por Divina
Aparicio
El despoblado de Castril
Despoblado
perteneciente a Miño de San Esteban
Diz
que por aquellos entonces había un pueblo allende Duero llamado Castril.
Diz que un puñado de tenaces labriegos se esforzaba por hacer parir a la
tierra sus frutos. Diz que estaban establecidos allí desde muy antiguo,
pero que hubieron de abandonar aquellos pagos hostigados por una plaga de
culebras.
—No sabrá usted cómo se llega a
Castril.
—¡Qué hacer no! Eso no tiene
pierde. Siga la carretera nacional y, en llegando a Langa, vuelva a
preguntar, que allí le darán razón. Ahora que, ¡buena gana de gastar
tiempo y gasolina!, porque, por no quedar, en Castril ya no quedan ni
siquiera piedras.
Se puede llegar a Castril desde
San Esteban de Gormaz o desde Langa. Si se elige como punto de partida San
Esteban, se ha de cruzar el Duero y tomar a mano derecha una carretera
comarcal con dirección a Soto. Si usted prefiere ir desde Langa, también
tendrá que atravesar el río; deberá coger primero la carretera que enfila
hacia Valdanzo y girar a la izquierda para continuar por la que, pasando
por Soto, termina en San Esteban.
—¿Tiene usted alguna noticia
sobre Castril?
—Mia,
pues lo que cuenta todo el mundo: que tuvieron que
irse con lo puesto porque dieron tras de ellos las culebras. Pero yo
hablo de oídas, al mejor po’que sólo sean cuentos de esos de
abuelorios.
—Puede.
La existencia de Castril (pequeño
castro) está sobradamente probada tanto en documentos del siglo XV como en
la cartografía del XVI. Fue un asentamiento situado entre Soto de San
Esteban y Langa, frente por frente (río Duero por medio) de Alcozar,
que ya en el año 1783 era catalogado como despoblado.
—También tengo oído que el
campanillo del reloj del castillo de Alcozar lo trajeron de Castril.
—Puede, pero...
—¡Pa’chasco
que no se lo vaya a creer!
—Si usted lo dice...
Cuentan en Alcozar que el
campanillo que hacía sonar las horas del reloj del castillo se lo compró
la corporación municipal a uno de los últimos habitantes de Castril.
Incluso aseguran que sus campanadas se oyeron por primera vez al tiempo
que venía al mundo Fernando Puentedura Rejas, quien, según mis cálculos,
basados en datos extraídos de las cartillas de racionamiento del año 1941,
nació exactamente en 1897. Sin embargo, por una parte y como ya se ha
señalado, Castril se consideraba despoblado en 1783 y, por tanto, resulta
difícil de admitir que la aludida campana permaneciese durante al menos
ciento doce años en un lugar deshabitado sin suscitar la codicia de algún
desaprensivo. Por otra parte, el campanillo, como he podido ver yo misma,
lleva grabada la fecha de 1895, que se supone que fue tanto el año de su
construcción como el de la inauguración de la torre civil a cuyo tejadillo
todavía hoy permanece anclado.
—¿Qué más sabe usted sobre
Castril?
—Pues se resulta que dicen que
fue por lo de las culebras, pero no sé yo... Ahora que, de ser cierto,
debió que haber una porción de ellas, porque por cuatro no coge uno el
portante y levanta la casa; vamos, digo yo. Y eso que no era mal
terreno. Las tierras tenían que ser por un tenor de todas las que
bordean el Duero y, bien mirado, al menos algo de hortaliza podrían
regar. Aunque, claro, según y conforme. Al mejor las avenidas les
llegaban hasta debajo de la cama, que cosas peores se han visto cuando
se sale el río de madre y deja el terreno anegado durante todo el
ivierno. Luego, que los chínfanos también debían darles la
murga al ponerse el sol. ¡Menuda cómo clavan los fínifes al
anochecido por aquella zona!. Pero por estos pueblos nunca se han visto
tantas, a las culebras me refiero. Alguna que otra entre los rastrojos
cuando íbamos a segar. Si la veías a tiempo, un golpe en la cabeza con
el pico de la hoz y... ¡zas! ya estaba aviada. Había quien las cogía por
la cola, las meneaba fuerte —tal que así— y con el espinazo tronchado no
podían moverse y se morían en un santiamén. Algunos años si que te
encontrabas unas camisas de más de un metro que habían dejado las
culebras en las zarzas al cambiar de piel, pero tampoco eran muchas,
aunque, eso sí, metía miedo su envergadura. Yo, qué quiere que le diga,
no me lo acabo de creer del todo. Sus razones tendrían —que yo no me
meto en eso— pero que fueran las culebras las causantes...
—Pues sí, no resulta fácil de
creer.
—Y entonces, ¿qué es lo que
piensa usted al respective?, si no es mala pregunta.
—Yo creo que la despoblación de
estas tierras no comenzó hace cuatro días; que lo de la emigración nos
viene de muy lejos, y que la verdadera causa pudiera radicar en el hecho
de que los habitantes de Castril (como les ocurre a los moradores de
muchos pequeños pueblos sorianos actualmente) pensaron que su economía,
su vida y sus costumbres se mantendrían inalterables per omnia
saecula saeculorum —o al menos durante toda su vida— y no supieron o
no pudieron adaptarse a los tiempos siempre cambiantes. Y eso que las
cosas mudaban poco por entonces, que si hubiera sido ahora...
—Pues de ser así, en la
penitencia llevaron el castigo; aunque a unos antes y a otros después, a
todos nos va a llegar el turno si Dios no lo remedia. Y mire usted, no
me gusta mentar a las alturas, pero tengo para mí que Dios no está por
esa labor.
Las
creencias que aseguran deberse a estos ofidios alguna desgracia ocurrida
en el remoto pasado estuvieron muy difundidas por la Ribera del Duero
soriana. Todavía hoy podemos encontrar dos versiones que difieren
ligeramente. Según la primera, la culebra o serpiente reptaría por la
noche y se introduciría en la cama donde una mujer estuviera amamantando a
su hijo, metería la cola en la boca del niño con el fin de acallar el
hambre del pequeño y para que no llorase ni despertase a sus padres, y se
agarraría a la teta hasta saciarse. La segunda versión se diferencia de la
primera en que la bicha enrollaría su viscoso cuerpo alrededor del tierno
cuello infantil y lo asfixiaría, mientras que la pérfida bestezuela se
tomaría tranquilamente la leche materna hasta quedar ahíta. En cualquiera
de los casos el pueblo comenzaba a quedarse sin población infantil y, en
vista de los dramáticos acontecimientos, las familias no tenían otra
alternativa sino la de cerrar sus casas y emigrar a otra localidad.
Llama poderosamente la atención
la existencia de tantas creencias populares y leyendas que vinculan las
culebras con la extinción de un pueblo o asentamiento humano, cuando los
casos reales más graves de picadura de este reptil que se conocen en la
actualidad son sufridos por las ovejas en sus ubres.
Creemos que estos dos elementos
(ubre y serpiente) configuraron este tipo de leyenda, equiparando la ubre
a la mama humana y suponiendo que estos ofidios buscan la leche de las
mujeres que están amamantando. Esta creencia, unida a la transposición
seudo religiosa de la imagen de Eva siendo engañada por la serpiente para
que cometiese el pecado original y, posteriormente, la proliferación de
“purísimasconcepciones” sojuzgando a la bestia y aplastándola con el
calcañar, suponemos que fueron el fundamento de leyenda tan extendida y
que, por analogía, tomó las connotaciones propias de las plagas o
maldiciones bíblicas.
Hubo otra creencia, hoy
desterrada y olvidada, que también tenía como protagonistas a las
culebras. Yo recuerdo que de niña mi abuela me decía que no dejase el agua
en la palangana con los pelos de mi coleta flotando, porque estos se
convertirían en culebras. Seguramente formaba parte de los cuentos y
argucias utilizadas en la socialización infantil para inculcar a los más
pequeños el modelo de comportamiento ideal de la comunidad y evitar
posibles desviaciones de las normas establecidas, entre las que se incluía
el que la mujer, fuera cual fuese su edad, sintiera tendencia hacia la
limpieza incluso en tiempos en los que, después de haberse lavado cara y
manos —y como mucho también el cuello y las orejas— el agua de la
palangana tenía que arrojarse a la calle, a veces sin tan siguiera decir
un ¡agua va!.
Entre San Esteban de Gormaz y
Langa, en escasos siete kilómetros de ambas márgenes del río Duero,
existieron por lo menos tres núcleos de población hoy desaparecidos:
Castril, Cubillas y Oradero. Los documentos o referencias históricas
alusivas a estas poblaciones —seguramente pequeñas granjas o lugares— no
son abundantes, aunque podemos asegurar que todos ellos pertenecieron al
monasterio de La Vid.
Es bien conocida la antigua
costumbre por la que los nobles favorecían a una determinada abadía o
monasterio con sus donaciones. También familias económicamente más
humildes fueron uniéndose a esta práctica con el paso de los siglos,
aumentando así el poder temporal de que gozó el clero regular y secular. A
través de estas donaciones, que quedaron debidamente registradas en
documentos contractuales, se cedían tierras a cambio de que los monjes
procuraran, por medio de misas y rezos, la salvación de las almas de los
donantes y les aseguraran un puesto digno —al menos similar al
privilegiado que hubieran gozado mientras deambularon por este valle de
lágrimas, que ellos siempre pudieron y supieron enjugar— en la vida
eterna.
Y de este modo los monjes se
hicieron con la posesión de vastas extensiones de tierra, cuyo dominio
útil unas veces cedían a los caballeros o grandes señores de la región a
través de la constitución de censos enfitéuticos, que les reportaban los
beneficios del canon establecidos anualmente; y en otras ocasiones se
limitaban a “urbanizar” un trozo del terruño —construyendo casas y una
ermita o iglesia— en el que establecían a un puñado de colonos que
trabajaban de sol a sol para engrandecer la obra del Señor y, sobre todo,
el patrimonio de cualquiera de los múltiples monasterios repartidos por la
geografía hispana.
Las tierras de Castril
pertenecieron al monasterio de La Vid por lo menos desde principios del
siglo XV. También contaba dicho monasterio con dos ruedas de molino
“corrientes y molientes” que en 1516, y según se contiene en documentos de
apeo y deslinde, apenas si producían cuatro o cinco mil maravedíes
anualmente, de los cuales se había de gastar una buena parte en
reparaciones.
Posiblemente fuera la escasa
rentabilidad de estos molinos lo que, el 29 de mayo de 1516, decantara al
monasterio de La Vid a establece un censo enfitéutico perpetuo a favor de
Gutiérrez Delgadillo (señor de Castrillo de Luis Díez, Cevico Navero,
Alcozar...) en el que quedaba incluido el dominio útil de dos ruedas de
aceña (molinos) que dicho monasterio poseía en el río Duero, en el término
del lugar de Castril, de la jurisdicción de la villa de San Esteban de
Gormaz, con todos sus aparejos y con un barco que había en dichas aceñas,
tal y como se indica en la carta censal.
La barca, u otra posteriormente
construida, todavía cruzaba el Duero en la década de los sesenta del siglo
pasado. Era un rudimentario artilugio hecho con tablones. Unas viejas
cubas lo hacían flotar sobre el agua, y dos maromas, de las que se había
de tirar con fuerza, posibilitaban el cruzar el río sin ni siquiera
mojarse las albarcas. La maroma y también este tipo de balsa dicen
que se denominó andarivel. Su manejo era muy simple, pero se requería
cierta pericia para hacer que se deslizase por el agua, por lo que no
faltó la ocasión en la que volcase y acabara el pasaje remojado en el
Duero en pleno invierno, sin que la gravedad de estos hechos pasara de
pillar un resfriado morrocotudo los navegantes.
—¿Y dice que se llamaba
andarivel?
—Eso pone en los libros.
—Pues por aquí, que uno sepa,
nunca se ha estilado esa palabra. Aquí a esa cuerda gorda se la llamaba
maroma y al achiperre aquel le decíamos barca de cubetes y
sanseacabó.
—¿Usted ha conocido eso o sólo
es otro cuento?
—¡Qué va a ser!, ¡dígamelo
usted a mí, que por poco me ahugo un día que volcó aquel aparato
y dimos todos en el Duero!
¡Cómo
me impresionaba, siendo niña, la silueta de la iglesia de Castril
recortada sobre el límpido cielo azul del verano castellano! Se podía
observar desde Alcozar subiendo al Macerón o a Carrasomo, pero quedaba
desdibujada por la distancia. Mejor perspectiva y más imponente ofrecían
las ruinas vistas desde la Parrilla o desde el Soto.
En la actualidad las tierras del antiguo Castril pertenecen al término del
municipio de Miño de San Esteban,
y del antiguo lugar no queda más que un lienzo de muro que soporta
estoicamente el azote del cierzo y el mordisco de la helada, y parte de
una iglesia románica en cuyas paredes se solazan las lagartijas y que ha
sido pasto de vandálicos robos y despojos. La iglesia, de una sola nave y
con ábside rematado por bóveda de horno, ha quedado desprovista de
capiteles, sillares y cualquier otro elemento decorativo o de construcción
que pudiera tener algún valor. Esto, y un pequeño colmenar con paredes
bardadas en cuyo interior sobrevive un arbolillo raquítico, es todo lo que
ha quedado de Castril tras el paso del tiempo y de las desaprensivas
hordas de expoliadores, que con seguridad causaron mayores estragos que la
multitud de culebras que quiso crear la leyenda. En verano el paraje
exhala un aire silente de nostalgia; en invierno un insondable silencio
que intimida.
© Divina Aparicio de
Andrés
Texto
publicado en "Casos y Cosas de Soria, III", Soria Edita, Soria, 2002,
enviado por su autora para soria-goig.com
Web de Alcozar
Web de
Miño de San Esteban
Fotos de Despoblados
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