Campo de
Concentración de prisioneros de Soria
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Juan A. Gómez-Barrera
HISTORIA DOCUMENTAL /
Siguiendo la estela de Isaías Lafuente (Esclavos por la patria,
2002), Javier Rodrigo (Cautivos, 2005) y Enrique Berzal y Javier
Rodríguez (Cárceles y campos de concentración en Castilla y León,
2011), Carlos Hernández acaba de publicar Los campos de concentración
de Franco (2019) en cuyo relato nuestra Comunidad Autónoma y Soria
ocupan un lugar principal.
En realidad, y sobre Soria, todos dicen lo mismo, lo mismo que
escribieron Gregorio Herrero y Antonio Hernández en La represión en
Soria durante la Guerra Civil (1982; segunda edición, ampliada, en
2010), y ajustó con detalle preciso Carlos de Pablo Lobo con su artículo
“Soria, la retaguardia convertida en prisión” incluido en la obra
colectiva coordinada por Berzal y Rodríguez. Los detalles genéricos
captados de forma oral por Herrero y Hernández los apuntaló De Pablo con
fuentes documentales, bibliográficas y archivísticas, si bien estas se
centraron en los aportes del Centro de Documentación de la Memoria
Histórica y del Archivo Militar General de Ávila, en absoluto menores,
pero que ofrecían datos oficializados y generalistas a toda la
provincia, perdiéndose el carácter local que aquí nos interesa. Con
todo, la información que añade a la cuestión principal este último
trabajo resulta tan determinante que no se entiende la escasa
referenciación en el libro de Carlos Hernández. Es por esto, y porque
contamos con una riquísima documentación local e inédita del asunto
tomada del Archivo Municipal de Soria, por lo que nuestro artículo de
hoy versará sobre las prisiones, campos de concentración y trabajos
municipales llevados a cabo por los individuos retenidos en la plaza de
Soria, tomando el título, precisamente, del sello de caucho impreso en
varios de los escritos usados.
Quedará para otro lugar –las páginas de Revista de Soria por
ejemplo– listados, cuadros y estadísticas, y seguramente un mayor
análisis y explicación crítica de lo postulado, mientras que aquí se
argumentará en torno a los establecimientos penitenciarios, al número
real u “oficial” de prisioneros y al trabajo en que fueron ocupados; y
todo ello se hará con el estudio del Padrón Municipal de los años 1935 y
1940 y sus rectificaciones de 1936, 1937, 1939, 1942 y 1943, con la
particular Correspondencia de Alcaldía, con los oficios, resoluciones y
órdenes rescatadas de los Antecedentes de Sesiones y de las Actas de los
Plenos Municipales del periodo y, en lo que a los trabajos “forzados” se
refiere, de 118 estadillos elaborados, semana a semana, por los
diferentes capataces y encargados de la vigilancia y control de los
prisioneros “trabajadores” entre el 18 de abril de 1938 y el 24 de
febrero de 1940. Esta información documental es preciosa, precisa e
imprescindible para saber de aquellos años lo que una sociedad libre y
democrática como la nuestra debe conocer si quiere crecer sana y
robusta.
El problema carcelario surgió en Soria mucho antes de los sucesos de
Sigüenza y de la llegada masiva, en la tarde del 16 de octubre, de sus
prisioneros de guerra. El Avisador Numantino y Noticiero de
Soria difundieron los datos que nadie después dejó de repetir:
hacinados en camiones de ganado y atados de dos en dos viajaron hasta
nuestra ciudad entre 650 y 700 personas, pasaron la primera noche en la
plaza de toros, fueron llevados después a los locales del cine
Proyecciones y acabaron, finalmente, en el cuartel de Santa Clara y en
otras “prisiones menores” como la propia prisión provincial, la ermita
de Santa Bárbara, el fielato de la carretera de Valladolid, los
calabozos del Gobierno Civil y, añadimos nosotros, el instituto de
Enseñanzas Medias y la posada-albergue de la calle Alberca, construida
de nueva planta en 1933 por los hermanos Francisco y Feliciana González
y requisada en aquellos días de octubre por orden verbal del gobernador
civil para que acogiera a los niños y mujeres evacuados de la villa
seguntina. Mucho antes, mes y medio exactamente, cuando la guerra aún no
era guerra y Soria seguía con su alcalde “republicano”, el director de
la prisión provincial elevó la voz para denunciar la falta de recursos
para alimentar a tanto detenido, y al poco lo haría el mismo edil, el
Sr. Royo Arana, cuando el responsable del Banco de España en la capital
denegó cualquier crédito que pudiera ayudar a la manutención de los
presos. Un elemento tan simple como la paja precisa para las camas de
los reclusos de Santa Clara o de las mujeres del campo de concentración
del fielato requirió papeleo y requisas de vehículos para su transporte.
Solución insalvable fue renovar los habitáculos usados como cárceles,
siendo a veces más fácil cambiarlos por otros, como sería el caso del
“Hospitalillo, en la plaza del Salvador, sustituto del número uno de la
calle Alberca.
Las mil doscientas veinticinco palabras empleadas en estas “crónicas”
resultan de todo punto insuficientes para plantear siquiera el tema que
nos ocupa. Quedan enunciados en todo caso los “establecimientos”
carcelarios y con ellos, y con los datos extraídos de los padrones
municipales, cabe referir unas cifras de “inquilinos” muy alejadas de
las habitualmente usadas pero muy significativas. Así, en el padrón de
1935 no se contabilizan más que 24 penados recluidos en la prisión
provincial de la plaza de la Constitución, mientras que en su primera
rectificación, la de 1936 cerrada a 19 de agosto, los prisioneros
alcanzan la cifra de 318 en la cárcel de Santa Clara, 38 en la de Santa
Bárbara y 23 mujeres en el instituto; en la segunda rectificación, la de
1937, la prisión provincial “alojaba” a 321 recluso, la de Santa Clara
añadía a 209 descontando las 74 bajas registradas (por “pérdida de
residencia” o “cambio de domicilio”), la de Santa Bárbara a 12 más y el
campo de concentración del fielato de Valladolid a 47, todas mujeres; y,
por último, en la rectificación de 1939, la prisión provincial registró
264 bajas y 115 altas, de las que 11 eran mujeres; el fielato dio de
baja a 22 mujeres, el mismo número que registró el local de Aduana
Vieja, mientras que el “Hospitalillo” acogía a 23 reclusas venidas de
estos últimos lugares. En 1940 Santa Clara pasó a cuartel militar, y
albergó a soldados y guardias civiles, y el presidio quedó reducido al
local del viejo palacio de la Audiencia, que todavía mantuvo a 109
penados ese año, que los redujo a la mitad en 1942, pero que en 1943 aún
doblaba el número de internos visto en 1935.
Este mundo de cárceles y reclusos, de “evadidos” y “prisioneros”, dio
forma al denominado “Campo de Concentración de Prisioneros de Soria”,
uno más de los 300 campos registrados en las últimas investigaciones.
Improvisado y disperso, ni siquiera la Jefatura de la Inspección de
Campos de Concentración le dio más importancia que la de mero “depósito
de prisioneros”, pero el Gobierno Civil y el Ayuntamiento, y por defecto
la propia ciudad, le sacaron un alto rendimiento al poner a buena parte
de sus “concentrados” a trabajar en proyectos municipales ideados para
ello. De esto, sin embargo, quizá será mejor hablar en el siguiente
artículo, del que, como avance, les dejamos el testimonio del documento
que sirve de ilustración.
PIE DE FOTO
Estadillo de trabajo, con firma del
capataz y sello oficial de Campo de Concentración de Soria, del 5 de
febrero de 1939 (AMS, fotografía del autor retocada por Alfonso Pérez
Plaza).
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Juan A. Gómez-Barrera
Publicado
Heraldo-Diario de Soria, 22-4-2019
Prisioneros, camas de paja
y trabajos municipales
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Juan A. Gómez-Barrera
HISTORIA DOCUMENTAL / Sin
olvidar recordar al lector que el libro determinante sobre el sistema
concentracionario franquista es aún hoy Cautivos (Barcelona,
2005), resultado de más de un lustro de investigación de Javier Rodrigo,
retomamos lo anteriormente escrito y, con documentación del Archivo
Municipal hasta ahora inédita, desvelamos parte de lo que ocurrió en
nuestra ciudad.
El mismo día 8 de julio de 1937 en que el presidente de la Comisión de
Obras Públicas de la Junta Técnica del Estado firmaba en Burgos el
escrito con el que se dirigía al alcalde de Soria, rogando le remitiera
una relación de los proyectos que el Ayuntamiento estuviera dispuesto a
realizar para dar forma a “un Plan de Obras Públicas en el que se
aprovechase el trabajo de los prisioneros de guerra y presos políticos”,
Julio Pérez Rioja, Inspector Municipal de Montes, registraba un informe
en alcaldía en el que señalaba que era “de suma necesidad y conveniencia
un camino carreteril en el monte de Valonsadero”, pues “carece en
absoluto de una vía firme en la vega de San Millán, lugar más visitado
por el pueblo, corrientemente, y no digamos en la época de las Fiestas
de San Juan”. El paraje –relataba el inspector– era objeto, en época de
humedad, de trías diversos por el paso con los carruajes, lo que
imposibilitaba en buena parte su acceso. Además, apostaba, “no sería
costosa la construcción de un camino firme desde la carretera de Burgos
hasta el Torilejo, Puente de Pedrajas y Casa Nueva, aprovechando el
trabajo de los prisioneros de guerra, que en la actualidad se mantienen
en la ciudad, y a su vez, la piedra tan abundante y dura de las canteras
de morreras, piedra admirable para consolidación y firme, usando para
caja de la carretera en su fondo la gran cantidad de mampostería que en
la actualidad tenemos en el Puente del Canto”.
El escrito de la Junta Técnica, que parecía conocer con antelación
Rioja, establecía como condiciones necesarias para permitir el
aprovechamiento del trabajo de los prisioneros, además del envío de su
relación, el que las obras propuestas no necesitasen materiales más que
por un valor aproximado de un tercio del total de aquellas; que se
desarrollasen en un radio de diez kilómetros alrededor del campamento,
considerándose como tal “los albergues permanentes de prisioneros y
demás edificios habilitados con este objeto”; que se acompañara de un
presupuesto aproximado, teniendo en cuenta que este debía “ser del orden
de 300.000 pesetas o mayor” si no era referido a “obras ejecutadas
alrededor de edificios destinados al albergue de
prisioneros o penitenciarias”; y que los gastos de materiales,
herramientas, medios auxiliares e instalación del campamento que se
originase fuese por cuenta de la entidad promotora. Apuntaba, por
último, que “también podrán ser obras aptas para aplicar el trabajo de
los prisioneros aquellas de utilidad general que sean factible ejecutar
en beneficio de entidades o particulares, siempre que estos paguen
íntegramente los gastos de materiales, herramientas, medios auxiliares e
instalación del campamento, y que su naturaleza sea tal que los
rendimientos de la explotación o utilización permita establecer un canon
justo a beneficio del erario público que evite todo lucro de
intermediarios”.
La Comisión de Obras del Ayuntamiento propuso, en su reunión del 19 de
julio, los cuatro trabajos siguientes: terminación de la calle de Santa
Clara, Campo de Deportes, movimiento de tierras en el corral del
Matadero y explanación de una caja para carretera en Valonsadero. Y el
Pleno del Ayuntamiento, en sesión del 30 de julio, aprobó esa relación y
añadió una quinta obra: el camino de subida al Castillo y el movimiento
de tierras en el mismo que fuera necesario. Y este acuerdo, que el
alcalde Carmelo Monzón firmó con el consabido “cúmplase”, se envió a la
reiterada Junta el 6 de agosto de 1937, no sin hacer constar que todas
las obras se encontraban comprendidas dentro del radio de los diez
kilómetros alrededor del campamento, por lo que no se tendría que hacer
desembolso de ninguna clase; que únicamente serían de su cuenta los
materiales y herramientas que fueran necesarios; y que estos, una
camioneta báscula, un camión para transportar paja, otro para el
transporte de escombros y grava a fin de consolidar y arreglar el viejo
cuartel de Santa Clara, y picos, y palas, y pisones, incluso los
terrenos para dar forma a alguna de esas obras, como los de la subida al
Castillo propiedad de Elías de Marco, serian requisados y expropiados
con ayuda de las autoridades competentes allí donde se encontrasen.
El 9 de septiembre, la Inspección de los Campos de Concentración de
Prisioneros (creada poco antes, el 5 de julio de 1937, y puesta en manos
del coronel Luis Martín Pinillos) informó por oficio que con esa fecha
se había ordenado telegráficamente al Jefe del Campo de Concentración de
Soria pusiera a disposición municipal 200 prisioneros para ejecutar las
obras solicitadas. Y con ello, y con la simple consulta de los derechos
de los capataces de obra ante los prisioneros, empezó en la capital una
retahíla de trabajos, con estos como protagonistas, que los llevaría a
participar en las reformas de la propia prisión provincial, de la
prisión del fielato de la carretera de Valladolid, de los locales
sustitutos de los colegios públicos y del propio Instituto de Enseñanza
Secundaria requisados por la autoridad militar y, en abril de 1938, del
“Hospitalillo”, habilitado entonces como prisión de mujeres en
sustitución de la posada-albergue de la calle Alberca, lugar que, por lo
demás, acogería desde entonces a “los especialistas de la aviación
legionaria” italiana.
Y, sin embargo, todo aquello no fue más que el entreacto de los trabajos
“forzados” que los reclusos del “múltiple” Campo de Concentración de
Prisioneros de Soria iniciaron el 18 de abril de 1938 y concluyeron el
24 de febrero de 1940. En ese tiempo, 757 prisioneros, de los que se
conoce nombre y apellidos, trabajaron durante 119 semanas en otros
tantos grupos, y conformaron la mano de obra de 2.320 trabajadores en
11.347 jornadas o peonadas. A cambio se les adjudicó un salario de 1,50
ptas. al día, justo lo que costaba su manutención al Estado, cuando el
propio de los peones civiles que limpiaban los refugios o reparaban las
calles de la ciudad era de 5,50, lo que invita a
pensar en una cantidad de 45.388 ptas. que se ahorró el Ayuntamiento de
Soria o que ganó a costa de aquellos infelices el Nuevo Estado. Mas todo
estaba bien: la ciudad potenció sus infraestructuras al trazar las
carreteras de la vega de San Millán y de la subida al Castillo, mejorar
las calles del Pósito y Caballeros, arreglar la plaza de toros,
habilitar los patios del Matadero, explanar el terreno del Campo de
Deportes –que más adelante sería publicitado como la gran aportación a
Soria de la Obra Sindical de Educación y Descanso– y subvencionar, con
mano de obra gratis, las calles de los hotelitos de su entorno. Y los
reclusos, ¡qué generosidad!, verían el sol, restarían algunos días a sus
penas y, en prisión, a la vuelta del duro trabajo, gozarían de una buena
cama con paja de Buberos.
PIE DE FIGURA
Tablas estadísticas y dibujo de la parcelación de los altos de la dehesa
de San Andrés (fotografía y elaboración propia a partir de la
documentación del AMS).
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Juan A. Gómez-Barrera
Publicado
Heraldo-Diario de Soria, 6-5-2019
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