías del XVII” se estropean o, como en este caso, hay que reparar el
tejado, la única que se hace cargo y afronta los gastos es ella, Inés,
gracias, dice, a los alquileres de las otras viviendas que hay en el
inmueble de su casa. En este asunto, a veces, Inés ha tenido suerte con
unos inquilinos leales y casi fijos como Alfredo y otros socios de
Agresta que la llaman, la llamaban, cariñosamente “La Tudela”.
Sorprendentemente, nuestras casas en
Madrid están relativamente cerca la una de la otra. Por eso, con 99 años
recién cumplidos y tras decirme que tenía cierta inestabilidad al andar
y había de ayudarse con un bastón, se despidió de mí diciendo: Bueno
Carmen, ya sabes, si vienes a Madrid en Navidad llámame y me acerco a
saludaros. Vitalista, siempre.
Muchas gracias, Inés Tudela, por tu
confianza, ha sido un honor para mí disfrutar de tu amistad. Descansa en
paz.
Carmen
Sancho de Francisco