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ESTELAS DE UNA DIOSA
Eutiquio Cabrerizo
Ediciones Tantín |
Presentación de la novela de Eutiquio Cabrerizo “Estelas de Una Diosa”. Por Jesús Pardo He venido aquí para hablar de una obra de arte titulada “Estelas de una Diosa”, obra escrita por Eutiquio Cabrerizo. Obra de arte no quiere decir obra maestra, pero es un paso hacia esa categoría, paso que unos artistas dan y otros no. Suele ser cuestión de tiempo, empero, porque equivale a entrar en el zaguán del arte por el portón de los señores. “Estelas de una Diosa” se puede describir en pocas palabras. En primer lugar, está muy bien escrita: es un estilo el de Cabrerizo muy sencillo y directo, pero al tiempo muy preciso; la sencillez del vocabulario no desdice de su riqueza, una riqueza tan adecuada a las exigencias del relato que en ningún momento es dispendiosa o presuntuosa. Las palabras, en este relato, quieren decir exactamente lo que se exige de ellas, y no hay lugar para anfibologías: Es un estilo que huele a tomillo y hierbabuena, como sus personajes, con los que se identifica plenamente. En segundo lugar, la trama. Es, a mi modo de ver, la historia de una angustia, que el protagonista, hombre sencillo y sensible, trata de esquivar, pero da la impresión de que lo hace sin querer en ningún momento separarse del todo de ella, pues parece buscarle remedios que se la mitiguen, pero sin desarraigársela del todo. El ser ciego es para él un problema, pero, al tiempo, una solución, como si la ceguera, la invidencia, le sirviese de defensa contra un mundo del que recela, como si fuese, en cierto modo, la coartada que le permite justificar cortapisas en el desarrollo práctico de un talento que indudablemente tiene, pero del que él, en el fondo de su mente, no se fía. Y cuando el amor acude en su ayuda, y llega un momento en que está a punto de redimirle por completo, la providencia interviene, convirtiéndosele en un recuerdo, que le enriquece, pero sin exponerle a un triunfo para el que él no se siente preparado. Psicológicamente esta novelita es lineal, pero de una linealidad muy compleja. Él es un introvertido, porque la ceguera no le permite extroverterse sin exponerse a todo tipo de decepciones. Sólo acepta lo que se le ofrece y nunca da un paso hacia adelante sin comprobar que el suelo no es movedizo. Ese paso lo dan las mujeres por él, y la segunda se convierte en sus ojos. Él comienza a ver por primera vez en su larga ceguera, y esto le plantea un problema que, como digo, sólo la muerte puede resolverle, pues le permite tomar iniciativas de las que recela. Llegado ese momento él prefiere recordar a su mujer a ver de verdad a través de ella. Esta es lo que pudiéramos llamar mi lectura psicológica de esta novelita. Novelita, es decir, novela corta, de la extensión, más o menos, del “Adolphe” de Benjamin Constant, a medias entre la novela mediana y el cuento largo. Sus ciento ochenta páginas resumen, como he dicho, un complejo problema humano, en el que, tal y como yo lo veo, la ceguera se equipara con el miedo a enfrentarse con la vida, unido al temor a perder ese miedo. Esta es la divina ambigüedad de que hacen gala deliberadamente los grandes escritores, que son perfectamente capaces de evitar cualquier ambigüedad en sus escritos: de donde se deduce, que, cuando la hay, ha de ser deliberada. Eutiquio Cabrerizo, al comienzo de su carrera de escritor, se estrena, espero que proféticamente, en este difícil arte de la divina ambigüedad, como cuando Shakespeare hace decir a su Cleopatra: “Tengo anhelos de inmortalidad”, lo cual puede querer decir dos cosas opuestas: “Quiero ser inmortal” (para no morir), o “Quiero ser inmortal” (muriendo). Pero para mi lo más interesante de esta novela es que en ella todo se mueve, no por acción, o apenas por acción, sino por sentimientos, sensaciones o matices. La difuminación como elemento de precisión no es, realmente, nada nuevo. El gran pianista Thibaut, tratando de explicar a un discípulo suyo cómo tocar un cierto pasaje de una sonata de Beethoven, acaba por decirle: “Tóquelo usted como si fuese un rayo de sol pasando a través de un vitral polícromo”, es decir, diluyéndose el sol en los efectos cromáticos que hacen opaco el cristal. Algo parecido hace Eutiquio Cabrerizo, quizás porque, siendo ciego, ha adquirido el hábito, instinto ya, de no indagar en el mundo fuera, sino dentro de él mismo, aplicando sus dotes de observación a lo que, por formar parte de su propio mundo interior, no requiere el uso de su vista física. En “Estelas de una Diosa” Cabrerizo se mueve como lo que, en el fondo es: un sonámbulo que viese certeramente con los ojos cerrados. Paul Valéry dice un su famoso diario que “las cosas hondamente sentidas están más claras que si se las ve con los ojos”, y ésta es la impresión que se obtiene leyendo este libro, en el que Eutiquio Cabrerizo recorre, no sé si a sabiendas de lo que hace, a la insinuación, al matiz, a la diafanidad velada, cuando tiene que describir una decisión o una acción; y la acción misma, como si su volumen, su ruido, le ofendiesen, la reduce a su halo, la narra evasiva, veladamente, dejando, un poco a la manera de Thornton Wilder, que el lector la deduzca por sus consecuencias. Esto no es cobardía literaria, porque Cabrerizo prueba sobradamente aquí su valor y su fuerza narrativa, sino, más bien, creo yo, una especie de pudor ante las cosas demasiado claras. “La claridad”, que dijo Mallarmé, “es más bien para los cortos de vista”.
Santander, a cinco de febrero del 2004 Primer capítulo de Estelas de una diosa Ficha del autor |
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