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A PIE POR CASTILLA/EN TIERRAS DE SORIA Josep Maria Espinàs Edita: EMECÉ EDITORES |
Garray, antes del camino Primer contacto «Estoy en Soria,
vieja ciudad de Castilla, donde me trajeron mis pecados ... », escribió
Antonio Machado en 1908. Machado era un andaluz que, como poeta, tendía a
justificarlo todo dramáticamente. Ignoro cuáles eran sus pecados, pero
lo que le llevó a Soria fue la necesidad de tener un sueldo. Exactamente:
le llevaron a Soria unas oposiciones a profesor de instituto. © Josep Maria Espinàs |
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Daguerrotipo de las tierras de Soria en el libro "A pie por Castilla", obra del escritor catalán Josep Mª Espinàs Los colores del páramo Don Miguel de Unamuno dejó escrito que el genuino paisaje es el de los pequeños rincones. "Allí es donde se coge el alma del campo", sentencia el escritor vasco. Probablemente sea éste el motivo principal de la atracción que siente un catalán "de pura cepa", en expresión castiza, por este país de los castillos, "donde el silencio se hace historia". A pie por Castilla (Emecé, 2000) es un libro del escritor Josep Mª Espinàs (Barcelona, 1927), escrito en catalán y publicado por la editorial La Campana, aunque traducido al castellano. Se trata de su duodécimo libro de viajes, casi todos basándose en itinerarios a pie por Cataluña y Valencia: "He andado por los lugares por donde nadie pasa. Quería conocer a la gente que normalmente no está en contacto con los turistas. Quería, sobre todo, escucharles" (El Mundo, 23-5-2000). La obra que reseñamos adquiere un valor especial dado el origen de su autor y las múltiples diatribas que sacuden la relación entre Cataluña y el resto del Estado español, especialmente con Castilla. Las páginas que pergeña Espinàs en sus cuartillas de estío representan un canto a la mirada tranquila, al color del yermo y a la convivencia de los pueblos. Su valor, pues, excede de lo puramente literario. El libro constituye una recopilación antológica de las peripecias que jalonan el viaje a pie del escritor y de sus tres acompañantes. Nada de coches ni autobuses. El objetivo es palpar la tierra y sus pobladores caminando sin brújula por el corazón de Castilla. La ruta seguida comienza en Garray y concluye en las ruinas de Numancia, pasando por la Tierra de Pinares: Hinojosa de la Sierra, Langosto, Derroñadas, El Royo, Vinuesa, Molinos de Duero, Abejar, Aldehuela, Calatañazor, La Mallona, La Cuenca, Villaciervitos, Villaciervos, Fuentetoba, Carbonera de Frentes, Golmayo y Soria. "El silencio avanza en Castilla como una semilla que transporta el aire" (p.133). Las tierras de Soria se convierten así en escenario de la función del libro y en símbolos de toda la región castellana. "La gente de los pueblos acostumbra a tener razón" (p. 120). Quizá por eso la inmersión del literato en el paisaje y el paisanaje es total. El autor se transforma en una especie de ojo indiscreto que todo lo observa, todo lo juzga, todo lo apunta. Josep Mª Espinàs, con la experiencia de la madurez en la retina, actúa de notario sublime de "la vasta sequedad, la paramera inacabable", en el decir de Dionisio Ridruejo. Hablar con un segador en la Cuenca de la Mallona, compartir reflexiones con el Atanasio en Villaciervos o detenerse en la singularidad del lenguaje es todo lo que mueve a Espinàs. Los refranes, por ejemplo, se alternan con los almuerzos a base de chorizo, tortilla y cerdo adobado, y con las puestas de sol que "llenan el aire de las tierras altas de Soria" (p. 180). Espinàs desmitifica en cierto modo el axioma que convierte al forastero en Castilla en un sujeto extraño. Pero no deja de interpretar la soledad del terruño. Una de sus últimas reflexiones, después de compartir horas de paseo, le lleva a constatar el hecho de que la calle no es un espacio social, es decir, la gente no sale de sus casas para compartir la vida más allá de su tabiques o de la tasca, salvo en fechas ocasionales. Este análisis no es baladí. Al contrario, ratifica la capacidad de introspección de Espinàs, su sagacidad etnológica para indagar en el alma de la proverbial beatitud castellana. Ya no hay tiempo para las idealizaciones –apenas concede importancia al mito soriano de Machado-, ni tampoco para la instrucción histórica. El escritor planea sobre el polvo del camino con la sana ilusión de rezar sólo como testigo de su realidad. Al fin y al cabo, ya se sabe, "el camino no tiene pierde" (p. 165). Creo que Josep Mª Espinàs considera que Castilla no tiene escritores que hayan sabido reflejar la realidad del campo. Quizá Miguel Delibes, al ser cazador y conocer las veredas. Sin embargo, han sido muchos los literatos que han encontrado en el páramo algo de sentido a su vida, porque ya Kafka decía que "la felicidad es comprender que el suelo sobre el que te has detenido no puede ser mayor que la extensión cubierta por tus pies". Tampoco hay por qué ser escépticos, pero lo cierto es que el estereotipo castellano ofrece aquello que reflejaba un azulejo romano: "vivir honradamente, no hacer daño a nadie, dad a cada uno lo suyo". Bien, pues en Calatañazor, Espinàs asciende al castillo de la villa, "una de las experiencias más fuertes del viaje" (p. 142); en Vinuesa se topa con Héctor, que a los dieciséis años vendió 100 corderos para comprarse un Toyota Celica; y en Hinojosa de la Sierra, un personaje le soltó la expresión "tener la sangre recogida" que, apresuradamente, anotó en su cuaderno. Espinàs mira con la mente concentrada y abierta, pero escucha con el deleite de quien está dispuesto a seguir conociendo, descubriendo: "amor por encontrar aquello que no se busca" (p. 103). Otro genio catalán, Josep Pla, a través de su tío Eduardo, advierte en La calle estrecha sobre los peligros de la vida provinciana: "No vayas al café –recomienda-, no juegues a cartas. No frecuentes tertulias estúpidas alimentadas por chismorreos pornográficos o insignificantes anécdotas políticas. Si lo haces quedará asfixiado por el ambiente. Todo lo verás a través de esa atmósfera en una escala infinitamente pequeña". El efecto que produce en Espinàs su imbricación en el espíritu castellano es justo la contraria de la que predice el escritor ampurdanés. Para Espinàs, "un viaje a pie es un ejercicio de revitalización a través de una lenta sucesión de espacios, conscientemente vividos" (p. 97). La virtud del escritor, en el caso que nos ocupa, es plasmar toda esa retahíla de vivencias con la sencillez de su pluma, utilizando términos propios del campo, y la solidez de un estilo ya muy definido. Manu Leguineche denuncia en La felicidad de la tierra que "Castilla se cae a pedazos y por todas partes brotan polideportivos y plazas de toros. El castillo sobre el alcor se viene abajo". Es la imagen del fracaso histórico de una tierra que, según Ortega, "hizo a España". El autor de A pie por Castilla escapa de las catedrales y se refugia en la antropología cultural para explicar la raíz humana del territorio. Lee a Machado y a Gerardo Diego, ausculta las historias de Avelino Hernández, compra el Heraldo de Soria, pasea por el Collado y se fija en una pintada del frontón de Vinuesa: "Vivan los quintos del 98" (p. 85). El maestro Espinàs sabe que la fineza del sentir es del campo y de la soledad, y no duda en comprobarlo. "Estoy caminando por Castilla con la modestia y la tenacidad del observador que quiere absorber colores y formas; vivir la sensualidad de los instantes, no mirar con las ideas, para poder encontrar otras más frescas con los ojos" (p. 86). Los colores del páramo son un enigma descifrado para el escritor, acaso constituyan el botín más preciado de su aventura en la planicie de Soria. "El gran mosaico de los marrones pardos, de los verdes oscuros clavados de rocas lilas, de los amarillos cenizos del trigo" (p.233). El descubrimiento de los colores, qué duda cabe, para admirar la piel de Castilla y su "túnica infinita". © Raúl Conde Suárez |
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