La
cita era a la una treinta del medio día, en la Plaza de Villasayas.
Mi hermana Luisa, la otra mitad del web, me había enviado un correo
que decía “recuerda que vamos las dos, yo estaré allí también, así
que bebe un vaso de vino a mi salud”. No pasé de ochenta, porque los
campos, pese a la poca lluvia, son una verdadera fiesta. El verde
limpio y brillante del cereal se interrumpe con alguna chaparra
vigilante que la mano del jardinero no ha querido cortar, o con el
reborde acascajado, gris pardo, de una pequeña elevación que envidia
al verde fresco. Me desvié, desde Almazán, por el antiguo camino, el
importante, el que durante muchos años se llamó “Carretera de
Taracena a Francia”, nada menos. Pasaba –y pasa- por Villasayas.
Todavía recuerdan el mesón que a pie de camino servía de descanso a
hombres y animales. Recuerdan también el hospital, un pequeño
edificio con dos camas para atender las necesidades de algún pobre
transeúnte o de algún arriero que sufriera percance en su trabajo.
“Arrieros” es el apodo de los habitantes de Villasayas. Todo esto,
para hacer el camino aún más ameno, se lo iba contando a Luisa, o a
su espíritu.
Llegamos
puntuales y Edelia nos esperaba en la plaza, con ella estaba
Alejandro Olmo, un hombre jovial, buen conocedor de todo lo
relacionado con su villa. Nos enseñaron la Iglesia de Nuestra Señora
de la Asunción. Se parece a la de Barca, y no es la única
coincidencia que existe entre las dos villas. Ambas gozaron de
estatus propio en la Edad Media, pues se habían separado de la
jurisdicción de Almazán en el siglo XVI. La preciosa iglesia de
piedras doradas tiene una galería porticada que permaneció cegada
hasta hace pocos años, y ahora se muestra con todo el recogimiento
propio del románico, y a la vez con su artesanal decorado de
capiteles pulidos por los siglos. Grande y a la vez humilde románico
soriano, diseñado a la medida del hombre, para acercarse más a la
divinidad. A la entrada de la galería, tres placas esculpidas con la
Anunciación dan la bienvenida al visitante, que se continua con la
vetusta puerta de herrajes tan antiguos como todo lo que vemos.
En
la trasera de la iglesia, remodelada y apuntalada por enormes
contrafuertes, se forma una plaza que da vista a una gran explanada
donde se divisan los espacios donde se asentaron cuatro de las cinco
ermitas que hubo en Villasayas: San Cristóbal, el Humilladero, Santa
Cecilia, La Soledad (en fase de restauración). Además de estas
cuatro, hay que nombrar a Santa Ana, que pertenecía al hospital. En
esa plaza estuvo el horno de la comunidad. Ahora está cubierto por
hormigón, pero se ven parte de las ventanas y se percibe un
abultamiento que es la cúpula del propio horno. Recordaba Alejandro
las marcas que las mujeres hacían en los panes, el suministro de la
leña, que funcionaba por adra, y a las horneras, a quienes se les
pagaba por peso. La última se llamó Aurelia, pero la que durante más
tiempo controló el horno fue Eugenia. Las mujeres se apuntaban y
ellas, las horneras, antes del amanecer, las llamaba casa por casa
“que amases”, decían, y las mujeres, con el sueño en los ojos,
acudían a una de sus muchas obligaciones.
En
esas estábamos, hablando de panes, tortas y horneras, cuando mi
amigo Jaime del Huerto quiso también, como Luisa, estar presente ese
día en Villasayas. Nos telefoneó desde otro país, donde hacía de
Cicerón en un viaje de Arte y Cultura. Jaime es el profesor de
Pintura de las mujeres de Villasayas, y de otros pueblos de la
Comarca, y él me había hablado de esta fiesta y estas personas tan
especiales. Ya éramos tres y yo la única presente. Vimos el taller
de Pintura. ¡Qué bien pintan estas mujeres! o Jaime es muy buen
maestro o, seguro, ambas cosas.
Tomamos
camino del monte, tres, cuatro kilómetros, y llegamos al
“Chaparral”, donde iba a tener lugar la fiesta, la convivencia, el
festín, la bendición, todo. El paraje donde se reúnen es como un
claro en el monte, pero no demasiado holgado, quiero decir, que las
chaparras están algo separadas, nada más. Junto con el románico, el
chaparro es el arbolillo que más me gusta. Un monte de estas encinas
enanas, que tendrán nombre científico, pero que en Soria llaman así,
está pensado por la Naturaleza, como el románico por el artesano, a
la medida del hombre. Cada familia o grupo de amigos instaló su mesa
y sus sillas a la sombra de una chaparra, eso no quería decir
separación, ni malos humos, nada de eso, todo lo contrario. La
amistad pululaba por aquel monte, como la alegría. La gente iba de
acá para allá, se saludaban con cariño, llevaban presentes de una
mesa a otra. Y mientras, una gran lumbre iba convirtiéndose en
brasas, y unas grandes parrillas repletas de chuletas de cordero,
bien apretaditas, chisporroteaban y esparcían por el monte ese olor
tan característico de las reuniones sorianas, que se mezclaba con el
propio del sotobosque, tomillo en especial.
Antes de que el cordero estuviera en su punto, había que aprovechar,
con un vaso de vino de la tierra, unos chorizos de ciervo y jabalí y
un queso seco excelente, la presencia de Alejandro para que nos
contara detalladamente cómo se hacía este rito, que no tiene otro
significado intrínseco que la bendición de campos, costumbre que se
remonta a muchos siglos atrás, que fue cristianizado por la Iglesia,
pero que conserva una parte religiosa –la propia bendición y misa- y
otra pagana, como el corte de ramos o guillomas para su bendición, y
que siglos atrás se ofrecían a la divinidad de los campos, la diosa
Ceres. Se trata de pedir fertilidad.
La
despoblación fue sangrando el mundo rural, los ritos y las
costumbres, necesitados de gente, fueron apagándose. Cuando
Villasayas estaba en su apogeo de población, los mozos, el día
anterior o el propio por la mañana, acudían a cortar la garrocha, un
palo largo de roble, que dejaban en el monte. Desde el pueblo iban
todos los habitantes hasta la Cruz de la Fuente en procesión, con
todas las insignias. Allí se despedían de los que, por ancianidad o
encontrarse enfermos, no acudirían al monte. El resto caminaba hasta
la Cruz de Pelos. Desde allí se bendecían los campos y se bebía el
vino que había regalado el ayuntamiento, en las copas de plata que
conservan, y donde están grabadas las cuatro fases de la luna. El
vino lo repartía el alguacil, y había que beber la taza entera y
darle un beso en el culo al acabar. El papel de alguacil lo hacía el
último que se había casado, pero no sólo en esta actividad, sino en
todas. Era una hacendera más.
Al
bajar, los que se habían quedado en el pueblo habían hecho sus
propias actividades. Las mujeres habían llevado hasta el lugar del
encuentro a la Virgen del Rosario. Los niños portaban las guillomas
con un rosco que las mujeres habían cocido en el horno. Los mozos
irmaban en la parte delantera del pantalón, sujetándolos con la
correa, las garrochas que previamente habían cortado del monte, y
todos juntos acudían hasta la iglesia, en procesión, rezando el
Rosario. Después los roscos se repartían y comían en comunidad. Esta
fiesta tenía lugar la víspera de la Ascensión, a los cuarenta días
de Jueves Santo. Siempre coincidía en miércoles.
Han
pasado años y ahora se ha producido lo que Lorenzo Soler ha
bautizado en una de sus películas como “El viaje inverso”. Algunos
pasos de este rito se han perdido, pero la esencia se mantiene. En
lugar del miércoles, ha sido trasladado al sábado siguiente. Un
camino de tierra conduce al “Chaparral” y hasta allí se llega
cómodamente en coche. Los hijos de aquellos que se marcharon en
busca de un mundo mejor, vuelven varias veces al año y sobre todo
para celebrar “Las garrochas”, y con ellos sus amigos y familias.
Algunos hasta se instalan en Villasayas y nacen allí bebés
preciosos, como Margarita. Otros, que conocieron la villa por
casualidad, se enamoraron, compraron alguna casa y el próximo 6 de
junio contraerán matrimonio allí, y lo celebrará Edelia, juez de
paz. Por allí, entre las humildes chaparras, estaban disfrutando del
día soleado.
En
aquella pradera nos encontramos a Anunciación Ruiz Oliva, una guapa
joven nacida en el molino de Villasayas, de 78 años, miss Madrid
1950, “secuestrada” por su padre para que no fuera actriz, para pena
de Cesáreo González que la reclamaba para hacer de ella otra Merle
Oberón. En otro grupo algunos niños decían que sentían vergüenza por
tener que llevar las guillomas por la tarde, preadolescentes, ya se
sabe. Junto a la llar de la casa de los cazadores, sonaba una
guitarra. Los mozos, entre ellos el joven alcalde, hablaban de sus
cosas ante frías cervezas, y un perro precioso trataba de llamar la
atención desde su recinto alambrado. Me hacen beber vino en la copa
de plata y veo con horror que la llenan, pienso que la beberé a la
salud de Luisa y Jaime, pero claro, a la vuelta he de conducir sólo
yo. Me dicen que si en las siguientes dos horas no bebo nada más, el
efecto se pasa. El vino es muy bueno y entra solo. Cumplo la
tradición besando el culo de la copa. Estoy iniciada.
Las
chuletas están en la mesa, al lado unas jugosas tortillas de patatas
y una ensalada de esas que tanto gusta a los sorianos y que hasta
Gaya Nuño ensalzara en su “El Santero de San Saturio”. Más de
ochenta kilos de viandas se comerían ese día, parte de ellas por la
tarde-noche. Todos productos sorianos de Almazán y todo pagado por
el Ayuntamiento de Villasayas. Y llegaba la hora de preparar el café
de puchero, con las brasas quemando azúcar, que chisporretean al
caer en el gran recipiente y que le darán, también al café, el sabor
de la tierra.
A
las seis de la tarde el sacerdote acude para oficiar el rito, lo que
en el fondo nos ha reunido allí. Los niños con ramas y roscos le
rodean, Alejandro a su lado sostiene la Cruz y el hisopo. Bendice
los campos “a los cuatro vientos”, que diría Madoz, y continúa la
Misa en un altar improvisado, entre carrascas, como posiblemente se
lleve siglos haciendo.
Llega la hora de marchar, no sin pena, pues ellos, los
privilegiados, se quedarán hasta bien entrada la noche. Imagino cómo
será ese espacio entonces, con la gran lumbre que volverá a
convertirse en ascuas para preparar la cena. Imagino también al sol
desapareciendo por entre el bosque, modificando a su antojo las
sombras. Me invitan a quedarme, incluso a dormir, pero no puede ser.
Ha sido un día hermoso, inolvidable.
Vuelvo hablando con mi hermana Luisa, no sé si hablo o pienso, debe
ser lo primero, porque me adelanta un coche que me mira con
extrañeza. Tal vez sea porque no paso de ochenta en una carretera
cuya velocidad está limitada precisamente a ochenta. La gente tiene
prisa. Voy recordando todo lo que me han dicho, cómo estaba
compuesta la sociedad en Villasayas, hasta hace unos treinta años
había herrero, vaquero, guarda del campo, sastre, estanco. Pienso
también en una familia de Castejón de las Armas, en Zaragoza. Dice
Alejandro que se instalaba en el pueblo desde junio hasta octubre.
Eran fruteros y llegaban en un carro con la familia y las cajas de
frutas y verduras. El padre iba y venía constantemente en busca de
viandas. Pienso también en la actualidad, en esa peña que dice
Edelia que tienen, San Marcial, en la que participa el que lo desea
y que sirve para reunirse y pasar el frío invierno de un pueblo
situado a más de mil metros de altura. Buen pueblo y buena gente.