El
largo desamparo fue royendo
los muros de las casas
y puso en cada esquina
centinelas de zarza.
Por aquella ventana
desvencijada, que atisba la calleja,
asomó un día el último
poco antes de marchar.
Era muy de mañana. Diez minutos
bastaron entre dudas y escarcha
para hacer el ajuar.
Sólo el sol se asomó a despedirle
al partir musitando un adiós
sin volverse a mirar.
Primero habían faltado
risa a risa, los juegos de los niños,
luego la gente joven
con su alto diapasón,
después… cuestión de tiempo,
los demás se rindieron
entre la soledad y la resignación.
Hoy el cierzo baja
salvaje y helado desde monte al valle
y agita unas ortigas que campean
como adornos ariscos en las calles.