“Urbano le había prometido a Paloma que
irían a Sarnago para la Trinidad, pero que él sólo pasaría una noche,
ella y los chicos podían quedarse lo que quisieran. Paloma no estaba
dispuesta a pasar ni un solo día sin su marido, así que decidió que
todos se bajarían al día siguiente de la fiesta grande.
Sarnago bullía de gente y fiesta. Hasta
José María había recuperado la sonrisa abierta y sincera. Ese año
tendría que haber sido móndida alguna de sus hermanas, pero el luto no
lo había permitido. José María ayudaba a los mozos a vestir el ramo. Los
muchachos se abrazaron, el anfitrión le ofreció una copa de anís a
Pedro, y marcharon a recorrer el pueblo, no como lo habían hecho
siempre, sino como los dos hombres en que se habían convertido en la
invernada. Habían llegado en dos yeguas, en una Paloma con Román y la
niña, y en otra Urbano y Pedro.
Paloma se dirigió directamente a su casa
del Barrio bajo, donde todo era alegría. Urbano buscó a José, el hermano
de Paloma, que estaba en la taberna. Paloma abrazó a su cuñada, María,
que vestía, junto a Daniela, a la niña de la casa, a Dani. Sobre la mesa
reposaba el cestaño que se había vestido el jueves anterior, colocando
primero un saquete con sal para darle consistencia, encima de él una
gran hogaza de pan con azafrán que había amasado y cocido Daniela, donde
se habían hincado los urgujuelos, rodeándolos de vistosas cintas, y
culminándolo con un hermoso ramo de flores. Todo ese trabajo lo había
hecho María, la madre de la móndida. La música había comenzado a sonar,
eran los Patos, que habían llegado de Cornago con su pequeña
banda de cuerda.
La casa familiar, llena de mujeres que
deseaban ver cómo se vestía a una de las tres móndidas, se alegró aún
más con la música que había parado delante de ella para agasajar a la
muchacha. Una mujer salió a la calle con una bandeja de rosquillos y
otra con el anís y las copas, para que los músicos echaran un trago,
otro más. Dani, con dieciséis años recién cumplidos, luchaba por
mantenerse quieta y que las lágrimas no la ahogaran. Estaba nerviosa,
pero deseando pasear su hermoso atavío por las calles y que la viera ese
muchacho que tanto le gustaba.
Una parte de la mesa estaba repleta de
dulces que había hecho Daniela: madalenas, rosquillos, roscas troceadas,
galletas de nata, todo iba desapareciendo en las bocas de los niños, que
ese día se mostraban desinhibidos, sobre todo porque nadie se fijaba en
ellos.
La plaza, desde la que se divisaba el
magnífico panorama de las sierras, se había llenado de gente que vestía
sus mejores galas y que rodeaban a las muchachas que se estrenaban de
Móndidas, y al mozo del ramo. Los hombres de la taberna se asomaron con
la copa en la mano, dejando por un momento sus conversaciones de
ganados, tierras y quehaceres. Algunos se unieron a la comitiva. Ese
día, sobre todo los del pueblo, había que oír misa. Urbano, que sólo
pisaba la iglesia durante los funerales, volvió a entrar a pegar la
hebra con otros que, como él, habían acudido de otros pueblos y se
quedaban trasegando el vino recio de Navarra, o el anís de Quel. Habría
pasado una hora cuando los hombres de la taberna, de nuevo con la copa
en la mano –un día era un día- volvieron a salir para ver la llegada de
la comitiva al ayuntamiento, donde se haría entrega del mando a los
mayordomos del año siguiente, encargados de organizar la fiesta. Todo
funcionaba perfectamente, por turno. Las mujeres tenían ese día trabajo
redoblado. Era necesario atender a los parientes, que habían llegado de
otros pueblos, algunos de Logroño o Navarra, para acompañarles. Las
mesas rebosaban viandas bien sazonadas, en algunas casas se habían asado
corderos, en otras, más modestas, los mejores pollos del corral, y aún
algunas comerían unas patatas con congrio, pero todas las casas habían
hecho un esfuerzo para que ese día fuera distinto al resto.
Por la tarde había que lograr que el
ramo entrara por la ventana del Ayuntamiento, los de arriba atrayéndolo,
los de abajo queriéndolo evitar. Finalmente, como cada año, entraba, los
roscos azafranados se quedaban en el interior y el ramo de arce era
lanzado a la plaza. Los niños de un barrio y del otro pugnaban por
conseguirlo para su zona, mientras las móndidas, desde esa misma
ventana, recitaban las cuartetas alusivas a la fiesta, que algún poeta
local, o algún ilustrado de la sierra, les habían compuesto.
Dani acabó agotada, las móndidas debían
bailar con todo aquel que lo requiriera. El lunes anterior le habían
comprado en el mercado de San Pedro unos preciosos zapatos que le
hubieran amargado por completo la fiesta de no haber sido porque la
abuela Daniela tenía remedio para todo. Le había colocado unas hojas de
sanalotodo sujetas con esparadrapo, pese a ello, por la tarde hubo de
quitárselos.
Al otro día se celebraba la Trinidad
Chica, había que madrugar, porque después todos irían al mercado de San
Pedro. Tras haber escuchado misa por los cofrades fallecidos durante el
año, se iba en procesión hasta la “Cruz del cerro”. No podía faltar
ningún cofrade, se pasaba lista y, en caso de no haber justificado el
motivo de la ausencia, se les imponía multa, no era habitual, asistían
todos, no era cosa de perderse la fiesta.
Urbano y su familia marcharon
directamente a Oncala, eran ya demasiadas horas con el ganado en manos
de los pastores. Al mercado irían el lunes siguiente, unos días antes
del turno para pelar a las ovejas”.
De la novela inédita “Pastores en
las cañadas” de Isabel Goig
(Para este
capítulo fue esencial la información del sarnagués José Carrascosa)
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El pasado sábado, 18 de junio, compartí
con unos cincuenta sarnagueses la cena previa a la Trinidad. En la
actualidad todo es distinto, aunque lo fundamental se mantiene, y eso es
el espíritu de la fiesta, la felicidad que supone reunirse para
conmemorar aquellos años en los que todo era bullicio y la fiesta
grande, alrededor de las Móndidas y del Ramo, era vivida intensamente.
Nunca nos cansaremos de asombrarnos por
y con Sarnago y sus gentes. A veces, afectivamente, nos reprochan este
asombro, pero si nos ocupamos de la despoblación de estas tierras, de la
provincia en general, con pesadumbre, hemos de hacerlo también, y con
mayor motivo, si el caso que se trata, como el de Sarnago, es el
contrario. El esfuerzo comunitario llevado a cabo por los sarnagueses, o
lo que es igual, por la Asociación de Amigos de Sarnago, merece todo el
respeto y toda la consideración. Porque no se trata sólo de llevar a
cabo reuniones, comidas, o revistas, eso también, sino que junto a ello,
han rehabilitado casas, han construido otras de nueva planta, han
instalado el agua, algunos se han censado, y últimamente han finalizado
las obras de acondicionamiento de las antiguas escuelas. La parte alta,
es decir, la que fuera vivienda del maestro, ya se acondicionó hace años
y se instaló en ella un museo y una sala multiusos, recientemente le
tocó el turno a la planta baja, haciendo de ella un albergue con dos
baños, además de la cocina y un espacio donde se guardan las campanas y
la pila bautismal, recuperada hace apenas un mes.
El sábado de referencia, una vez más,
unas cincuenta personas se reunieron en lo que antaño fuera escuela,
para cenar juntos y rememorar viejos tiempos, pero sin nostalgia, pues
aquellos se mezclan con los actuales, y la fiesta es fiesta, y como tal
se vive. Todo cuesta esfuerzo llevarlo a cabo, pero entre todos lo
consiguen.
Hasta la composición de la cena fue una
mezcla de tradición –sopas de ajo- con modernidad: unas ensaladas
aliñadas con almendras y bacon, y lomo asado en el horno de la familia
Carrascosa, de leña naturalmente, relleno como tal vez las mujeres de
Sarnago no hicieran en los tiempos pasados. Entremeses, postres
variados, vinos embotellados. Creo que cualquier menú hubiera servido,
pero honor a los cocineros –y como se acostumbra a decir ahora- y a las
cocineras, y a todos los organizadores.
Las Móndidas y el Ramo se quedan para
agosto, como se hace con las fiestas en todos nuestros pueblos, cuando
la Sierra abunde de serranos que un día se vieron obligados a marcharse,
pero que vuelven, porque aunque el hombre no tenga raíces, como dice
Amin Maalouf, tiene orígenes, y esos no se olvidan.
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