Mario Díaz
Meléndez
Licenciado en Historia por la Universidad Autónoma de Madrid y
Arqueólogo
Breve descripción de sus
características:
Los emplazamientos son estratégicos,
presentándose en lugares de fácil defensa debido a sus óptimas
condiciones naturales, espolones, espigones fluviales, escarpes, colinas
o laderas, con una altitud media de 1200 m. sobre el nivel del mar.
Las dimensiones de los castros son
reducidas, siendo su superficie total inferior a una hectárea, erigiendo
construcciones defensivas en las zonas que no están protegidas por las
condiciones naturales. Así pues, la mayoría de los poblados se
fortifican con una única línea muralla de piedras de careo
natural, mampostería asentada, en la mayoría de los casos, en seco,
protegiendo el flanco más accesible, aprovechando para su trazado las
afloraciones rocosas. Estas murallas estarían formadas por dos
paramentos paralelos cuyo espacio interior se rellena con piedra y
tierra, pudiendo ser ataludadas, ofreciendo sección trapezoidal, o
presentar paramentos verticales, con unos grosores que oscilan entre 2,5
y 6,5 m., llegando a alcanzar alturas en torno a los 2,5-3 m., e incluso
4 - 4,5 metros.
Las puertas son difíciles de
documentar, siendo simples interrupciones en el trazado de la muralla o
en uno de los extremos junto a un cortado. La existencia de torreones
se documenta por el aumento en los derrumbes en determinadas zonas del
trazado de la muralla, atestiguadas en castros como el de El Royo,
Collarizo de Carabantes, El Pico de Cabrejas del Pinar, los Castellares
de El Collado, Alto del Arenal de San Leonardo, etc., destacando
Valdeavellano de Tera con cinco torres de planta circular adosados a la
muralla.
Un elemento característico de los castros
son las Piedras hincadas o chevaux-de-frise,
sistema defensivo que consiste en colocar series de piedras aguzadas y
de aristas cortantes, hincadas en el suelo, sobresaliendo entre 0,30 y
0,60m., en la zona más vulnerable del castro, por lo que no siempre
acompañan a la muralla en su recorrido. Se documentan en Castilfrío de
la Sierra, Castillejos de Gallinero, Alto del Arenal de San Leonardo,
Langosto, Valdeavellano de Tera, Taniñe, Hinojosa de la Sierra, y
Cabrejas del Pinar.
La presencia de fosos está
atestiguada en algunos poblados a partir de la observación de una ligera
depresión, que bien pudiera ser fruto de la extracción de material en
estas zonas con vistas a la realización de diversas construcciones.
En cuanto al urbanismo, cabe decir
que es el aspecto menos conocido ya que se detecta con dificultad, lo
que llevó a que muchos supusieran que la arquitectura doméstica
estuviera constituida por simples cabañas de arquitectura efímera,
considerando que las construcciones de mampostería habrían comenzado a
emplearse en un momento avanzado. Excavaciones más recientes, han dado a
conocer diferentes plantas de habitación de mampostería, como las
encontradas en el castro del Zarranzano, en el Castillo de El Royo,
Fuensaúco, Pozalmuro, El Espino, Hinojosa, Carabantes e incluso en
Valdeavellano de Tera, lo que permite suponer que existan igualmente en
las demás. Estas viviendas presentan plantas rectangulares y algunas
circulares como en el Castro del Zarranzano, siendo la primera la que se
adoptará en los últimos compases del Hierro I, configurándose un hábitat
ordenado.
Los ajuares materiales documentados son en
su inmensa mayoría cerámicas, vasos de superficies lisas y cuidadas,
fundamentalmente de tendencia cuenquiforme, y otras especies toscas,
contenedores de almacenaje, con decoraciones de digitaciones,
ungulaciones o cordones en los bordes. Los hallazgos metálicos son poco
frecuentes, mayoritariamente de bronce, apuntando con exclusividad al
siglo V a.C, como fíbulas, agujas, fragmentos de brazaletes, pasadores,
botones, etc. Destaca, en relación con la metalurgia, un posible horno
de fundición documentado en El Royo, donde aparecen moldes de arcilla
para la fabricación de objetos de bronce y escorias de hierro, cuya
materia prima se recogería del entorno, siendo conocidos los recursos
férricos y cúpricos de Vinuesa, así como los del Moncayo cuya
explotación será algo posterior. Entre los ajuares domésticos destacan
las fusayolas de barro y las pesas de telar, relacionados con
actividades textiles, así como ponderas, fichas cerámicas circulares con
perforación central, interpretadas como fichas y bolas de arenisca o
arcilla, que pudieron servir para el juego, y los molinos barquiformes
y circulares para la transformación de harinas.
Economía y alimentación:
Las estrategias productivas buscarán la
diversificación de los recursos repartidos en el entorno. Así pues
desarrollan una agricultura en los terrenos más inmediatos, a las faldas
de los cerros donde se asientan, con menor gasto para el traslado,
cultivando hortalizas, leguminosas y cereales de secano, como trigo y
cebada, documentadas en los análisis de residuos de las cerámicas y
molinos, destacando, como curiosidad, la elaboración de cerveza, cuyo
proceso se documenta tanto en Numancia como en Hinojosa del Campo,
siendo este último lugar el que presenta las fechas más antiguas de la
elaboración de este caldo (siglo VI a.C).
La ganadería sería una actividad muy
destacada en este medio geográfico que ofrece grandes posibilidades para
su desarrollo, como los fondos de valle que serían utilizados como
pastos comunales. Los animales domésticos documentados son
principalmente ovicápridos, vacas, caballos y perros, desarrollándose
estrategias pastoriles que buscarán el contraste de pastos de verano e
invierno, como la dula, que no es más que la organización que
designa a un pastor el traslado del ganado en verano a unos pastos
comunales, tradición que a pesar de vincularse a un origen medieval,
presenta en este contexto socio-económico una relación con el mismo que
puede retrotraer su desarrollo a estos momentos. Además aprovecharían
toda una serie de recursos que ofrece el entorno boscoso, muy apto para
la caza del ciervo y jabalí, y para la recolección de madera y frutos
silvestres como bellotas.
La dieta alimenticia de estas poblaciones,
sería fundamentalmente vegetal, consumiendo cerveza, harinas y panes de
bellotas elaboradas en los molinos anteriormente citados, o gachas,
donde se mezclan diversos cereales con la leche que les proporcionaba el
ganado. Raramente comían carne, más que la que proporcionaba la caza,
puesto que el ganado era utilizado fundamentalmente para obtener
productos secundarios como los derivados lácteos, abonos o la lana, ésta
última muy adecuada para protegerse del frío, destacando la confección
del sagum, prenda que a modo de capa con capucha ha sido utilizada a la
largo de la historia hasta la actualidad.
Este régimen alimenticio ofrecía notables
carencias, siendo frecuentes las enfermedades como la avitaminosis
aviar, el bocio endémico, los sabañones, el raquitismo, caries dentales,
etc, lo que definiría el aspecto morfológico poco desarrollado de estas
gentes, con estaturas bajas en torno a 1,60 metros.
Sociedad y formas de vida
El tipo de sociedad que generan estos
castros es de tipo tribal, sociedades igualitarias fundamentadas en un
antepasado genealógico, adoptando una explotación colectiva de la
tierra, lo que no significa que no existiesen diferencias de riqueza
ente los miembros de la comunidad. La familia será el eje vertebrador de
estas sociedades, cuyas formas de autoridad derivan de la
institucionalización de unos linajes que regularán la vida de estas
gentes, protagonizando los intercambios y alianzas con otros grupos y
planificando y organizando de manera autónoma las actividades
productivas que se desarrollan en éste.
Se restringe el acceso a la tierra a toda
persona ajena a este grupo, creándose una territorialidad que implica la
individualización de cada lugar con respecto a si mismos, y frente a
otros pobladores, autodefiniéndose como grupo, por lo que se formarán
fronteras y murallas, estas últimas dotadas de múltiples significados
aparte de los defensivos.
Generan un tipo de hábitat castreño que
es resultante de la rígida planificación que se lleva a cabo
previamente a su construcción, buscando el equilibrio entre la fuerza de
trabajo que poseen y la diversidad de recursos que les ofrece el
entorno, no pudiendo superar un límite demográfico previamente
establecido, ya que esto traería consecuencias negativas para la
supervivencia.
El castro como unidad campesina básica de
producción, generalizada e independiente, busca la homogeneidad entre
ellos, negando la creación de poblados dependientes entre sí, por lo
que ante un aumento demográfico adoptarán la solución de la
segmentación, es decir la creación de nuevos poblados semejantes con los
que establecerán relaciones de solidaridad e intercambio matrimonial.
Esta adaptación y estabilidad, dependía en parte de no exceder unos
volúmenes demográficos determinados, así el tamaño del grupo no podía
ser ni tan pequeño como para no generar la fuerza del trabajo suficiente
para mantener los niveles de producción culturalmente fijados, ni tan
grande como para que se produjera una intensificación de los procesos de
trabajo, sino una decisión del grupo sobre la cantidad de trabajo a
invertir. Es esta una de las razones por lo que se erigen estas
impresionantes murallas, las cuales vendrán a desempeñar múltiples
funciones que van desde lo propiamente defensivo, ante la posibilidad de
amenazas externas, hasta lo meramente social, frenar el crecimiento de
los poblados, pasando por otras como la expresión simbólica de la
identidad de grupo o la protección de la comunidad ante los fríos
vientos que azotan estas tierras.
Esa búsqueda de la diversificación de los
recursos que les ofrece el entorno, conlleva la necesidad de organizar
las tareas de cada uno de sus pobladores. Los hombres llevarían a cabo
las actividades agropecuarias más “pesadas”, principalmente aquellas que
llevaban aparejado el desplazamiento fuera del poblado, como las
pastoriles. Mientras que las mujeres, debido a su condición
reproductora, ayudadas por los jóvenes, realizaban aquellas tareas
desarrolladas en el entorno más inmediato, como el cultivo de huertos,
la transformación de alimentos, elaboración de artefactos, cuidado de
los niños, etc., recayendo sobre éstas el peso intelectual del grupo.
Tradicionalmente se acepta que eran ellas las que marchaban a otros
poblados para casarse, jugando un papel muy importante en las alianzas
intercomunitarias.
La
desaparición de estos castros y el comienzo de una nueva etapa. La
Segunda Edad del Hierro:
A partir de la mitad del siglo IV a.C
asistimos a la implantación de poblados nuevos, paralelamente al
abandono de la mayor parte de los castros serranos, cuya situación y
emplazamiento difieren notablemente de estos últimos. Se produce un
incremento de la población en la zona centro, acusándose una mayor
presión en los márgenes del Duero, campiña de Almazán y zona centro,
sobre los ríos Avión e Izana. Estos nuevos poblados se emplazan
preferentemente en lugares elevados, cerros destacados en amplias
llanadas aptas para la agricultura de secano, sin faltar las pequeñas
granjas que se disponen en el llano. Asistimos, por tanto, a un cambio
en el régimen de vida que se refleja en la adopción de una nueva manera
de organizar la sociedad, asumiendo el modelo organizativo que venía
desarrollándose y expandiéndose desde el valle del Ebro, cuya
implantación definitiva configura la cultura celtibérica propiamente
dicha.
Los poblados ahora se organizarán a través
de una calle central, en torno a la que se disponen viviendas de planta
rectangular adosadas entre sí, cuyos muros traseros conforman una
muralla.
Fig.3: Castros del Hierro I: 1)
Hinojosa de la Sierra, 2) Castilfrío de la sierra, 3)
Valdeavellano de Tera, 4) Taniñe. Poblados de zona Almazán:
5) Rebollo de Duero, 6)
La Corona Almazán.
Fig.4:
Poblados de mitad s.IV a.C: 7) Arévalo de la sierra, 8) Ventosa
de la sierra. Poblados celtibéricos (s.III-IIa.C): 9)
Calatañazor, 10) Izana, 11) Ocenilla, 12) Suellacabras. Según B.
Taracena.
En lo referente al plano económico,
asistimos a un progresivo desarrollo de una agricultura cerealera
extensiva que emplea nuevas técnicas de cultivo, complementada con una
ganadería de bóvidos y ovicápridos, así como a la activación de las
minas de la sierra del Moncayo, que permite alcanzar un desarrollo
significativo en el plano de la metalurgia, principalmente en el trabajo
del hierro y bronce.
Se configura una nueva organización social
de tipo gentilicio y guerrera que genera una creciente jerarquización
social basada en las clientelas personales, las cuales favorecen el
mercenariado y las razzias, además de conformar un nuevo ritual
funerario basado en la cremación. Todo esto, viene a reflejar la ruptura
del equilibrio mantenido por las sociedades castreñas del primer Hierro.
Así pues,
la mitad de los castros serán abandonados, mientras que la otra mitad
perviven junto a los nuevos emplazamientos que se crean en estos
momentos de principios de la Segunda Edad del Hierro. Aparecen ahora
poblados con presencia de cerámicas realizadas a torno, como el Castelar
de Arévalo de la Sierra, La Muela de Garray, Los Villares (Ventosa de la
Sierra), Torre Beteta (Villar del Ala), Los Cerradillos (Portelárbol),
Cerro San Sebastián (Fuentetecha), Transcastillejo (Cirujales del Río),
El Castillejo (Omeñaca), o Cerro Utrera (Ventosilla de San Juan), entre
otros muchos ejemplos.
Estos poblados, de mayor extensión que los
anteriores, llevan a cabo un proceso de concentración demográfica que
tiene que ver con la progresiva creación de una sociedad de clases, en
la que las élites guerreras se encargarán de concentrar y distribuir los
excedentes, jerarquizando un territorio formado por poblados y granjas
que aceptan la imposición de la capital más cercana..
Durante el siglo III a.C, la cultura
celtibérica está plenamente formada y la mayoría de los poblados que
continuaron su existencia durante el siglo IV a.C, van siendo absorbidos
por otros más grandes, como en el caso de los Villares de Ventosa de la
Sierra, que concentra en un mismo espacio a la población del valle de
Arévalo.
Esta dinámica trae consigo la
configuración de las primeras protociudades, a las que llamaremos
oppida, como Numancia, Tiermes, Uxama, Voluce, etc., formadas por un
amplio territorio organizado, donde también encontramos asentamientos de
mediano tamaño, así como castillos que controlan los territorios
fronterizos, como el de Ocenilla, Otalvilla (Carbonera de Frentes),
Golmayo, Taniñe y San Felices, entre otros, consiguiéndose la
uniformidad cultural de la etnia arévaca, cuyo apogeo se centra entre
los siglos III y II a.C, hasta que la presencia de Roma vuelva a
reorganizar el territorio.
© Mario Díaz Meléndez
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