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  Sarnago

   Sarnago desde la distancia

Manuel Castelló Rizo

 

La Sierra de la Alcarama y Sarnago al fondo

     A mediados de Septiembre visité con mi amigo Pepe Sanz los antiguos molinos del cauce del río Linares por tierras de San Pedro Manrique. Comenzamos la excursión en la parte baja del pueblo, de allí parte un estrecho camino que se convierte en una senda aún más estrecha y por el fondo del barranco va discurriendo el río. Recorrimos el camino a golpe de zapatilla hasta llegar a un lugar que se llama “el balcón de Pilatos”; allí descansamos, bebí un poco de agua de la botella que llevaba en la mochila y nos deleitamos contemplando el maravilloso paisaje desde un picacho entre tres barrancos, por supuesto abrigados del viento que allí es constante en toda época del año. Como las nubes amenazaban chaparrón, mi amigo me llevó de regreso casi al trote (menos mal que aún conservo una buena forma física y pude caminar a la par). El chaparrón no pasó de cuatro gotas claras y al regreso pudimos visitar el lugar donde se celebra “el paso del fuego”, para mí, el acto más sublime y que mejor define el modo de ser de los sampedranos y por supuesto de toda la comarca. Me costó emocionarme pues recordé la noche de San Juan que viví hace unos cuantos años, cuando visité San Pedro para ponerme a tono para la composición de La Sierra del Alba, obra encargo del “Otoño Musical Soriano” sobre el texto homónimo del recordado y gran escritor Avelino Hernández que tanto amaba las tierras de Soria, y en especial éstas que conforman el conjunto de la Sierra del Alba. Pude vivir y disfrutar desde la primera fila esa celebración única por su contenido y por su antigüedad, y la emoción no me abandonó en toda la noche. Aquella noche mágica reafirmé mi amor por las tradiciones de nuestra Soria.

     De allí salimos en su coche a Sarnago, pues sentía gran ilusión por visitar ese lugar, y mi amigo que destila amor por esa tierra, no lo dudó, y en un instante estábamos atravesando San Pedro camino de Sarnago.    

     Salimos de San Pedro, dejamos a la derecha la cantera que se ha abierto y enfilamos la pista de tierra batida que nos iba a llevar al que creíamos pueblo abandonado de Sarnago. Dejamos el vehículo al lado de lo que en tiempos fue un transformador de luz y caminamos cuesta arriba hacía el pueblo, pero cuál fue nuestra sorpresa, cuando vimos varias casas nuevas y alguna remozada, pero la alegría más grande fue, que había personas labrando y otras guardando los aperos. Recorrimos el pueblo intentando imaginarnos como sería la vida allí cuando las casas estaban todas habitadas y la tristeza y la congoja nos invadieron, era igual que había leído en el libro de Avelino, en el de  Diego Rafael Cano o en el de Abel Hernández.  Techos hundidos, muros destrozados,  las zarzas y otras malas yerbas por doquier, y sobre todo la soledad, esa soledad de lo incomprensible.  Entramos en lo que antaño fue iglesia y allí me derrumbé, no quedaban más que las paredes y el arco central casi hundiéndose. Intenté imaginar que allí había retablos, alguna capillita, una torre o una espadaña con campanas que anunciaban a las gentes sencillas las misas, el nacimiento de un niño, los toques de ánimas o el fallecimiento de algún vecino, o bien los volteos generales los días de fiesta, recordé los versos del poeta que dicen: “Campana de mi lugar, tú me quieres bien de veras, cantaste cuando nací y llorarás cuando me muera”. ¿Dónde  estaba la campana? Mi amigo me sacó de dudas, la campana la habían recogido, y estaba con otras más cosas guardada en una especie de museo para la memoria del pueblo. Supongo, también habría allí una pila bautismal con agua bendita para con ese rito mostrar a Dios a los hijos, y ponerlos bajo su advocación. Aquello todo era abandono, ruina y desolación, a la salida de lo que antaño fue iglesia, vimos un retoño de nogal recién plantado, y aquella muestra de vida nueva nos animó un poco.

Sarnago

     A la salida del pueblo, el sol se estaba escondiendo tras la sierra por  Santa Cruz de Yanguas, y confieso, que nunca he visto una puesta de sol tan impresionante, tan bella, ni unos colores tan preciosos. Hacía un poco de fresco, pero nos quedamos allí hasta que desapareció aquel tono naranja tan maravilloso, inmediatamente después empezó a caer la noche.

     Nunca podré comprender el porqué de ese total abandono de tantos y tantos pueblos en el conjunto de la Sierra del Alba. ¿No se pudo hacer nada? ¿Tan grande era la miseria de aquellas gentes? ¿El gobierno no podía arreglar aquello, ayudar de alguna manera? Cómo podían desprenderse de todo cuanto les unía, cómo se puede cortar ese cordón umbilical, malvender supongo, sus casas, sus tierras, que habían sido habitadas, trabajadas sempiternamente por sus antepasados. Cuanta sería su desesperación para llegar a ese extremo, sin saber que les esperaba allí donde habían pensado instalarse, ni en que iban a trabajar para ganarse la vida.

     Ni siquiera si iban a poder ocuparse en algo que les proporcionara los medios para vivir. Por eso las grandes ciudades, como Madrid, Barcelona o Bilbao, estaban rodeadas por un cinturón de chabolas, sin agua ni luz, donde la miseria la suciedad y las ratas eran compañeros inseparables de aquellas personas que se habían quedado sin nada, y en la mayoría de los casos, hasta sin historia. Por eso, cuando mi amigo y yo percibimos el menor atisbo de vida, de recuperación, en la figura de un hombre labrando, una casa remozada o un retoño de nogal, sentimos una inmensa alegría y nos dijimos: ¡Señor, aún hay ilusión, aun no está todo perdido, aún es posible el milagro!

     Bajamos hacia San Pedro y en un camino que han construido para pasear a modo de senderismo, nos encontramos paseando al matrimonio Martínez, dos sampedranos que luchan con ahínco por la recuperación de la comarca, como son amigos de Pepe Sanz, él mismo hizo las presentaciones, y pude comprobar por su conversación, el cariño tan grande, el inmenso amor que sienten aquellas gentes por su tierra, tanto que contagia, puesto que yo mismo tengo allí un trozo de mi corazón, soy un enamorado de la “Sierra del Alba”. Enfilamos  el viaje de regreso a Soria que transcurrió casi en silencio, sólo la lluvia y la tormenta que descargaba por Piqueras, nos sugirió hacer algún que otro comentario y en realidad, es que, llovía sobre nuestro corazón.

© Manuel Castelló Rizo, desde Agost (Alicante) en una tarde de añoranza
(publicado en Heraldo de Soria)

 

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