Aunque no nacido en Soria, el infante Juan de Castilla
pasó buena parte de su vida en la capital, donde se casó y procreó a sus
dos hijos, el mayor de los cuales (la hija fue religiosa), generaría una
larga y fructífera progenie, algunos de cuyos miembros emparentarían, a
su vez, con sorianos, dando lugar a títulos nobiliarios que todavía
perduran.
El
padre del infante Juan fue el rey Pedro I de Castilla (1333-1369), a
quien la Historia se empeñó en llamar el Cruel, aunque, de vez en
cuando, y desde los lejanos tiempos de los Reyes Católicos, se hallan
alzado voces intentando que ese apelativo fuera sustituido por otro, por
lo que también se le conoce como el Justiciero. Ejemplos ha dado
la Historia que superarían en crueldad a los de Pedro I, sólo es
necesario acudir a las crónicas, curiosear por los archivos o leer a
reputados historiadores, para comprobarlo. Su contemporáneo (con quien
hubo de luchar en reiteradas ocasiones), Pedro IV de Aragón, llamado por
unos el Ceremonioso y por otros el del Punyalet, no le iba
a la zaga. Muertes, exilios, envenenamientos, confiscaciones e intereses
de todo tipo estaban a la orden del día en unos siglos levantiscos y en
unos reinos donde la nobleza había conseguido unos territorios por
derecho de conquista a los musulmanes, y competían en riqueza y poder
con los propios monarcas. A lo que habría que añadir los hijos
bastardos, que fueron quienes, en el caso de Castilla, complicaron el
panorama.
Pedro I era
el único hijo legítimo de Alfonso XI y María de Portugal, pero su padre
mantuvo relaciones durante muchos años con Leonor de Guzmán, con quien
tuvo varios hijos varones, los Trastámara. A la muerte de Alfonso le
sucedió Pedro y la Historia, machaconamente, insiste en que de inmediato
persiguió a sus hermanastros y mató a la favorita de su padre, algo que
desmienten los documentos de la época, de los cuales hemos seleccionado
algunos. Alfonso XI murió el 27 de marzo de 1350 y su hijo Pedro, en las
Cortes celebradas en Valladolid año y medio después (en octubre de
1351), otorga una carta de privilegio a petición de su hermanastro, el
infante don Fadrique, maestre de Santiago, por la que confirmaba el
privilegio otorgado por Alfonso XI, padre de ambos, concediendo que en
las villas y ciudades de dicha orden la fonsadera tan solo se pagara a
la orden de Santiago, a petición del maestre. El mismo día sale otra
carta de privilegio para su otro hermano, Enrique (a cuyas manos habría
Pedro de perder la vida) confirmando la del padre de ambos en la que
concedía a Enrique el infantazgo del valle de Torío, redimiéndole de
todo tributo, de intromisión de merino o adelantado y de la jurisdicción
de otro juez que no sea del propio valle. Tres días después, sale de
esas mismas Cortes un Privilegio rodado de Pedro I por el que se
confirma la merced que su padre había hecho a doña Leonor de Guzmán (la
favorita) de la villa de Gumiel de Izán con sus aldeas. En cuanto a otro
de los graves cargos que se le hacen a Pedro I, el envenenamiento de su
mujer Blanca de Borbón, digamos que pocos años después de contraer
matrimonio con él, en 1355 ó 56, por mandato de Blanca y del Consejo de
Toledo, “se tomaron bienes reales de la casa del tesoro mayor que
custodiaba Samuel Leví”. La reina se sublevó contra él.
La
descendencia de Pedro I de Castilla, tanto legítima, como legitimada o
bastarda, fue numerosa. Parece ser que estuvo casado simultáneamente con
Blanca de Borbón (por intereses de pactos) y con María de Padilla, por
intereses sentimentales. Ambas murieron con poca diferencia, la segunda
a causa de la peste. De la francesa no tuvo descendencia, pero de María
de Padilla, además de un varón fallecido sin sucesión, nacieron Beatriz,
Constanza e Isabel. La primera fue religiosa, pero las otras dos
casarían con sendos hijos del rey Eduardo III de Inglaterra, Constanza
con Juan de Gante, duque de Lancaster, e Isabel con Eduardo, duque de
York. Con estas uniones, y considerándose, como eran, herederas
legítimas de Pedro de Castilla, los reinos hispánicos estuvieron a punto
de ir a parar a manos de la monarquía inglesa. La hija de Constanza y
Juan, Catalina de Lancaster, casó con Enrique III, con lo que se unieron
las dos casas de Alfonso XI, quedando legitimadas para la historia.
Del tercer
matrimonio del rey castellano, con Juana de Castro Ponce de León, hija
de Pedro Fernández de Castro, el de la Guerra, y de su segunda
mujer, Isabel Ponce de León, tuvo al infante Juan, de quien hablaremos,
pero antes haremos una incursión en los hijos ilegítimos, que también
los hubo. Con María de Henestrosa tuvo a Fernando de Castilla, señor de
Niebla, muerto sin sucesión. Con Teresa de Ayala a María de Castilla,
religiosa en Toledo, y con Isabel de Sandoval a Sancho (preso en Toro,
fallecido soltero y sin sucesión) y Diego de Castilla y Sandoval,
fundador de la línea de Guadalajara.
Parece ser que Isabel de Sandoval era una dama de Almazán.
El rey Pedro I pasó en la villa adnamantina varias temporadas. Las
distintas campañas en las que se enfrentó con el monarca aragonés hizo
necesaria esa residencia. Durante parte de septiembre y octubre de 1352
estuvo, primero en Soria, donde firmó una concordia con Pedro IV de
Aragón y después pasó a Almazán, encontrándole en Atienza en 20 de
octubre. Cinco años después, en 1357, firma documentos desde Ágreda,
Deza y Tarazona, desde Almazán lo hace en varias ocasiones, en los años
1358 y 1359. Durante estos viajes tal vez conociera a Isabel y nacieran
sus hijos. Se deduce que tenía querencia por su amante, pues años
después, en 1364, firma un albalá comunicando al Concejo de Murcia que
manda a doña Isabel “madre de don Sancho, mio fijo, que se vaya a
Murcia” y al obispo de Cartagena que la acompañe hasta Hellín con 100
caballeros. A Sancho le daría el señorío de Villena. Se deduce que Diego
aún no había nacido.
El hijo de Pedro I y Juana de Castro fue el infante Juan de
Castilla (+1405). Fue encerrado en la fortaleza de Soria, suponemos que
el castillo ahora en ruinas, de la que era alcaide don Beltrán de Eril.
Parece ser que al firmar la paz el rey de Castilla y el duque de
Lancaster (1386), Juan fue hecho rehén como garantía, a propuesta de su
propio cuñado el de Lancaster. No hay que olvidar que el infante era
depositario de los derechos sucesorios de su padre, Pedro I, en caso de
fallecimiento de los hijos (sólo hijas al haber fallecido el único
varón, Alonso) que había tenido con María de Padilla. No eran las
prisiones de los personajes de la realeza como la de los desgraciados de
la gleba. No podemos, por lo tanto, creer al portugués Gaspar Barreiros,
cuando dice, en “Coreografía de algunos lugares”, escrito en el siglo
XVI “… el rey don Enrique, su tío, después que mató a dicho rey don
Pedro, su hermano, en el castillo de Montiel, mandó meter dos de sus
hijos bastardos, mozos pequeños, en prisión de hierros, donde estuvieron
con ellos hasta el tiempo del rey don Juan II, que, cuando los mandó
sacar, eran ya hombres viejos y casi no sabían andar”.
Ni tan siquiera el desgraciado infante Jaime de Mallorca
(Jaume IV para los mallorquines), tuvo una prisión como la descrita por
Barreiros, aunque seguro que la padecería lo más dura posible. Bien es
cierto que el hermano de su madre, Pedro el Ceremonioso, le tuvo en una
jaula durante muchos años, pero sólo durante la noche, y resulta difícil
encontrar en la historia un personaje tan cruel como el rey de Aragón y
un caso como el de Jaime IV, por cierto fallecido en Soria y enterrado
en el convento de franciscanos de la ciudad. En general, las prisiones
de los miembros de la realeza eran acordes con el estatus del prisionero
(tal vez para no crear precedentes en un mundo donde el carcelero podía
convertirse en preso). Por eso, el infante Juan pudo casarse en prisión
con la hija del alcaide, Elvira de Eril y Falces.
El matrimonio entre Juan y Elvira dio como fruto dos hijos.
El varón llevó el nombre del abuelo, Pedro de Castilla. Habría de tener
estrecha vinculación con Soria, al ser obispo de Osma, de Palencia, y,
antes, arcediano de Alarcón. Murió en Valladolid en 1461. Antes de
dedicarse al mundo de la Iglesia, tuvo relaciones con una dama inglesa
de la corte de la reina Catalina, prima suya, Isabel de Drochelin, y
después con una muchacha de Salamanca, María Fernández Bernal. De la
primera nacieron: Alonso de Castilla, el Santo; Luis de Castilla, prior
de Aroche y presidente de Castilla, muerto en 1506; Isabel de Castilla,
religiosa; y Aldonza de Castilla, casada con Rodrigo de Ulloa, señor de
la Mota y contador mayor de Castilla. De la segunda relación nacieron
Sancho de Castilla, ayo del príncipe don Juan, quién casó con una noble
de Almazán, de los Hurtado de Mendoza; Constanza de Castilla, monja en
Santa María del Real; Pedro de Castilla, de donde saldría la rama de los
condes de Castillo del Tajo… En fin, de este nieto de Pedro I de
Castilla, surgieron títulos, como el de Caltojar que emparentó con los
marqueses de la Granja, también los marqueses de Campo-Ameno, los condes
del Castillo de Tajo, condes del Álamo. Una descendiente, Juana de
Castilla, contrajo matrimonio en Soria con Jorge de Beteta
Después de
Pedro, el infante Juan y su esposa tuvieron a Constanza de Castilla,
abadesa de Santo Domingo el Real, de Madrid, fallecida en 1478. Cuando
el infante Juan de Castilla murió, fue enterrado en la colegiata de San
Pedro de Soria. Sería doña Constanza, su hija, nieta de Pedro I, quien,
siendo priora, solicitó permiso del rey Juan II, su sobrino, para
trasladar la sepultura del rey Pedro y de su hijo el infante Juan, al
convento de su regencia, permiso que le fue concedido. Los instaló
delante de la capilla mayor y mandó colocar dos estatuas orantes. Más
tarde, los Reyes Católicos dignificaron más los enterramientos y
construyeron un sepulcro de mármol negro. En el epitafio del padre de
doña Constanza se lee:
“Aquí yace
el muy excelente Señor D. Juan, hijo del muy alto Rey D. Pedro, cuyas
animas nuestro Señor aya y de tres hijos suyos. Su vida y fin fue en
prisiones de la ciudad de Soria. Fue mandado enterrar por el Rey D.
Enrique en San Pedro de la misma ciudad, y de allí trasladados sus
huesos Viernes a veinte y cuatro de Diciembre de mil quatrocientos
quarenta y dos aquí en esta sepultura. Sor Doña Constanza su hija,
Priora del dicho Monasterio de Santo Domingo el Real, cuya anima aya
Nuestro Señor. Los que me mirais, conoced el poder grande de Dios; El me
hizo nacer de muy alto rey; mi vida y fin fue en prisiones sin
merecerlo. Toda la gloria de este mundo es nada. La bienaventuranza
cumplida es amar y temer a Dios”.