Pasaremos la vista por
la historia de Soria para dar unas pinceladas, unas líneas, que con el
tiempo y la colaboración de todos podamos ir ampliando. Dejaremos para el
apartado de arqueología ese larguísimo periodo de la Historia en que no
existen las fuentes escritas, pues incluso la resistencia y posterior
caída de Numancia apenas sugirió unas páginas a los historiadores
antiguos, por más que, transcurridos los siglos, esas páginas se hayan
convertido en abundancia de publicaciones que se mueven a medias entre el
soporte y la especulación.
No se sabe si los
visigodos dejaron abundancia de restos que puedan soportar una
investigación seria en la provincia. En todo caso, otras edificaciones,
religiosas en este caso, serían superpuestas a ellas. Rabal apunta a la
ermita del Mirón, al priorato de Nuestra Señora del Mercado (erigida por
el rey Teodomiro) y la de San Miguel de Montenegro. Incluso asegura que el
nombre de Soria derivaría de Suevaria o Savaria, en honor a los suevos,
pero el tema del nombre de Soria, como sucede en general con la toponimia,
no ha sido, hasta la fecha, documentado y, por lo tanto, está sin aclarar.
Sí nos movemos con mayor
desenvoltura en el tema de la invasión musulmana, y sabemos que buena
parte de la provincia de Soria estuvo durante muchos años deshabitada,
podríamos decir que fue tierra de nadie, donde los cristianos del Norte y
los musulmanes del Sur dirimían sus batallas con el río Duero como
frontera natural. De aquella época permanecen todavía en pie restos de
fortificaciones, el mejor conservado y de mayor extensión es el que guarda
el Duero en Gormaz, y otros como el de Berlanga, San Esteban, Medinaceli y
Calatañazor, además de gran número de atalayas que sirvieron de
vigilancia, primero para las guerras entre musulmanes y cristianos y más
tarde entre los reyes aragoneses y castellanos, quienes, tranquilizadas
las huestes de la media luna, decidirían continuar con eso de la guerra
entre ellos mismos.
Por estas tierras que
hoy conforman Soria, se movieron figuras históricas de la relevancia de
Rodrigo Díaz de Vivar, de cuyas gestas ha permanecido para la Historia el
Cantar del myo Cid y, en él, la certeza de que El Cid pasó por Soria,
concretamente por Gormaz y el despoblado de Vadorrey. El conde Fernán
González (el Gundisalvo de los árabes). Almanzor. El general-poeta Galib,
y una muestra de obispos y gente de la Iglesia, que también defendían las
tierras de los cristianos, sabedores de que con el tiempo a ellos les
aprovecharían esas conquistas. En los siglos de las luchas religiosas
Medinaceli fue la ciudad más importante de la zona.
De toda esa época nos
hablan las piedras. Atalayas que se alzan todavía siguiendo el río
Escalote, desde Berlanga hasta Barahona, y los castillos mencionados
líneas arriba. La toponimia se encarga de decirnos que en determinados
parajes hubo alguna vez edificación, grande o pequeña, desde donde vigilar
el avance de unos u otros: cerro de los moros, castillo de los moros,
castillo, cuesta de los moros, etc.
Toda la frontera
castellana debía ser repoblada para asegurar la conquista, fue el signo de
los tiempos. También en Cataluña hemos encontrado la ruta de los
corsarios. Allí llegaban por mar y las localidades de la costa, dos
kilómetros adentro, eran dadas con privilegios a los pageses para
defenderlas de los musulmanes. En Soria se dieron fueros y se trajo gente
de todas partes para consolidar lo conquistado.
Fue en el siglo XI
cuando Alfonso I de Aragón el Batallador, casado con Urraca, la heredera
de Castilla, repobló Berlanga de Duero, Almazán y Soria, desde luego bajo
vigilancia aragonesa, preocupándose de que las guarniciones fueran de esa
nacionalidad. El rey repudió a su esposa, Urraca, y renunció al gobierno
de Castilla. A la muerte de la reina, Alfonso VII, hijo de ella y de un
anterior matrimonio, reclamó a su padrastro las plazas que él consideraba
ocupadas y da comienzo con este hecho a una serie de ellos que se darían a
lo largo de siglos: las permanentes luchas, paces con bodas incluidas,
escaramuzas y sobresaltos diversos entre los reyes de Castilla y Aragón,
en una tierra considerada frontera y, de nuevo, zona de conflicto, como
antes lo fuera el Duero entre cristianos y musulmanes. Por esto
precisamente, Soria y las villas de Monteagudo, Morón, Almazán, Serón,
Ciria y Ágreda aparecen con frecuencia en la Historia Media de España, a
pesar de que Soria quedara incorporada a la corona de Castilla a la muerte
del Batallador, pero siempre han sido las fronteras zonas frágiles que es
necesario cuidar.
Un nieto de Alfonso VII,
el VIII, heredó el trono de su padre Sancho, con tan sólo 3 años. Fue
custodiado y protegido en Soria durante su menor edad, dando lugar a
luchas entre los nobles Laras y Castros por esa tutela, lucha en la que
llegó a intervenir el propio rey de León, quien se desplazó hasta Soria
para que el niño le prestara juramento como tío suyo que era. No llegó a
consumarse el vasallaje, Pedro Núñez de Fuentearmegil lo trasladó a San
Esteban de Gormaz y después a Atienza. Cuando el rey Alfonso VIII llegó al
poder "tuvo presentes estos servicios de los sorianos y les colmó de
mercedes, construyendo templos y concediéndoles importantes privilegios,
entre los que estaban el de que los Caballeros sorianos fueran guardas del
rey y no pudieran ser obligados a salir a campaña sino yendo éste en
persona", como dice Nicolás Rabal.
A finales del siglo
XIII, Sancho IV el Bravo, casado con María de Molina, se encontró, en
Monteagudo, con su primo Jaime II de Aragón, para pactar la boda entre el
de Aragón con la infanta Isabel de Castilla, enlace que se celebró en
Soria, el 1 de diciembre de 1291, en realidad se trataba de acabar con una
de tantas guerras que libraban entre parientes por cuestiones de
territorio. A causa de ellas María de Molina y Fernando IV lucharon en la
raya soriana con los De la Cerda, quienes reclamaban derechos al trono de
Castilla, estuvieron también en Ágreda firmando paces con Aragón y
Portugal.
Alfonso XI tomó cumplida
venganza, en los caballeros sorianos, por la muerte de su Merino,
Garcisalo de la Vega, en el convento de San Francisco. Por la tierra
fronteriza de Soria anduvo Pedro I el Justiciero, Enrique de Trastámara,
quien se apoderó de Serón y sitió Peñalcázar. Un hijo de éste último,
casó, en 1375 en Soria, antes había estado firmando otras paces en
Almazán, hasta donde llegó el rey Jaime IV de Mallorca y murió, siendo
trasladado al convento de San Francisco, de Soria, donde fue inhumando con
honores de rey, por orden del futuro Juan I, quien, en 1380, celebró
cortes en Soria. Parte de la zona a la que nos referimos: Morón,
Monteagudo, Deza, Atienza y la propio Soria, fue entregada en señorío a
Bertrand du Guesclin, francés analfabeto, que puso su espada a las órdenes
del de Trastámara y de quien dice la Historia que participó, directamente,
en la muerte del monarca Pedro I.
A todo esto, las
guerras, paces, contrapaces, matrimonios, anulaciones de ellos por cambio
de intereses, no lo hacían solamente los monarcas, si no que, apoyados por
sus fieles servidores, éstos iban adquiriendo una importancia que
colocarían, en muchas ocasiones, a los propios monarcas contra la pared.
Grandes familias fueron premiadas con señoríos que, más tarde, serían
culminados por títulos nobiliarios. A lo largo de la Historia de Soria
(según trabajo llevado a cabo, y próximo a publicarse, por Frías Balsa y
Goig Soler) fueron casi ciento cuarenta los títulos nobiliarios
relacionados con la provincia de Soria. Los grandes señoríos sorianos
fueron a parar a las familias Hurtado de Mendoza (Almazán, Monteagudo y
alrededores); Velasco (señores de la villa y Tierra de Berlanga de Duero),
después condestables de Castilla; Arellano, señores de los Cameros; Luna,
mariscales de Castilla y señores de San Esteban de Gormaz y alrededores;
Avellaneda, que se aposentaron en el Oeste provincial; y los todopoderosos
Medinaceli, que extendieron su señorío por la villa y Tierra del nombre de
su título. Ellos formaron un intrincado panorama de bodas consanguíneas a
fin de repartirse toda la tierra y los derechos e impuestos que ella
conllevaba.
Contra este panorama se
alza Ágreda, siempre remisa a ser de señorío, por más que distintos
monarcas lo intentaran, aunque con el paso del tiempo y la euforia de la
Mesta, con la protección de los reyes, vieran residir en la villa
fronteriza a gran número de titulados, casi todos del apellido González de
Castejón.
Nos habíamos quedado
líneas arriba repasando los reinados del primer Trastámara. Fue durante el
gobierno de uno de los reyes de esta Casa (asentada definitivamente en
España), Enrique III, cuando se quiso dar en señorío Ágreda, junto con
Ciria y Borobia, más la fortaleza de Vozmediano, al mayordomo de palacio,
Juan Hurtado de Mendoza, algo que no consiguió, y el monarca permutó esas
villas por Almazán y el castillo de Gormaz.
Juan II, el padre de la
Católica, hubo de vérselas de nuevo con los aragoneses y, naturalmente,
las diferencias se dirimieron entre Berlanga, Caltojar y Medinaceli. Su
hijo, Enrique IV, intentó de nuevo dar Ágreda en señorío, esta vez al
condestable Lucas de Iranzo, y de nuevo los agredeños se negaron. Lo
intentó de nuevo, esta dándola a Beltrán de la Cueva (de quien se decía
era padre de la princesa Juana, a la que la Católica le arrebataría el
trono), aunque disfrazando la donación en forma de tenencia de la
fortaleza y oficios. Hubo más que palabras y Ágreda fue recompensada por
los daños sufridos en forma de privilegios para la importación del vino,
algo que consiguió Martín González de Castejón, cuyos descendientes serían
titulados marqueses de Velamazán y otros. Pero Enrique IV, tal vez dolido
en su soberbia de rey, volvió a otorgar la plaza en señorío, esta tercera
vez al duque de Medinaceli. Este duque luchó durante años contra los
agredeños y propició un hecho horrible en Ólvega, entonces de la
jurisdicción de Ágreda, al prender fuego a una torre donde se habían hecho
fuertes los vecinos, quemándose muchos de ellos, hecho este, criminal
donde los haya, que los olvegueños recuerdan en una lápida y, suponemos,
que en su memoria colectiva. Pero el duque no logró la victoria y tuvo que
retirarse a sus estados, que no eran pocos.
Con el enlace
matrimonial entre Isabel de Castilla y Fernando de Aragón se acabaron,
definitivamente, los problemas con el reino vecino. Pero los monarcas no
olvidaron esta zona soriana y la corte itinerante que caracterizó el
reinado de los Católicos, estuvo varias veces en Almazán, en el palacio de
los Hurtado de Mendoza. Su heredero, muerto joven antes de reinar, pasó un
tiempo después de su boda en la villa adnamantina.
Fueron tiempos casi de
prosperidad en la provincia de Soria, con el auge de la Mesta. En ella se
instalaron nobles relacionados con la institución, grandes propietarios de
ganados, que edificaron grandes casonas blasonadas, de las que todavía
quedan restos en estas tierras. Si de los propietarios de señoríos podemos
ver todavía los palacios de Morón, Almazán, Berlanga de Duero, Medinaceli,
Fuentepinilla, los castillos de Monteagudo, Caracena, Gormaz, San Esteban,
San Leonardo... De los señores de la Mesta queda la casa-fuerte de San
Gregorio de los Medrano, la de Gallinero de los Vinuesa, el castillo de
los Saravia en Almenar, el palacio de Soria de los Gómara, el de los
Castejones en Ágreda, también en Soria el de los Saravia y los restos en
La Pica, el de los González de Castejón en Velamazán donde fueron
marqueses del mismo título, el de los Alcántara en la capital, el de los
Vadillo en Tera, de los Salcedos en Aldealseñor, Cubo de la Solana y
Almajano. Casas blasonadas, de nobleza menor, hidalgos, mesteños asimismo,
pueden verse todavía en Narros, Castilfrío de la Sierra, San Pedro
Manrique, Oncala, Palacio de San Pedro... En los interiores de los
templos, capillas y sepulturas flanqueadas por las armas de las nobles
casas. Son los restos de una grandeza ya perdida.
Lo dejamos aquí. Para
hechos posteriores, como la Guerra de la Independencia, por ejemplo,
invitamos a personas que lo conozcan mejor para que nos envíen sobre ello.
Nosotras trataremos,
como incorregibles asiduas del Archivo Histórico Provincial, de ir dando a
conocer parcelas de esa Historia y de otras historias, más pequeñas, pero
acaso tan o más importantes para Soria que la que le tocó vivir por el
sólo hecho de estar ubicada en la frontera.