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“Hilorios, trasnochos y otras conteras”
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El puchero de monedas
En Soria, como en tantos otros lugares del mundo rural, existen leyendas
sobre tesoros ocultos. En el “Cerro de San Sebastián”, de Fuentetecha
hay un recipiente repleto de monedas de oro, aseguran. En el interior de
la Sierra de Carcaña un pellejo de buey repleto de oro espera que
alguien lo encuentre. En Cigudosa en forma de minas de plata, oro y
platino, sin que nunca se hayan excavado ninguna. Un puchero lleno de
doblillas de oro fue rescatado, según la tradición, cerca de la granja
de Mazalacete, en el término de Cihuela. No sabemos si en Escobosa de
Almazán fueron los moros o, como aseguran, “un señor muy rico”, el que
escondió, en el paraje de “Torregorda”, un juego de bolos de oro, el
cual, a pesar de repetidos intentos, hasta la fecha no ha aparecido.
En Jodra de Cardos existe un paraje llamado “El mirón y la mirona”, del
cual aseguran, haciendo juego de palabras, que “vale más que el rey y su
corona”, ya que una tradición oral mantiene que en ese paraje hay
enterrada nada menos que una piel de toro llena de oro. En Vadillo, en
Zayas de Torre, y muchos más...
El señor Nemesio, vecino de Chavaler, se reía mucho de estas leyendas,
pues algunas temporadas revivían y muchos incautos acudían, ora solos
ora en grupos, para buscar en la Sierra de la Carcaña los supuestos
tesoros ocultos. Era muy guasón y tenía mucho tiempo libre, así que
decidió dar un escarmiento aquel mes de agosto de hace ya muchos años,
cuando fue interrogado por un grupo de veraneantes sobre la ubicación
del pellejo de oro. Les dijo que de cierto, cierto, no lo sabía, pues ya
hubiera ido él a hacerse cargo, pero que su abuelo había escuchado del
suyo y así siete generaciones atras, que el lugar exacto era tal, pero
que la recomendación era que debía hacerse en determinada fecha con la
luna en cuarto creciente. De esa forma él ganaba tiempo.
Subió al somero y se hizo con un pellejo grande que en su día había
contenido vino recio de Aragón y que se mantenía firme gracias al aire
que lo inflaba. Con él se fue una noche hasta una de las cuevas de la
sierra de la Carcaña y fue mediándolo de piedras. Después lo dejó en uno
de los recovecos de la gruta, cerca de donde les había señalado a los
incautos, pero lo suficiente apartado a la vez para que existiera cierta
dificultad en el hallazgo.
Y allí se fueron la noche indicada, mientras Nemesio en su casa disfrutaba
pensando en la cara que pondrían cuando descubrieran el fiasco. Porque
lo descubrieron, pero se guardaron bien de lanzarlo a los cuatro
vientos.
©
Isabel Goig
Chavaler y las lanas de los Alcántara
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La enramada
Es
costumbre en las tierras de Soria enramar las casas de las mozas con
motivo de las fiestas patronales. Son los muchachos los encargados de
ello y la destinataria es la muchacha a la que pretende o a la que
pretende pretender. Depende de la generosidad del mozo en unos casos, o
de la situación económica de la familia en otros, el que ese ramo sea
más o menos lucido, esté mejor o peor nutrido de elementos ajenos a la
propia rama del árbol, como por ejemplo frutas de temporada o algún que
otro obsequio destacado. También puede suceder que la moza haya sido
requerida de amores o simpatías y se haya comportado de forma poco
amable, por lo que acaso reciba una vara de lampazos o un manojo de
cardos.
Junto a esta costumbre hubo otra muy enraizada en
la tierra cuando abundaba de almas, era el pago de la entrada a vecino,
aportación que hacía el pretendiente a formar parte de la sociedad en
forma de vino, bacalao, pan, queso, en fin, lo que fuera la costumbre.
En un pueblecito de Tierra del Burgo apareció
mediados los noventa el primer hombre negro que los vecinos veían en
directo. Era un nigeriano guapísimo, de unos veinte años, que buscaba en
estas frías tierras un trabajo de lo que fuera para colaborar en la
construcción de la casa familiar allá en su país. Eran vísperas de la
fiesta mayor y los vecinos, bromistas, decidieron jugarle una novatada
que sirviera a la vez de pago de entrada a vecino.
Vivía en ese pueblo Josefa, moza que rondaba los
cuarenta, guapa y seria, que acababa de perder a su madre y andaba dando
vueltas a la cabeza para vender las tierras y marcharse a vivir al Sur,
donde ya había estado en varias ocasiones, los inviernos eran cálidos y
la gente mostraba una alegría por la vida pareja con la bondad del
clima.
Los mozos dijeron a Kalib, el nigeriano, que para
participar en la fiesta mayor debía dejar unas flores de cardo en el
tejado de Josefa, una muchachita con quien después del rito, podría
bailar durante todos los días que duraran las fiestas. Kalib hizo todo
lo que le dijeron. Pasó la noche de víspera. Josefa había escuchado
caminar por el tejado, maldiciendo a los mozos por que a la vez que
trataban de burlarse de ella, rompían algunas tejas todos los años. Como
siempre, no se molestó en subir al somero.
Salió a primera hora para oír misa vestida con sus
mejores galas. Estaba realmente guapa. Los mozos le gritaton que Kalib
era el pretendiente y los presentaron. Desde el primer momento, y a
pesar de la diferencia de edad, se quedaron prendados el uno del otro.
Ella aceptó el ramo suponiendo que sería de cardos, pero sabiendo que el
muchacho no tendría ninguna culpa, como así era, y pasaron todas las
fiestas bailando y disfrutando juntos.
Cuando el pueblo se vació de veraneantes, Josefa y
Kalib eran novios. En dos meses ella vendió las tierras. Con el producto
de la venta se marcharon al Sur, donde vivieron tan felices, con varios
hijos y volviendo cada año al pueblo.
El tejado quedó hecho un primor gracias a Kalib y
con los ramos almacenados allí a lo largo de los años, hicieron una
fogata delante de la casa donde quemaron los cardos y todo lo que ellos
conllevaban.
©
Isabel Goig
Web
de Alcozar |
La fuente del "Mediovino"
El Tomasico conducía el carro repleto de garrafas
de vino tinto, espeso, con el que se hubiera podido embrear las paredes
dejándolas bien cubiertas. En los huecos que permitían las damajuanas
recubiertas de palma, iban encajadas otras más pequeñas con aceite
verde, ácido y amargo. Su padre, el Tomás, transportista de toda la
vida, le había aleccionado bien antes de que el muchacho saliera de su
casa de Calatayud. Con el pecho cubierto por una cataplasma de mostaza y
el cuello rodeado por las mantecas calientes de una gallina vieja, se
incorporaba advirtiéndole no fueran a engañarle las mujeres de Soria,
que se fijara, antes de cambiarlos por aceite, que los huevos eran
frescos, que el aceite usado para hacer jabón se lo dieran ya colado y,
sobre todo, lo que le había dicho sobre la fuente. No se preocupe
padre, ya sabe que en Soria vive gente honrada, no habrá problemas,
usted cuídese que yo estaré de vuelta en dos o tres días.
Cuidado con el puerto de Alentisque y duerme en
Almazán, en casa la Josefa, que te dará esos morros de ternera para
cenar que quitan el sentido, y no pagues más de siete pesetas, dile que
eres hijo del Tomás de Calatayud.
Tomasico, contento porque a sus dieciséis años su
padre había confiado en él, bien cierto que a causa de una pulmonía,
hizo el camino cantando infatigable, liando algún cigarro con la hebra
que le había cogido al padre y parando de vez en cuando a echar un trago
de la bota y a vaciar la vejiga en la cuneta. Largas horas de camino que
se le hicieron cortas, mirando las viñas recién vendimiadas y las
aceitunas en sazón. El otoño se mostraba con todos los tonos del ocre y
del verde y el tiempo no podía ser mejor.
Pasadas muchas horas vio a lo lejos el pueblo donde
debía descargar en primer lugar, Escobosa de Almazán, que reconoció de
inmediato a pesar de haber acudido sólo en dos ocasiones con su padre,
hacía ya tres años. Sin percatarse, tal vez por la emoción, pasó por
delante de la fuente del “Mediovino”, llamada así por los escobosanos y
también por los bilbilitanos, en alusión clara y directa al rebaje que
en ese lugar, con discreción y disimulo extremo, hacían los vinateros
aragoneses al espeso líquido que transportaban en las garrafas. Tomasico
no se acordó, y eso que fue el encargo más encarecido del padre, de que
debía detenerse allí y con un embudo ir rellenando hasta el cuello las
damajuanas con el agua exquisita que salía de aquellos caños, esa es,
hijo mío, la ganancia más importante, ellos están acostumbrados y ni lo
notan.
Cuando se dio cuenta era tarde, ya estaba la
Virtudes con su talega en el suelo y las botellas en el carro,
recubiertas con papel de periódico, para que nadie supiera –aunque era
vox populi- si el líquido que contenían era vino o aceite. Cuando el
Tomasico abrió la primera damajuana una maldición se le escapó entre
dientes, pero no podía hacer nada. Con una dolorosa contracción
abdominal por el error cometido y por la bronca que esperaba del padre,
quien a buen seguro se curaría de golpe de la pulmonía, aunque podría
sufrir una apoplejía, vertió el vino, denso como nunca, en las botellas
de la Virtudes. Cuando ella se marchaba (siempre esperaba la primera el
carro) fueron llegando el resto de vecinos, unos a por vino, otros a por
aceite, unos con huevos para el trueque y otros sin ellos.
Aquel día la Virtudes y el resto del vecindario,
pero sobre todo Virtudes, no se pudieron mover de casa, un sopor les
invadía a todos, una felicidad nunca conocida, un calor que les curó
todas las enfermedades. Como la sensación durara mientras lo hizo el
vino, todos dieron en comentar que tal hecho estaba relacionado con la
sustitución del hijo por el padre y sospecharon que la parada en la
fuente próxima cumplía un cometido fundamental para el vino y no sólo se
trataba de hacer abrevar a la mula.
Cuando, un mes después, apareció por allí el Tomás,
los escobosanos le estaban esperando en la fuente del “Mediovino”,
mirándole desafiantes, dispuestos, desde el día que hizo la ruta el
Tomasico, a beber el vino con sus 18 grados de rigor, por los años de
los años.
©
Isabel Goig
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