El Caballero y la Muerte: Soria, año de 1326

Alfonso XI

«La Muerte es como una vieja cortesana que anduviera por cruces y caminos a la búsqueda de obligados compañeros de viaje, dice el Sabio. Querer evitarla es imposible, nadie lo ha conseguido hasta ahora, porque conoce los misterios de cada cual ya que nuestro destino está escrito en las estrellas. Lo triste es que se llega, las más de las veces, sin ser advertida, y hace que toda una vida resulte insuficiente para estar avisados...», comentaba doña María de Molina a su nieto, el joven príncipe Alfonso estas palabras tomadas del libro Memento Mori (1), tratando de prevenirle sobre el futuro incierto que le aguardaba y las adversidades que habría de superar al heredar el trono de su padre, el rey Fernando IV, recientemente llevado por ella.

Catorce años después de estas reflexiones, el rey Alfonso XI tuvo clara conciencia de su presencia cuando la muerte arrebató de forma violenta a su hombre de confianza: el Merino Mayor de Castilla, Micer Garcilaso, el día de Pascua del año 1326, en Soria, a manos de unos traidores.

Era este caballero hombre corajudo y temeroso de Dios, lugarteniente del rey, que en aquellos días andaba defendiendo la frontera cordobesa contra las algaradas sarracenas. Muchas veces había expuesto la vida por su rey y, tal vez por su valor, o por simple azar, siempre había salido con bien.

Sería hacia finales de marzo. La noche andaluza por esas fechas es rica en olores y sueños. Micer Garcilaso solía dormir con las ventanas abiertas para que el aroma de los arrayanes en flor le llenara la estancia. Y fue al asomarse a una de ellas cuando sintió algo tan leve como una sombra que al pasar le susurró al oído: «Tente de ir a Soria; allí te espera la Muerte».

El caballero creyó por un momento que el viento había levantado un remolino de niebla y silbado de forma extraña al filtrarse por entre el alféizar..., pero no quería engañarse: había notado un escalofrío en los huesos y una voz muy queda le advertía de un viaje que jamás debería emprender: la vuelta a Soria.

Se retiró al interior del aposento, se ajustó sobre los hombros la pelliza de lana y dejó que llegara la mañana tras una noche de desvelos. A la hora de nona convocó urgentemente a su consejo:

- ¿Sabéis si han venido nuevas del rey? —preguntó cuando los tuvo en su presencia.

Nadie supo qué contestar porque no se tenía noticia de que hubiera llegado de Castilla mensajero alguno.

- No, mi señor —le respondió el maestre de campo.

El Merino quedó pensativo, contrariado, y comenzó a pasear a grandes zancadas por la sala sumido en negras cavilaciones.

- Está bien, podéis retiraros.

- Señor... 

Nunca el Campo de Gómara había sufrido mayor tiranía a manos de los poderosos como lo venía siendo aquellos días. Don Manuel, el hijo del infante don Juan Manuel, señor de Murcia y Villena, andaba saqueando impunemente los castillos y las tierras de Gómara, Almenar y Noviercas ante el estupor de una población aterrorizada, que veía cómo infanzones y fidalgos pasaban a cuchillo toda resistencia material o moral de hombres, animales o cosas. Estos desalmados, olvidado el principio de bonhomía,  hicieron ver que la única ley que imperaba en aquellas tierras era la de su espada. Llegaron a ser tantos los agravios y tanta la sangre derramada, que acudieron los villanos ante el rey para pedir amparo y decirle sus quejas.

El rey ya tenía noticia de que algunos nobles esquilmaban vorazmente al pueblo llano en su ausencia y pensó que era urgente poner remedio. «Pronto daremos cumplida cuenta de su soberbia», tranquilizó Alfonso a los alcaldes del Campo de Gómara que acudieron en audiencia, al tiempo que despachaba cartas a su Merino Mayor para que sin tardanza viniera a tierras de Soria y pusiera orden entre los nobles levantiscos.

A las puertas de la muralla de la ciudad —dicen los que la vieron— solía apostarse una anciana de aspecto lúgubre y manto negro que saludaba, ya de buena mañana, con un tenebroso «Memento mori» a todo aquel que pasaba a su lado; saludo que era respondido por los clérigos con un sobrecogido «Amén» por ser los únicos que entendían sus latines; el resto, le escupía o tiraba piedras. Los emisarios reales también oyeron el consabido saludo al salir hacia la frontera pero se burlaron de la anciana: «Está loca», comentaron, y la comitiva se perdió a galope tendido camino de Almazán, hacia el sur. Ella seguía allí, fúnebre, junto a la puerta.

Micer Garcilaso reunió a sus alféreces para decirles de forma tajante:

- Señores, hemos de tornar a nuestra tierra.

- ¿A dónde, señor?

- A Soria.

En efecto, las cartas que obligaban a cumplir de inmediato el mandato del rey pese a las advertencias de las sombras. Dicen los cronicones de la época que este Garcilaso, Merino Mayor de Castilla y Adelantado de Córdoba, era hombre que cataba mucho de agüeros y señales... Otro  en su lugar hubiera puesto mil pretextos para no cumplir la orden escudándose en las señales presentidas, pero él no, porque pensó que en Soria, su tierra, habitada por gentes cristianas, era imposible que sufriera asechanza alguna ya que sus enemigos quedaban lejos, en la frontera. También pensó que la voz que le advertía de no ir a Soria podría ser fruto de un incipiente apego por las tierras andaluzas donde se sabía poderoso y gozaba de gran respeto entre moriscos y cristianos. Pero no: en Soria no habría arma capaz de acabar con su vida porque los ricos-hombres sorianos se someterían de grado o por fuerza en cuanto pisara tierras castellanas.

Al salir de Córdoba cató los agüeros: le acompañaba un cielo alto, sereno y azul. No había cornejas volando a su siniestra, ni topó con leproso alguno, ni tuvo que apartar perro sarnoso de su camino; todo eran buenos auspicios que le señalaban un camino placentero hasta llegar a su destino. Fue a la entrada de Toledo, después de cinco jornadas de camino, cuando la vieron allí plantada, junto a la puerta de Bisagra: una anciana enlutada, de aspecto frágil, que saludaba a todo el mundo con un lacónico: «Memento mori…»

Micer Garcilaso se interesó por ella:

- ¿Quién es esa anciana de negro? —preguntó a su secretario de cartas latinas.

- Nadie, señor: una pobre loca.

- ¿Y cómo es que ha llegado hasta aquí si dicen que la vieron al salir de Soria?

No hubo respuesta.

Por los Campos de Gómara se extendió la voz de que el Merino Mayor venía de camino para poner orden en nombre del rey. Le habían visto cruzar tierras de Medinaceli e iba apellidando nuevos caballeros para ponerlos a sus órdenes. Los labradores tuvieron la certeza de que el rey era hombre de palabra y empezaba a cumplirla; no así los secuaces de Don Manuel que seguían cobrando sus últimas presas por los contornos del castillo de Almenar al que saquearon como solían hacer pasando a cuchillo toda resistencia. «Se me da una higa —dicen que exclamó borracho de vino y sangre el mal llamado caballero cuando le dijeron que micer Garcilaso  venía a poner orden— que venga aquí el Merino Mayor de Castilla o la barragana del señor obispo de Osma, que yo le daré cumplido recibimiento».

Galoparon jornadas enteras hasta alcanzar las orillas del Duero; cruzaron Almazán y  plantaron el campamento a las puertas de la capital a la esperaba del rey Alfonso que venía de Burgos.

La noche del Sábado Santo la pasó micer Garcilaso en un puro sobresalto. El día anterior había hecho ayuno y abstinencia siguiendo el mandamiento de la Iglesia, de forma que estaba en paz con su conciencia. Pero mientras dormía oyó graznar a las cornejas y hubo revuelo de pájaros; luego se sucedieron fuertes señales de que se avecinaba una tormenta; al rato el cielo se desgarró en relámpagos y aullidos de lobos... Eran malos aquellos presagios para recibir con alborozo el día de Pascua. Le vino al recuerdo la mujer de negro que viera en la puerta de Toledo: su saludo siniestro, el mal aire que sintió en Córdoba y otros pequeños detalles que ahora se le agolparon en la mente impidiendo que conciliara el sueño.

Al clarear la mañana, las campanas de la ciudad empezaron a llamar alborozadas para celebrar el día de Resurección, lo que hizo pensar al Merino que no era tiempo de andar contrariado por negros presagios sino de cantar aleluyas. Se vistió con ricas ropas y mandó que le acompañaran sus familiares y alféreces para oír misa en la primera capilla  que encontraran abierta. Las huestes quedaban fuera, en el campamento, esperando al rey.

Al atravesar la puerta sur se toparon con la vieja vestida de negro. El caballero palideció: no era casual encontrarse con la misma figura a cada paso, y su temor se confirmó cuando oyó la voz sorda, inexpresiva y monótona de su saludo: «Memento mori, dómine».

- ¿Quién eres? —le gritó sin bajarse del caballo. Pero su ira fue en vano porque hablaba a la pared: la dama de negro se había desvanecido.

 Las campanas del monasterio franciscano volteaban con alegría pascual. Allí mismo le informaron de que el rey Alfonso cabalgaba por Cidones y había mandado un emisario con el mensaje de que le esperara en la Audiencia Real para un asunto de la mayor importancia. Entró en la capilla, tomó agua bendita y pensó que todos los agüeros habían sido inútiles porque en la ciudad reinaba la calma.

Pero esto no era del todo cierto, porque primero fue como un lejano galopar de caballerías; luego el alboroto creció hasta convertirse en ruido sordo de batalla campal. Hombres armados en número impreciso llegaron a galope con las espadas desenvainadas y rodearon el monasterio; después, al grito de: «¡Muerte al rey y a sus lacayos!» irrumpieron violentamente en sagrado y degollaron a todo cuanto se encontraron por medio: frailes, caballeros y novicios. Los leales sacaron las espadas para defender al Merino, pero fue un gesto inútil porque, a pesar de que los primeros asaltantes rodaron descabezados, una jauría de lobos se les vino encima doblándoles en número y haciendo toda resistencia vana. «¡Muerte al rey y a sus lacayos!», gritaron los traidores tintos en sangre aquella mañana de Pascua.

Cuentan que cuando llegó el rey a la Audiencia y tuvo noticia de lo sucedido guardó un profundo silencio: no es que enmudeciera de estupor o de rabia, no; es que en ese mismo instante estaba tramando una terrible venganza contra los culpables de tamaña felonía.

Y así fue. El día de su onomástica, y con ocasión de la audiencia real a la que fueron invitados todos los prohombres sorianos para la entrega de prebendas y regalías, el rey Alfonso, a quien la historia llamaría “el Justiciero”, mandó degollar uno por uno y en su presencia a todos los allí presentes que habían intervenido en la muerte de su Merino Mayor. Luego ordenó que los cadáveres fueran esparcidos por el monte para ser pasto de las bestias carroñeras bajo pena de muerte a quien osara darles sepultura.

Desde entonces, a aquel lugar de los cuerpos insepultos se le viene llamando Campo de las Calaveras, y dicen que sus espectros vagan por él lanzando lastimeros aullidos todos los Sábados Santos. También dicen los antiguos que la dama negra desapareció de las murallas de Soria para siempre: tal vez asustada por la sangre derramada,  perdida —seguramente— por cruces y caminos...

(1) Recuerda que has de morir

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