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El tren llegó a la estación de San Leonardo
con media hora de retraso. Más de la mitad de esa demora, le había dicho el
empleado, se había producido desde Cabezón. Moisés calculó con una rapidez
mental adquirida en los años pasados en el Seminario que, de seguir
acumulándose, al llegar a Tordesalas, fin de su trayecto, sería de una hora.
Lo comentó con Santiago, antiguo resinero de Hontoria que iba a Cabrejas del
Pinar a ver a su madre. A la pregunta de por qué había adquirido esa rapidez
mental de cálculo en el Seminario, en lugar de conjugar latines, le
respondió que precisamente por eso, para evitar los latines.
El tren se puso en marcha y Santiago le hizo
ver al joven a un grupo de muchachas que les decían adiós.
- No
es a nosotros, se despiden del tren. Es domingo y no tendrán cosa mejor
que hacer, dijo Moisés, es el pueblo donde reside más gente, y el paso
del tren es de lo más visitado, y en noviembre los cementerios. Pasa
igual en Hontoria.
- Vendrán
a aspirar la carbonilla, dice mi madre que ayuda a curar la
tuberculosis.
- ¿Tú
no creerás eso?
- Yo
creo casi todo, los mayores siempre tienen razón. ¿Echas un cigarro?
- No
fumo. Cuando salí del Seminario hice todo lo que allí me prohibían menos
fumar. Antes de que nos demos cuenta vamos a llegar a Navaleno, es la
estación que más me gusta. Hoy va el tren con poca gente.
- Es
domingo, si fuera jueves no podríamos rebullirnos con las mozas cargadas
de horteras que van al mercado.
- Da
gusto ver cómo trabajan la madera por aquí. Ya llegamos.
Un grupo de chavales que rondarían los doce
años se abalanzó hacia el tren. Bajaban en la siguiente parada, en el
apeadero de Pinar Grande, donde iban a pasar el día. Eran unos minutos, pero
desde hacía años, el viajar solos por primera vez en el tren se había
convertido en una iniciación, el paso de la adolescencia a la juventud,
parecido a la entrada a mozo. Los muchachos juntaban durante unas semanas
las perrillas que les daban y con ellas, además de pagar el billete, iban a
la tienda y a la panadería y compraban alimentos distintos de aquellos que
se comían en casa, sobre todo alguna golosina, chocolate y vino, esto último
a escondidas de los padres, aunque eso de beber vino no estuviera mal visto,
pero dentro de un control. Un buen pellizco de tabaco se lo distraían a los
padres de la petaca. Aunque lo sustancial para la comida lo cogían de las
ollas de la madre, y cada una de ellas les hacían una buena tortilla, nunca
faltaban huevos y patatas en las casas.
La estación de Navaleno, rodeada de árboles
que, a 1 de julio, lucían verdes y frescos, era espaciosa y bien cuidada.
Los muelles estaban repletos de maderas ya cortadas en los aserraderos de
alrededor y prestas para ser cargadas al día siguiente. En tiempos esas
cargas eran trasladadas por los carreteros, tiradas por hermosas vacas
serranas negras. Los muchachos, bulliciosos, entraron en el tren ocupando
casi todos los bancos de madera, corridos, del vagón.
Apenas un cuarto de hora separaba una
estación de la otra. Por las ventanillas entraba el humo y el olor que
llegaba desde la locomotora, mezclado con el de los pinos que aumentaba por
momentos a medida que la temperatura subía. Moisés iba pensando en la
grandeza de los montes, en la soberanía de esos troncos rectos y altos que
se perdían, con las copas entrelazadas, en el cielo completamente azul.
Vio
el apeadero de Pinar Grande. No subió nadie, bajaron los muchachos dejando
el vagón silencioso y espeso, como si hubiera transcurrido mucho tiempo
desde que embarcaran quince minutos antes. Dejaron tras ellos un rastro de
frescura y juventud, y también un ligero aroma al vino empezado a trasegar
antes de llegar a la vera de alguna fuente del pinar.
- Un
rato más y estaré en casa de mi madre. Casi cuesta más llegar al pueblo
que el viaje en tren. Aunque si no hubiera tren tendría que venir
andando.
- ¿Sigue
tu madre con la tienda?
- Ahí
sigue, qué va a hacer. Dice que no quiere ser una carga y todavía se
vale. Trabaja la huerta también. Cuando vuelva a casa de noche iré bien
cargado. Lástima que no se lleve bien con mi mujer, cosa de tierras. La
Encarna, que como bien sabes es también cabrejana, es hija del tío
Romero y tenían las pocas tierras lindantes con las de mi padre, y ya
sabes…
- Malditas
tierras, dijo Moisés, nosotros no tenemos.
- Ya
lo sé, ya. Tu padre trabajaba en la pez.
- Sí,
y mi abuelo en la pez y en la sal, y sólo tenemos unas suertes de monte
y un pedazo de huerto. Se lo digo a mis padres muchas veces, que no
saben la suerte que tenemos.
- Bueno
y que tú eres el único que vive con ellos, no habrá riñas, que la
hermana seguirá en Buenos Aires.
- Allí
sigue. Has llegado a tu destino. Hasta la próxima.
- Anda
con Dios.
Miró el reloj sujetado por la leontina y se
dio cuenta de que el retraso había aumentado. Un grupo de muchachas subieron
al tren. Vestían de domingo, su madre hubiera dicho que iban atrevidas,
aunque la ropa les llegaba por la mitad de la pantorrilla y las blusas, algo
ajustadas, dejaban ver un escote más bien recatado.
El camino se había convertido en monótono,
recto y sin árboles, acompañado del sonido propio del tren, pero se hacía
imposible echar una cabezada por el traqueteo que hacía tambalear la cabeza.
Pensó en una historia contada por su madre que había tenido lugar en
Cabrejas. Fue durante la guerra, por lo visto habían intentado envenenar a
un jerarca de la época en una fiesta que se dio en el pinar tras una
cacería. No se pudo llegar a saber si fue cierto, pero el caso fue que
detuvieron y encarcelaron a una mujer y a su hijo de 17 años. ¿Qué suerte
habrían corrido? Ya estarían fuera, habían pasado casi trece años.
Escuchó a las muchachas hablar y, entre
retazos de la conversación, dedujo que se dirigían a pasar el día a
Martialay, donde los sorianos de la capital acudían los domingos de campo.
Otra vez pensó en su madre, si las escuchara diría que eso de ir por ahí
solas buscando novio no era decente.
En Cabrejas había subido un hombre
mayor cargado con una talega y se sentó a su lado. Lo primero que hizo fue
sacar la petaca y ofrecerle a Moisés, quien volvió a repetir que no fumaba.
Le dijo que iba a Soria a pasar unos días con la hija, casada allí con un
empleado de la estación, por lo que él iba y venía sin pagar el billete.
-
¿Tú también vas a Soria?
- No,
yo voy a Tordesalas.
- ¿Eres
de allí?
- No,
voy a ver a mi novia, que es de allí.
- ¡Anda!
Pues vivirá poca gente. Estuve en Torrubia de pastor y en Tordesalas
apenas vivían seis familias.
- Esas
seguirán viviendo.
- ¿Y
hay allí mozos?
- Tres
viven.
- Pues
ya sabes lo que te toca, pagar el piso.
- Ya
me lo han dicho, pero será el mes que viene, cuando vaya con mis padres
a conocer a los suyos.
- ¿Y
qué tienes pensado dar?
- Dinero
para hacer una merienda.
- Yo
pagué mucho por mi mujer…
- No
diga usted eso, parece que haya comprado una vaca.
- Así
se dice muchacho. Bueno, pues quince duros nada menos. Había cazado el
hermano de ella unas liebres y se las compré, las guisamos, compré vino
y pan, y así lo celebramos. ¿De dónde eres?
- Vivo
en Hontoria pero mi padre es de Arganza y mi madre de San Leonardo.
- De
Arganza… ¿no serás hijo del Paulino?
- Pues
sí señor, del Paulino y de la Vicentina.
- ¡Anda
que no! Con tu padre trabajé yo un tiempo en un aserradero de Arganza,
de mozos. Le dices que te has tropezado con el Benigno.
-
Ya se lo diré. Mire llegamos a Herreros y se ve gente
esperando.
- Poca
se verá, y siendo domingo, menos.
En un rincón que formaban los dos cuerpos del
edificio de la estación de Herreros dos chiquillos, gemelos, jugaban con
piedrecillas sin inmutarse por la llegada del tren. Detrás de ellos
picoteaban unas gallinas seguidas de cerca por el gallo. Una mujer joven
tendía ropa en una cuerda entre dos árboles. A lo lejos, amparado por las
cumbres redondeadas de las sierras de Cebollera y Urbión, se veía el pueblo
y, sobresaliendo entre todos los edificios, el de la iglesia.
El tren siguió su marcha hacia Cidones. Le
gustaba esa estación por los arcos de la fachada. La mole de la sierra de
Cabrejas llevaba kilómetros mostrando lo áspero y ralo de su vegetación.
Pensó en las clases de Geografía del Seminario y al profesor, pequeño y
vivaracho, explicando la gran cantidad de agua que acumulaba esa sierra en
su seno. ¡El seminario!, qué obsesión la de su madre para que entrara en él.
Como decía ella, era la solución después de haberse señalado en la guerra.
Pero él no tenía nada que ver con la guerra, cuando acabó tenía diez años.
Su padre había estado detenido unos meses por intentar cortar la carretera
con troncos y su madre tenía tanto miedo que la única solución fue ingresar
al hijo en El Burgo.
En Cidones subió un sacerdote joven que tomó
asiento un banco más adelante, sacó un breviario y discurrió todo el
trayecto, hasta Soria, leyendo. A Moisés le sonaba la cara, tal vez había
coincidido algún curso con él, pero siguió con sus pensamientos hasta que
escuchó una serie de silbidos, como desesperados, que dieron paso a un
descenso en la velocidad del tren. Los pasajeros se asomaban a las ventanas,
Moisés también, a tiempo de ver cruzar la vía a la última oveja del rebaño a
punto de ser atropellada.
En Toledillo no paró. Moisés se fijó, como
siempre, en la torre chata de la iglesia, y recordó un viaje de pequeño, con
toda la familia, para visitar a unos tíos de su madre que residían ahí y
habían sido trajineros. Le impresionó profundamente el relieve sobre la
puerta del cementerio donde se veían dos tibias cruzadas y sobre ellas una
calavera. Su padre le dijo que así acabaríamos todos y eso le robó el sueño
mucho tiempo. Después, al entrar en el Seminario, una brecha de esperanza se
abrió en sus diez años. No, así no se acababa, para, pocos años después,
comprender que sí, que ese era el final. Pero ya, para entonces, la imagen
no le producía miedo.
Le gustaba viajar en tren más que en ningún
otro medio. Gracias a esa querencia había conocido a Lucía hacía ya dos
largos años. Él iba a Calatayud y ella subió en Tordesalas con su
inseparable hermanilla. La llevaba al dentista y desde allí subirían las dos
en el carro de su padre. Moisés acababa de dejar el seminario y la muchacha
le pareció la mujer más hermosa que había visto en su vida. Desde ese día,
al menos una vez al mes, él tomaba el tren en Hontoria para verla y hacer
planes de futuro que ya veía casi presente.
Al llegar a Soria el retraso no había
aumentado. Como era habitual, el andén estaba a rebosar de familias
completas, con cestas, que iban de campo a Martialay. Aunque la mayoría
había salido horas antes, en un tren que iba directo de Soria a Calatayud,
otras esperaban este que, aunque mermaba el tiempo de campo, resultaba más
cómodo, sobre todo si había muchos niños a quienes aviar antes de emprender
la marcha. Se fijó en las muchachas que había subido en Cabrejas. Hacía rato
que cuchicheaban, y bajaron en Soria. Por el camino habrían decidido cambiar
el destino de su viaje dominguero. Pero no, un grupo de muchachos las
esperaban en el andén. Ellos habrían cambiado el rumbo al esperarlas allí.
Mejor, lo pasarán mejor en la capital, irán a pasear por la dehesa, allí
comerán, luego irán a bailar. Un domingo quedaría en Soria con Lucía, seguro
que sus padres no pondrían reparo, aunque harían que les acompañara la
pequeña Elvira.
Discurrió el tren sin parar por el apeadero
de Valcorba y, al llegar a Martialay quedó medio vacío. Si fuera día de
labor, seguiría bien repleto hasta Calatayud, donde acudían a comprar al por
mayor para las tiendas de los pueblos, sobre todo congrias rancias, o secas,
dependía del tiempo que llevaran en los comercios. Llegaban desde Galicia y
los primeros días eran casi blancas por el efecto del aire marino cargado de
sal, pero conforme pasaba el tiempo y la grasa salía, iban adquiriendo el
color amarillento que las caracterizaba. Le gustaba mucho también esa
estación. Estaba rodeada de vegetación, de hermosos chopos que crecían a la
vera del arroyo que discurría por detrás del edificio. Todo ese espacio
sería ocupado por las familias, el que los más madrugadores les hubieran
dejado, no serían los mejores, desde luego, pero tampoco serían malos.
A partir de ahí, el camino sería monótono de
nuevo. Todo cereal, ya granado, amarillo fuerte salpicado por el rojo de las
amapolas. De tarde en tarde algunos chopos hundían sus raíces en la frescura
de la tierra donde el sol no había penetrado, por donde, en tiempos de
lluvias, algún arroyuelo había impregnado la tierra. Pronto se verían los
campos salpicados de figuras humanas, agachadas, hoz en mano protegida por
la zoqueta, y las mujeres, cubiertas la cabeza por pañuelos, muchos negros,
demasiados, a fin de protegerse del fuerte sol. Las más jóvenes, moviendo
airosas las caderas, irían de los pueblos a las tierras con la comida para
los segadores, y ellos tomarían un respiro debajo de la sombra de algún
árbol, muy juntos, había pocos árboles en el campo de Gómara y, secándose el
sudor, descansarían mientras las mozas abrían las fiambreras, repartían las
cucharas y, todos juntos, cortando el pan con las navajas sacadas de los
bolsillos, darían buena cuenta de las alubias con tocino, o de las migas, o
de aquello que las mujeres hubieran preparado en casa. Siempre comida
sustanciosa, pesada, que provocaba sopor tras ingerirla, aunque rápidamente,
a causa del esfuerzo del duro trabajo, se bajara a los talones.
La madre de Moisés había heredado de un tío
soltero una tiendecilla en Hontoria y allí se instalaron cuando él era muy
pequeño. Después su padre dejó las sierras, él el Seminario, y se dedicaron
a ella. La ampliaron, pusieron bar y unas mesas para dar comidas. Se ganaban
bien la vida. Los domingos que él acudía a Tordesalas para ver a Lucía sus
padres trabajaban doble, así que estaba deseando casarse, no sólo por eso,
claro, pero así ella echaría una mano y él no tendría que desplazarse.
Pagaría un buen piso en Tordesalas, o pisacalles como llamaban a esa
costumbre en algunos pueblos, pero no sólo para los mozos, invitaría a todos
los habitantes de ese simpático pueblecillo, que eran muy pocos, y comerían
junto a la hermosa fuente que servía para todo. Harían una buena caldereta y
luego una merienda sólo para los pocos mozos y así todos quedarían
contentos, aunque nunca olvidarían que el pinariego ese se había llevado a
la joya de Tordesalas y de todos los alrededores.
La estación de Candilichera estaba en mitad
del trigal. Bajó el sacerdote joven y subió un grupo, a todas luces una
familia, compuesta por seis miembros, todos muy bien vestidos. Se agradecía
la sombra proporcionada por los grandes árboles que rodeaban el edificio.
Todos se sentaron cerca de él y les escuchó hablar. Iban a Calatayud, donde
pasarían la noche, ya que al otro día el padre debía visitar a un médico y
ya aprovechaban para pasar el día y subirse compras. Debían tener tienda
también. Pensó en sus padres. A esa hora estarían preparando comida para el
grupo de canteros que trabajaban en las minas de Espejón. Él, para
facilitarles el trabajo, les había dejado preparado el cordero para hacer
caldereta, era domingo y los canteros comían bien, les gustaba la caldereta
que hacían, como la de los carreteros de Pinares, ajo carretero la llamaban,
y su madre tenía buena mano.
Al pensar en ello, el estómago le dio un
aviso. Además estaban llegando a Cabrejas del Campo y todo el entorno estaba
impregnado de olor de la famosa panadería de ese pueblo. Un olor que la
carencia de viento y el calor dejaba en suspenso en el ambiente, como una
tapadera inamovible. Sacó del bolsillo un pequeño envoltorio, cien veces
reforzado para no manchar el traje de los domingos, y sacó un trozo de pan
con queso. Le gustaba más el chorizo, pero para evitar las manchas de esa
grasa no existía ningún papel de estraza por muy reforzado que estuviera.
Salió a comérselo a la plataforma entre vagones. El reloj marcaba la una y
el calor apretaba. Alzó la vista hacia el montecillo en cuya cumbre se
dibujaba un pequeño edificio. Era una ermita, la de Carazuelo, donde él
subió una vez espoleado por la leyenda de un milagro, un niño perdido y
cobijado allí por una fuerza superior, la virgen, decían los vecinos. Lucía
y Elvira habían caminado desde Tordesalas hasta la estación de Candilichera
y desde allí, los tres, habían ascendido la vereda que conducía al pequeño
templo. La puerta estaba abierta y algunas velas se habían consumido. El
interior era pequeño, pero limpio, blanco, con la imagen protectora del niño
en un altarcillo. Desde allí se veía un buen panorama de trigos.
Estaban llegando a la estación de Gómara que
compartía con otros pueblos de mucho cereal. Dentro de un mes, el grano
sería cargado en esa estación. Era una de las zonas más pobladas de Soria.
Adivinaba, más que ver, la ermita de La Llana y el castillo de Almenar.
Apenas hacía un año fueron desde Tordesalas a Almenar. La familia de Lucía
le esperó en la estación con el carro de trajinero del padre, su herramienta
de trabajo con el que recorría los pueblos de alrededor en busca de jabón y
huevos que llevaba a Calatayud y de allí subía aceite y congrio. Pasaron el
día en Almenar y vieron, por fuera, el castillo y la ermita del milagro del
cautivo. Había mucha gente esperando en la estación. A la sombra de un pino
joven, una anciana miraba al tren y a sus viajeros con cara soñadora, tal
vez pensando en otros tiempos. Se fijó bien y creyó adivinar que la anciana
era ciega, los ojos glaucos permanecían fijos en un punto, inamovibles. Por
el gesto apacible, podría ser que la mujer no se sintiera muy apenada, quizá
su interior albergaba suficiente vida para ser recordada, revivida, sin
necesidad de nuevos alicientes.
En Portillo no subió ni bajó nadie. Ahora ya
el panorama de cereal se mezclaba con el relieve del Portillo que daba
nombre al pueblo y la Sierra del Costanazo. Esa comarca la conocía bien
gracias a Lucía.
Pasaron por el apeadero de Torrubia donde tampoco hubo
movimiento de viajeros, y desde ahí empezó a ver la esbelta y arruinada
torre que daba carácter al pueblecillo de Tordesalas.
Está ahí de
vigilancia, le dijo Lucía, porque esto era frontera con los aragoneses, como
la de Sauquillo y otra que hubo en Torrubia, y más allá, un castillo muy
importante, el de Ciria. Y Peñalcázar, le respondió Moisés. Y ese también,
el más importante de todos los de esta comarca, y la casa de los condes de
Gómara, que será pequeño este pueblo, pero tiene de todo.
En el andén, sola, recortándose su figura
contra el campo amarillo, estaba Lucía esperándole. Llevaba casi una hora,
le dijo sonriente. Él, mientras descendía, se fijó en que nadie les miraba,
como hacía siempre, y la abrazó con fuerza. Ella le retiró, ruborizada, los
campos tienen ojos.
Ahora ya, en 2013, este viaje no podría
hacerse. Hace muchos años que la línea del Santander-Mediterráneo (nunca
cubrió todo el trayecto que anuncia el nombre) se cerró. Las tierras de
Soria han ido despoblándose hasta llegar a la mitad, más o menos, de
población que la albergada en 1951, cuando se narra este viaje. No hay
tiendas en los pueblos. No hay niños y, por tanto, poca vida. Los sorianos,
al marchar, involuntariamente, se llevaron también ritos y costumbres. A fin
de que los habitantes de estas tierras no mantengan esperanza alguna sobre
el ferrocarril, éste u otro, a día de hoy las vías están siendo arrancadas.
Van a hacer, dicen, un camino verde, otro más. Por ello, el pintor Luis
Alberto Romero ha querido dejar plasmadas, dibujadas en postales, unas en
blanco y negro, otras en color, todas y cada una de las estaciones de esa
línea que utilizaron los sorianos para sus desplazamientos.
© texto: Isabel Goig
© pinturas: Luis Alberto Romero
F.C.
Santander-Mediterráneo, Fernando Segura
Asociación
Soriana de Amigos del Ferrocarril
ASOAF
Fuentes
y Manantiales de Soria, José Ignacio Esteban
Jauregui
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