Vista
general de Barca
Arracimado, como los caseríos en cuyo término abunda el cereal, Barca
recibe al visitante con una obra de forja que indica su actividad. A sus
pies, en suave pendiente, van descendiendo las tierras, primero las de
secano, hasta pararse cerca del río Duero para dejar que el agua las
empape y les transmita la vida que arrastra desde los montes de Urbión.
A la entrada estuvieron alguna vez las pobreras, “el corral de los
gitanos”, como las llamaban en Barca, el lugar donde los pobres
transeúntes esperaban la generosidad –y hasta la obligatoriedad- de los
vecinos, para poder calmar el hambre secular con unas espesas sopas de
ajo. Es la Barcam del siglo XII, cuyos restos de fortificación
aparecen más altos que el caserío, para defender, más que a sus
habitantes, las propiedades del señor, entre las que se incluían,
también, las personas, las que extraían de las tierras los diezmos y
primicias, las alcabalas, los pechos y los servicios. Es la Barca del
siglo XX, alegre y bulliciosa los primeros decenios, con cantos de
albadas y pagos de vecindad, con escuelas hasta el año noventa y cinco.
Y es, también, la Barca del siglo XXI, sin niños, con mujeres que ven en
su villa rincones para dibujar, espacios para colorear en un lienzo. En
el centro de la villa, en un parque, han arraigado en tierra de cereal
unos olivos traídos del Sur, cuyos frutos Juanita Garzón se comprometió
a sazonar.
La picota
y el pastor
Dice Jaime del Huerto que encontró una foto rebuscando por los arcanos
del Archivo Provincial. Es un pastor, con la capa parda, descansando en
las escaleras basales de la picota, columna de piedra o rollo
jurisdiccional, ese emblema indicador de villa, no lugar, ni aldea,
villa, en este caso propiedad de los Hurtado de Mendoza. Le tocó al
segundogénito de los marqueses ser el cabeza de las casas de Monteagudo
y Almazán, del primogénito desciende el marqués de Santillana, el de las
Serranillas. La villa de Barca estaba incluida entre los dominios
de la casa de Almazán, y tributaba al señor, allá por los tiempos del
Catastro de la Ensenada, 507 reales al año en concepto de “carnero, aves
y jamón”. El pastor con aspecto de cansado, casi seguro, desconocía ese
dato, pero, a cambio (ganando con ello) sabría mucho de chozuelos y
chorices, de perros carea, de cómo ahijar el ganado y de juegos
pastoriles, los de la chita y la calva, por ejemplo. Y tranquilamente,
sin verse obligado a hacer cuentas sobre el tributo del carnero,
descansa cerca de un rollo de piedra cuyas prerrogativas pasaron, en el
primer tercio del siglo XIX, a mejor vida.
La
Iglesia de Santa Cristina
Cuando los ánimos se serenaron y se relajó la vigilancia, la Iglesia
aprovechó los lugares altos para edificar en ellos los templos. Era otra
forma de protección, la divina y, de paso, un intento de acercarse a
Dios, algo que bordarían más tarde las edificaciones góticas. En un
altozano se dieron cita en la Baja Edad Media canteros y maestros para
construir la iglesia dedicada a Santa Cristina. Se agradece encontrar en
el mundo rural advocaciones originales, como esta de Barca. Pero ¿quién
fue esta santa de tan poco predicamento en el orbe cristiano castellano
y a quien le celebran una fiesta colorista y marinera en Lloret de Mar,
un pueblo del litoral catalán? La Iglesia tiene en sus listas a dos
santas con este nombre, una italiana, martirizada bajo Diocleciano por
orden de su propio padre y que homenajean el 24 de julio; la otra pasó
parte de su vida en un monasterio al pie del monte Aralar, en una región
llamada Iberia. Ambas fueron mártires y sus sufrimientos son descritos
con ese refinamiento al que ya nos hemos acostumbrado. Pensamos que la
venerada en Barca es la primera, esa pobre a quien su padre arrojó al
mar con una piedra atada al cuello y fue salvada por tres ángeles, por
eso le dedican fiesta marinera por las costas. Y creemos que es esta
santa porque en la iglesia de Osma, sede del obispado, está su cuerpo,
dicen que incorrupto, trasladado desde su Italia a estos lares en el
siglo XVIII. La torre es barroca y para verla en todo su detalle es
mejor fijarse en la lámina del pintor quien, piedra a piedra, ha
plasmado en el dibujo la historia grande con trazo pequeño.
La
galería
Mirando al Sur, buscando el sol cicatero, se abren los nueve arcos de la
galería de la Iglesia de Santa Cristina, de Barca. Daremos por sentado
que en algún momento de su historia, en esta galería, se llegó a
celebrar concejo abierto, pregonado quizá a campana tañida. En Soria
capital era la iglesia de San Gil la receptora y los concejos tenían
lugar los lunes. A los concejos abiertos podían acudir todos los vecinos
(se entiende que los hombres) menos aquellos que estuvieran
“enemistados” públicamente, o sea, los que habían matado a alguien y la
familia de la víctima fuera conocedora de tal hecho. Se convocaban
hacenderas, se denunciaban robos y se reclamaban los objetos, se
adoptaban hijos y había reconciliaciones. ¿Sería para cobijarse de los
fríos sorianos por lo que cegaron la galería? Las iglesias románicas
sufrieron todo tipo de mutilaciones. Unas veces fue la peste negra u
otras epidemias, lo que obligaba a tapar con cal las pinturas, y otras
los fríos y la erosión junto al paso del tiempo y la rapiña, los que
iban dejando a estas obras de arte sin color, sin relieves, sin
imágenes… La galería de Santa Cristina fue abierta y la hermosa pila
bautismal, que muestra cruces de Malta, se custodia en el interior.
Desde sus nueve arcos, el libro pétreo de los capiteles abre puertas a
la imaginación, a la reflexión o a la contemplación del arte por el
arte.
Estatua
columna
"¿Qué
hacen en los claustros, bajo la mirada de los monjes aplicados a la
lectura, esas deformes bellezas y esas bellas deformidades? ¿Qué
aguardan allí esos monos inmundos, esos espantosos leones, esos
quiméricos centáuros, esos tigres moteados, esos guerreros luchando?
Tan grande y variado es el número de estas asombrosas
representaciones, que se prefiere mirar y remirar mármoles a leer
códices, y más a gusto se pasan admirando cada pormenor que
meditando en la divina ley”.
Eso dijo Bernardo de Claraval, refiriéndose a los
ornamentos que los maestros dejaban en capiteles, cornisas… Y San
Bernardo cambió el rumbo del Arte.
Gracias a esa fantasía gozamos, todavía, de relieves como este que Jaime
del Huerto ha dibujado con realismo tal, que ha conseguido más que la
piedra: la expresión en la cara de una de las estatuas. Los personajes
¿profetas?, sostienen algo en sus manos, los entendidos dicen que son
filacterias, amuletos. Hay que fijarse con detenimiento en los pliegues
de las túnicas para valorar en su justeza el trabajo del pintor. Los
híbridos de humano y reptil que los coronan pertenecen al arte denostado
por el santo fundador.
El
pórtico
El muro por el que se accede al recinto románico se abre en este
hermoso arco ojival. Las escalinatas, ahora vacías, las podemos imaginar
llenas de niños y jóvenes en los descansos de los juegos, cambiando
cromos y chapas, merendando pan sobado untado con el aceite que José
traía de sus trajinerías a Aragón, o preñado con un tallo de chorizo de
la olla, según épocas y posibilidades. En las noches de verano, tras la
trabajosa faena en las tierras, los novios pelarían la pava haciéndose
promesas de amor eterno, mientras ella le contaba al novio el último
bordado y él le mostraba a ella el callo que la zoqueta había hecho
entre sus dedos. Los mozos viejos soñarían con ricas herederas y las
ricas herederas con príncipes azules. Otros, tal vez, maldecirían las
lindes, se turnarían el cuidado del padre, o añorarían épocas mejores,
cuando Carnaval se podía celebrar, cuando se bailaba con el pericopajas.
Esas escalinatas han visto y oído toda la historia de Barca y las
historias de sus habitantes.
Ermita de
la Virgen de la Soledad
No resulta advocación rara para esos templos aislados y recogidos, la de
la Soledad de la Virgen. Esta de Barca, pequeña, acogedora, tal parece
que exhala olor a incienso, a cera de exvotos, a ruegos de fieles. Pero
a la vez resulta alegre, a la entrada de la dehesa comunal, como si el
paso de las bestias de trabajo hacia los pastos reconfortantes
alborozara a los espíritus.
En el eremitorio se escucha el agua del pequeño arroyo Valdemuriel que,
raudo, saludando al canal de regadío, va a buscar el gran río. Rumor de
agua llega también del lavadero recién mejorado, por si las mujeres
vuelven a animarse y se juntan a recordar hilorios y trasnochos.
Ermita de Nuestra Señora de la Soledad de Barca,
J. V. Frías
Balsa e Isabel Goig
Frente al templito se conservan las escuelas donde Jaime del Huerto, con
otros muchos niños (eran tiempos de abundancia de almas), aprendiera sus
primeras letras y los primeros trazos, unas para escribir poesías en
azul y los otros para dibujar su pueblo y otros pueblos de más allá del
Estrecho.
Ahora ese edificio es un museo donde va a parar todo aquello que el
mundo rural ya no necesita, una caja de recuerdos, como aquellas de lata
donde los antiguos guardaban las fotografías en blanco y negro hasta que
adquirían el color de sepia.
©
Jaime del Huerto (dibujos) e Isabel Goig
(textos)
Láminas editadas por Gráficas Naserbe, Almazán
Web de
Jaime del Huerto
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