A mediados de Septiembre visité con mi amigo Pepe Sanz los antiguos
molinos del cauce del río Linares por tierras de San Pedro Manrique. Comenzamos
la excursión en la parte baja del pueblo, de allí parte un estrecho camino que
se convierte en una senda aún más estrecha y por el fondo del barranco va
discurriendo el río. Recorrimos el camino a golpe de zapatilla hasta llegar a un
lugar que se llama “el balcón de Pilatos”; allí descansamos, bebí un poco de
agua de la botella que llevaba en la mochila y nos deleitamos contemplando el
maravilloso paisaje desde un picacho entre tres barrancos, por supuesto
abrigados del viento que allí es constante en toda época del año. Como las nubes
amenazaban chaparrón, mi amigo me llevó de regreso casi al trote (menos mal que
aún conservo una buena forma física y pude caminar a la par). El chaparrón no
pasó de cuatro gotas claras y al regreso pudimos visitar el lugar donde se
celebra “el paso del fuego”, para mí, el acto más sublime y que mejor define el
modo de ser de los sampedranos y por supuesto de toda la comarca. Me costó
emocionarme pues recordé la noche de San Juan que viví hace unos cuantos años,
cuando visité San Pedro para ponerme a tono para la composición de La Sierra
del Alba, obra encargo del “Otoño Musical Soriano” sobre el texto homónimo
del recordado y gran escritor Avelino Hernández que tanto amaba las tierras de
Soria, y en especial éstas que conforman el conjunto de la Sierra del Alba. Pude
vivir y disfrutar desde la primera fila esa celebración única por su contenido y
por su antigüedad, y la emoción no me abandonó en toda la noche. Aquella noche
mágica reafirmé mi amor por las tradiciones de nuestra Soria.
De allí salimos en su coche a Sarnago, pues sentía gran ilusión por
visitar ese lugar, y mi amigo que destila amor por esa tierra, no lo dudó, y en
un instante estábamos atravesando San Pedro camino de Sarnago.
Salimos de San Pedro, dejamos a la derecha la cantera que se ha abierto y
enfilamos la pista de tierra batida que nos iba a llevar al que creíamos pueblo
abandonado de Sarnago. Dejamos el vehículo al lado de lo que en tiempos fue un
transformador de luz y caminamos cuesta arriba hacía el pueblo, pero cuál fue
nuestra sorpresa, cuando vimos varias casas nuevas y alguna remozada, pero la
alegría más grande fue, que había personas labrando y otras guardando los
aperos. Recorrimos el pueblo intentando imaginarnos como sería la vida allí
cuando las casas estaban todas habitadas y la tristeza y la congoja nos
invadieron, era igual que había leído en el libro de Avelino, en el de Diego
Rafael Cano o en el de Abel Hernández. Techos hundidos, muros destrozados, las
zarzas y otras malas yerbas por doquier, y sobre todo la soledad, esa soledad de
lo incomprensible. Entramos en lo que antaño fue iglesia y allí me derrumbé, no
quedaban más que las paredes y el arco central casi hundiéndose. Intenté
imaginar que allí había retablos, alguna capillita, una torre o una espadaña con
campanas que anunciaban a las gentes sencillas las misas, el nacimiento de un
niño, los toques de ánimas o el fallecimiento de algún vecino, o bien los
volteos generales los días de fiesta, recordé los versos del poeta que dicen:
“Campana de mi lugar, tú me quieres bien de veras, cantaste cuando nací y
llorarás cuando me muera”. ¿Dónde estaba la campana? Mi amigo me sacó de dudas,
la campana la habían recogido, y estaba con otras más cosas guardada en una
especie de museo para la memoria del pueblo. Supongo, también habría allí una
pila bautismal con agua bendita para con ese rito mostrar a Dios a los hijos, y
ponerlos bajo su advocación. Aquello todo era abandono, ruina y desolación, a la
salida de lo que antaño fue iglesia, vimos un retoño de nogal recién plantado, y
aquella muestra de vida nueva nos animó un poco.
A la salida del pueblo, el sol se estaba escondiendo tras la sierra por
Santa Cruz de Yanguas, y confieso, que nunca he visto una puesta de sol tan
impresionante, tan bella, ni unos colores tan preciosos. Hacía un poco de
fresco, pero nos quedamos allí hasta que desapareció aquel tono naranja tan
maravilloso, inmediatamente después empezó a caer la noche.
Nunca podré comprender el porqué de ese total abandono de tantos y tantos
pueblos en el conjunto de la Sierra del Alba. ¿No se pudo hacer nada? ¿Tan
grande era la miseria de aquellas gentes? ¿El gobierno no podía arreglar
aquello, ayudar de alguna manera? Cómo podían desprenderse de todo cuanto les
unía, cómo se puede cortar ese cordón umbilical, malvender supongo, sus casas,
sus tierras, que habían sido habitadas, trabajadas sempiternamente por sus
antepasados. Cuanta sería su desesperación para llegar a ese extremo, sin saber
que les esperaba allí donde habían pensado instalarse, ni en que iban a trabajar
para ganarse la vida.
Ni siquiera si iban a poder ocuparse en algo que les proporcionara los
medios para vivir. Por eso las grandes ciudades, como Madrid, Barcelona o
Bilbao, estaban rodeadas por un cinturón de chabolas, sin agua ni luz, donde la
miseria la suciedad y las ratas eran compañeros inseparables de aquellas
personas que se habían quedado sin nada, y en la mayoría de los casos, hasta sin
historia. Por eso, cuando mi amigo y yo percibimos el menor atisbo de vida, de
recuperación, en la figura de un hombre labrando, una casa remozada o un retoño
de nogal, sentimos una inmensa alegría y nos dijimos: ¡Señor, aún hay ilusión,
aun no está todo perdido, aún es posible el milagro!
Bajamos hacia San Pedro y en un camino que han construido para pasear a
modo de senderismo, nos encontramos paseando al matrimonio Martínez, dos
sampedranos que luchan con ahínco por la recuperación de la comarca, como son
amigos de Pepe Sanz, él mismo hizo las presentaciones, y pude comprobar por su
conversación, el cariño tan grande, el inmenso amor que sienten aquellas gentes
por su tierra, tanto que contagia, puesto que yo mismo tengo allí un trozo de mi
corazón, soy un enamorado de la “Sierra del Alba”. Enfilamos el viaje de
regreso a Soria que transcurrió casi en silencio, sólo la lluvia y la tormenta
que descargaba por Piqueras, nos sugirió hacer algún que otro comentario y en
realidad, es que, llovía sobre nuestro corazón.
©
Manuel Castelló Rizo, desde Agost (Alicante) en una tarde de
añoranza
(publicado en Heraldo de Soria)