“por
las Cuevas d’Anquita ellos passando van,
passaron las aguas, entrando al campo de Taranz,”
(Cantar de Mio Cid)
No
son pocos aquellos que al subir al Campo ven con cierta mezcla de pena y de
nostalgia como una basta paramera de aliagas, tomillos y cambrones, antaño
transitada por rebaños, se alza al transcurrir de los tiempos sin mayores
cambios que el paso del día a la noche. Bien es verdad, que en aquéllos que
por nuestra edad no pudimos presenciar tales rurales acontecimientos la
sensación de irrelevancia, de tierra sin mayor utilidad ni interés,
igualmente contagia nuestras pupilas no mostrándose nada más ante nuestros
ojos que un plano, por lo general irregular, rico en
setas en otoño y en el que se alzan tres bosques, dos de coníferas junto a
otro de horrendo material férreo. Lo que para el común de los mortales
parece más increíble es que precisamente sea la parte de ese terreno, sin
más árboles que alguna descarriada sabina, donde perdura el más rico, en lo
que a su singularidad se refiere, de los ecosistemas de Anguita.
Limítrofe con la Paramera de Maranchón, el Campo de Taranz, ventana
esteparia con vistas a lugares más o menos lejanos como el Moncayo o la
vecina Medinaceli, es el reino de ciertas especias animales y vegetales que
pese a ser familiares para buena parte de los anguiteños, destacan en lo
relativo a su singularidad para el ojo foráneo. Dentro de este
extremadamente duro reino, destaca una emplumada infanta cuya protección se
persigue también en nuestro pueblo como en el resto de su escasísimo ámbito
de distribución, se trata de la alondra de Dupont (Chersophilus duponti).
Vespertina cantante de los solitarios amaneceres en el Campo, no es de
extrañar que los trovadores medievales cantaran poesías refiriéndose a ella
donde el caballero amante de princesas abandona el lecho de sus queridas
cortesanas al escuchar el canto de la alondra, infalible e incombustible
despertador de la estepa castellana. Quién sabe si el Cid, que por estos
parajes pasara, tuviera algún favor que agradecer por ello a tal servicial
ave. Lo cierto es que en la actualidad sólo parece cantar a sus vegetales
señores, sabinas de extraordinaria vejez, que se alzan en el Campo como
colosos alzados a los cuatro vientos.
Si
bien, no es Anguita quien más pudiera presumir en la comarca por el número
de ellas en su haber, bien es cierto que las sabinas cada vez más colonizan
un terreno donde se prefieren los extranjeros pinos a la vegetación propia
de la zona. Tesoros de incalculable valor ecológico, al igual que la alondra
de Dupont tienen un ámbito de distribución limitadísimo, siendo la Península
Ibérica (Soria y Guadalajara muy especialmente), partes de Francia y el
Magreb sus últimos reductos. La humildad de tales árboles es ejemplar,
contentándose con suelos calizos extremadamente pobres que les hacen ser dueñas y señoras de sus alpinos
territorios.
Veteranas
combatientes en la guerra contra el frío, las sabinas son capaces de
sobrevivir a gélidas temperaturas, así como, una vez difuntas, servir como
inmejorable madera para la construcción de vigas y escalones, así como de
rústicos armarios debido a la creencia popular de que su madera es capaz de
ahuyentar a las implacables polillas. Ello les valió una gran reputación que
a punto estuvo de costarles la extinción y que justificó la inexcusable
protección de la que en la actualidad son objeto.
No
obstante, la paupérrima piedra caliza imperante en la zona fue en tiempos
intensamente pretéritos testigo de cómo durante un tiempo los grandes
arrecifes de coral y mantos enormes de peces se extendían por nuestro
término, estamos refiriéndonos a la que tal vez sea la mayor de las
sorpresas que tal paraje nos repara. Debemos remontarnos para su
descubrimiento al Mesozoico, concretamente a los tiempos de transición del
Triásico al Jurásico (Liásico), hace 207 millones de años, período geológico
al que pertenece la piedra caliza de la zona (contrariamente a la piedra del
pueblo y de toda la zona de la Dehesa y de los Castillejos perteneciente al
período Triásico.) La pregunta ha realizarse resulta de la existencia en la
zona de fósiles marinos (conchas de moluscos pertenecientes a dicho período
geológico) y viene a ser la siguiente: ¿hubieron dinosaurios por el Campo?
La respuesta, no
obstante, en lo que al Jurásico se refiere, debe ser negativa. Parece ser
que, no descartando remotas posibilidades, encontrar dinosaurios en el Campo
“va a ser que no”. El caso es que el término de Anguita formó parte del
gigantesco Mar de Tethys, embrión primordial del ya naciente Mar
Mediterráneo. De hecho, la rotura del supercontinente Pange daría lugar al surgimiento de un inmenso mar,
de nombre
fantasioso-masculino, el Mar de Thetys, que cubriría buena parte de la
Península Ibérica, incluido el territorio que en la actualidad ocupa
Anguita.
Así pues,
durante el Jurásico, las aguas del mar anguiteño no estuvieron ocupadas por
dinosaurios[2], pero sí por gran cantidad de bestias que
en la actualidad no habitan nuestro planeta. Desde pequeños moluscos (como
los fósiles, “caracolas”, que se encuentran esporádicamente por nuestro término),
a grandes reptiles de varios metros de
longitud, animales como los plesiosauros que eran capaces de alcanzar los 12
metros de longitud, caso del pavoroso liopleurodon que reinaba por los mares
jurásicos europeos, acechando a animales hoy extintos como los amonites.
No
obstante, también para la madre naturaleza parece ser que nunca es tarde, y
aquellos grandes seres, presentes en muchos de nuestros sueños, viven en la
actualidad, y en abundancia, en nuestro pueblo. Cierto que no nos estamos
refiriendo en tono ciertamente jocoso, haciendo desafortunada broma, a
nuestros mayores sino que nos referimos a ese pequeño ser con el que
abríamos el artículo. Escribimos haciendo referencia a la alondra de Dupont,
pero también al buitre, a la perdiz, o al pingüino, pasando por la gallina y
el colibrí, pues todas ellas, así como el resto de las aves que habitan
nuestro planeta no dejan de ser las herederas actuales del legado de los
dinosaurios. Ellas son sus descendientes como nosotros lo somos de antiguos
mamíferos, compartiendo tanto las aves como nosotros antepasados comunes en
los albores de la vida. No es nada más que eso lo que nos enseña la teoría
evolutiva, quién sabe si reflexionando sobre el común parentesco que nos une
a toda la vida sobre el planeta podamos estrechar aún mas nuestras
relaciones cobrando un protagonismo protector, a la vez que rector, aquellos
a quienes la evolución nos ha colocado en el trono de la naturaleza como
especie dominante, a aquellos que a nuestra voluntad podemos plantar bosques
y alzar mortales torres metálicas, aquellos que bien podemos cuidar el
cambronal así como también acabar con el ecosistema del Campo Taranz.
[1] Hasta
entonces sólo existía un continente formado por todos los actuales, que
gracias a su progresiva división, en virtud de la teoría, unánimemente
aceptada por la ciencia moderna, de la tectónica de placas, daría lugar
al mapamundi que conocemos. Un curioso experimento para apreciar el
fenómeno sería observar cómo en un mapamundi actual los continentes
africano y sudamericano encajan perfectamente, como si de piezas de
puzzle se trataran.
[2] Pues
éstos eran exclusivamente terrestres, no siendo los grandes reptiles
aéreos y marinos dinosaurios. (publicado en el Cantón 2006)
Información
complementaria:
Para saber más
de la zona existe una web que brinda la posibilidad de realizar una ruta por la zona de Arcós de Jalón y la parte soriana del Campo Taranz:
blog
El Cantón de Anguita
Igualmente
informar de que en el dominical de EL PAIS de 27 de mayo de 2007 sale un
reportaje de la Ruta del CID, con una foto del abandonado pueblo de Obétago
(Layna) sito en el Campo Taranz.
imagen
plesiosaurio:
http://www.dinosaursinart.com/tylosaurus.htm
imagen dinosaurio:
http://www.luisrey.ndtilda.co.uk/html/gallery.htm
Ambas ilustraciones por cortesía de sus respectivos autores
©
Javier Serrano Copete
Una
historia de Anguita. El pueblo y su entorno, Javier Serrano Copete
blog
de Javier Serrano Copete
blog
El Cantón de Anguita
El Cantón de Anguita: Ruta Campo Taranz
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