Las Antiguas Ferias de Ganado de Soria

 

Corría el final de los años cuarenta. La Ciudad, prácticamente la mitad de lo que es hoy, terminaba en el que entonces se conocía como Paseo de invierno, luego calle de Burgo de Osma, después Paseo del General Yagüe, y siempre como el Espolón, con su pérgola.  Es cierto que a continuación había alguna casita de recreo, más arriba la casa de Julio Manrique, "el blusas", y un poco más hacia las afueras, la fábrica de gaseosas de la familia Ayllón y la zona de chalés, bastante menos edificada que hoy, además del modernísimo campo de fútbol, que primero no tuvo nombre para tomar luego el de San Andrés por su ubicación en la dehesa de este nombre.

La actual Avenida de Valladolid no existía como tal.  En su parte más alta se encontraba la casa, que todavía se conserva, aunque creo que sin habitar y si lo está será parcialmente, en la que estuvo ubicada la fábrica de lejías "El Blanquito", la de los cebaderos del Crescencio, pegada a ella, y ya al final, los viejos cocherones de Obras Públicas, donde hoy se levanta la Estación de Autobuses, una realidad que aun a pesar de tardar en llegar la friolera de cuarenta años por lo menos, se proyectó ya insuficiente para las necesidades que había en el momento en que la Administración decidió acometer su construcción.

Atravesar el callejón de Correos, cuyas traseras fueron durante años descansadero de merinas, era estar en el campo, porque salvo la calle de la Tejera, algo más al norte, no quedaban más que el antiguo almacén de la fábrica de harinas de Garray y otro par de casas contiguas en la actual calle de Sagunto, alguna edificación aislada en los alrededores y la Plaza de Toros.  Era el ferial.  El lugar en el que cada jueves del año -la víspera si era festivo- se instalaba el mercado de cochinos antes de que a medida de que se fuera extendiendo la Ciudad hacia el norte trasladase su ubicación a la zona de Santa Bárbara, en cuyo paraje, por cierto, no había más construcción que alguna majada en la que los labradores como el tío Julián Borque y el Isidro de Las Casas, que vivía en la plaza del Rosario, guardaban algo de grano y la escasa maquinaria agrícola, es un decir, de que disponían, aunque el Jueves La Saca sirvieran de refugio seguro desde el que poder seguir la llegada de los toros sin necesidad de correr el menor riesgo en el supuesto de que se escaparan, lo que solía ocurrir con la frecuencia de hoy, aunque eso sí, por lo menos llegaban hasta las puertas de la Plaza. Porque en Santa Bárbara estaban las eras y al final no quedaba más que la ermita solitaria. La Barriada de Yagüe, a su izquierda, aún tardaría bastantes años en surgir.

Pues bien, en el descampado que había detrás del Espolón, se ponía la feria.  En la parte de abajo, hasta la Tejera, la de ganado caballar y mular. A partir de Las Pedrizas y hasta la ermita de Santa Bárbara, la de ganado vacuno. Las ferias fueron durante muchos años, hasta su desaparición como tales o al menos con la configuración y la estructura que tuvieron, algo más que la mera referencia comercial de transacciones de ganado, su verdadera razón de ser, y los tratos de la índole más diversa, que los había y muchos.

Las ferias de ganado eran por encima de todo un verdadero acontecimiento.  Lo más parecido a la fiesta mayor. La Ciudad se transformaba, sobre todo en las de septiembre. Las calles se llenaban de gentes de toda la provincia y de algunas otras. Había baile público, que siempre estaba muy concurrido, en la Plaza Mayor a cargo de la banda municipal de música. La empresa del teatro Avenida traía compañías de postín, como en San Saturio. Las líneas de autobuses reforzaban sus servicios y otro tanto ocurría con el tren, que entonces sí que funcionaba y transportaba viajeros. En fin, la capital era otra.

Para quien no había sido previsor, encontrar alojamiento resultaba harto difícil por no decir imposible. Los menos adinerados solían hacerlo en las cuadras, que también costaba lo suyo dar con alguna sobre todo en las inmediaciones del ferial con la excusa de estar al cuidado de los animales que traían, y en algunos casos hasta en los portales de las casas próximas. Los de los pueblos de cerca, como Velilla, Ventosilla, Garray, Santervás ... e incluso más alejados solían ir y venir en el día, en algunos casos incluso con el ganado, con lo que además de evitarse el problema del alojamiento y de tener que buscar cuadra en la que cerrar el ganado durante la noche, se ahorraban también unas buenas pesetas (por reales ya no se hablaba).

El comercio no cerraba durante toda la jornada, lo mismo que si el día central de la feria coincidía en domingo. El ferial se llenaba de tenderetes. Unos, ubicados estratégicamente, eran simples chiringuitos montados para la ocasión en los que se vendían bebidas y algunas tapas especialmente de tortilla de patata: torrenillos y tajadas de bacalao rebozado al que puede que intencionadamente el ocasional barman no había hecho demasiado por quitarle el grado de salinidad original, de manera que el consumidor tuviera que ayudarse de cuanto más vino peleón mejor para poder pasarlas porque la cerveza no estaba lo generalizada que hoy y desde luego restringida a un tipo de público que socialmente gozaba pudiera decirse de mayor consideración.

En otros de estos puestos de venta eventuales se ofrecía de todo, desde aperos para el ganado o para conducirlo y de útiles para moverse el personal por la zona sin desentonar del conjunto, como cencerros, varas de fresno, boinas y garrotas entre otros, hasta los más diversos trastos viejos; pero sobre todo melones de Villaconejos. No faltaban tampoco ambulantes como aquel viejete que estuvo viniendo muchos años, cuyo nombre no supe nunca o al menos no lo recuerdo, que voceaba el "Calendario zaragozano" y vendía piedras de mechero "como de aquí a Cádiz", decía.

Pero sobre todo había una figura, la del "charlatán", que esa sí que no faltaba nunca. A las ferias solían venir siempre los mismos. Se conoce que se les daban bien. Puede que hubiera pacto entre ellos y se repartieran las ferias.  No lo sé. Era un oficio de hombres. Sin embargo, aquí, en Soria, la más conocida sin duda por habitual y por los acreditados dotes de persuasión con que ejercía su trabajo, fue una mujer. Se la conocía con el apodo de "La maña". Tenía un genio fuerte, era vehemente y además "rajaba por los codos", condición esta última indispensable para ejercer el oficio. Solía instalar su tenderete según se entra en la calle Tejera, a la derecha subiendo desde la calle del Campo, delante de la primitiva tienda de bicicletas de Ángel Arancón, con anterioridad almacén de piensos del señor Tomás Díaz Pastora y luego una pequeña tienda de venta de calzado comercialmente conocida como "Filo", apócope de la mujer de Godofredo Valencia, un alto funcionario de la Delegación de Hacienda. En ese lugar daba la sombra y el personal, aunque de pies, estaba relativamente cómodo mientras asistía a aquellos sermones de "La maña" y eventualmente de su marido, que estaba hecho de otra pasta o al menos eso parecía.

Se situaba ella en un pequeño templete que le permitía tener la perspectiva suficiente sobre una amplia zona del ferial y que fuera bien vista desde lejos; en otro contiguo y notablemente más elevado, colocaba un maletón, al que llegaba fácilmente con tan solo alargar la mano de manera que pudiera sacar de él lo que más le conviniera en cada momento. Era en el que transportaba los más diversos artículos que ofrecía. Desde cuchillas de afeitar a veinte céntimos la unidad, cuya calidad aseguraba estar fuera de toda duda por el simple hecho de masticarlas introducidas en el estuche de papel y espolvorear a continuación los mil pedacitos resultantes, hasta carteras de bolsillo de "piel de tomate viudo" a cinco pesetas con una separación específica en la que el carné de identidad, de reciente implantación, estuviera protegido contra el deterioro. Peines, bolígrafos, que acababan de aparecer en el mercado, pañuelos para el cuello ..., en fin, un amplio muestrario de historias de este tipo, que en definitiva no eran más que baratijas, pero que tenían una aceptación indudable en sectores amplios de los feriantes, sobre todo en los de los pueblos más alejados de la capital o que menor relación tenían con su cabecera de comarca. Vamos, los menos informados, que se diría hoy; los auténticos paletos, que eran el terreno abonado para el trabajo de estos singulares personajes, un elemento indisolublemente asociado a aquellas ferias de ganados que por imperativo de la modernidad, no han conocido las generaciones jóvenes.

© Joaquín del Collado
(Publicado en el nº 7 de Cuadernos de Etnología)


Fotos de las Ferias de Ganado en Soria del Archivo Histórico Provincial de Soria

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Actualmente, que tengamos noticia, sólo hay una Feria de Ganado en Soria, la que se realiza en Vinuesa el día 6 de septiembre

 

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