Desde
que conocí los pueblos deshabitados de la Tierra de San Pedro Manrique he
procurado no escribir sobre ellos. Como los niños cuando algo les gusta
mucho. Puede parecer un acto egoísta, pero pienso que al dar a conocer
las cosas a bombo y platillo se pierde bastante de su esencia, de su
misterio. Cualquiera que desee conocer los restos de esos pueblos y llegar
a ellos como a un santuario, entenderá lo que quiero decir. Resulta más
gratificante buscar en el mapa, preguntar en San Pedro, incluso perderse,
que hallar una guía con mapa incluido. Ahora ya nada de eso es posible,
porque están señalizados, porque el camino se ha desbrozado y porque los
pueblos deshabitados de la Sierra se han convertido en peregrinación casi
obligada para los interesados de verdad en comprobar cómo vivían los
pastores trashumantes y también para aquellos que ven en estos lugares
algo exótico de lo que poder presumir después en la oficina. Los
segundos sólo se dan la caminata una vez. Afortunadamente quedan
decepcionados.
Y
una larga caminata es lo que deben estar dispuestos a hacer todos los que
deseen ir de San Pedro Manrique a Vea. Comienza el sendero señalizado al
final de la villa sampedrana, junto al puente sobre el río Linares, y ya
acompañarán al caminante unas pequeñas pintadas en blanco y rojo hasta
el mismísimo Vea. Buen calzado, bota de vino tinto, vuelta de chorizo,
hogaza de pan y agua. La del río ya comprobarán que no puede beberse por
la "nata" que va dejando en los remansos. No sabemos si por
falta de depuradora o porque –si la hubiera- es incapaz de limpiar la
gran cantidad de vertidos que los ganaderos –ahora con gran número de
cerdos desaparecidas ya las limpias y refinadas merinas- van dejando en
ese río cuyo nombre recuerda el cultivo predominante en la zona, en ya
lejanos tiempos.
Durante
más de siete kilómetros –de los cuales sólo unos tres se va siguiendo
el curso del río- creo que nadie puede sustraerse al interés del propio
camino. Es el que durante siglos utilizaron para desplazarse de Vea a San
Pedro. El trazado es el que la naturaleza permite, por eso la mayor parte
de él discurre lejos del río, se pierde, pasa a otro valle, duplicando
en distancia lo que multiplica en belleza. Una belleza pobre, desprovista
en su mayor parte de vegetación, como si la tierra se vengara de la
afrenta sufrida por unos chupatintas prepotentes, que pensaban sería
posible imponer a la naturaleza una vegetación exótica para esa tierra
pobre, ganadera, de roblecillos y estepa. Ese trazado natural por el que
han caminado los hombres y las bestias durante siglos, se ve tímidamente
manipulado por los usuarios a lo largo de los siglos, unas losas por aquí
–desgastadas por el uso-, unas piedras sujetando un pequeño terraplén…
Mientras lo recorría no dejaba de preguntarme cómo sería posible hacer
caminar por allí a las caballerías. Pero caminaban. Si no que se lo
pregunten a los médicos rurales.
En
los primeros tres kilómetros hay molinos. Uno de ellos está siendo
restaurado por un grupo de gente joven, con Juan Catalina a la cabeza.
"El Cata", como se le conoce familarmente, es un hombre en la
treintena que dedica parte de su tiempo a divertir a los niños
contándoles cuentos, y otra parte a moldear unas piezas de cerámica muy
interesantes. Buena gente. El último molino todavía enseña, por una
ventana que conserva milagrosamente la reja, parte de la maquinaria. Desde
ahí los montes pelados acompañan al caminate en íntima comunión,
advirtiendo que nada puede ser modificado y mirando con agrado al que
respeta el entorno y con enojo al turista cursi y cutre que tira, sin
ningún reparo, los botes de bebidas y los plásticos en medio de las
matas de hinojo.
Cuando
de nuevo se oye el agua y casi a la vez se percibe el frescor del río
Linares, ya está próximo Vea. Antes un puente de piedra alto lo cruzaba,
pero se cayó y en fechas no muy lejanas unos hermosos troncos lo han
sustituido. Se nota, al cruzarlo, que ha sido año de lluvias. Los restos
de vegetación se han secado sobre los troncos, enredándose con ellos,
por la bravura del agua durante los deshielos, que baja a La Rioja y busca
el Ebro, ese gran río por el que penetraron en el interior de la
península otras culturas, intercambiando finos abalorios por pieles
curtidas.
Antes
la visita finalizaba ahí, pero recientemente han vivido unos extranjeros,
belgas dicen en San Pedro, y han limpiado las entradas de Vea. Todavía
pueden verse los troncos con el corte limpio y, en el centro de la
pequeña plaza, un montón de espinos que acabará convirtiéndose, con
los años, en una alfombra vegetal.
El
pueblo se mantiene bastante bien. La imposibilidad de llegar hasta él con
vehículos lo ha conservado. La iglesia todavía muestra una modestísima
pila bautismal, no muy antigua, y unas andas, en las que los habitantes
pasearían a su santo pidiéndole agua o que dejara ya de llover;
rogándole para que los pastores llegaran con bien a extremo y para que
las ovejas parieran sin problemas. También, apoyado en una pared, puede
verse un ataúd, tal vez en el que transportaban a los muertos pobres
hasta el osario con entierro pagado por los miembros de la cofradía, con
velas y responsos, como si no fuera pobre.
Lo
más emocionante fue encontrar la escuela con pupitres, en la parte alta
de la sala que servía para las reuniones del concejo. El edificio, datada
la reparación en 1899, forma, con otros cuatro o cinco, una plaza
perfecta, cuadrada, donde, sentada en las escaleras que conducen a la
escuela, me perdí imaginando a los gaiteros y a las mujeres con largas
sayas celebrando la fiesta del pueblo, lleno de niños, las merinas ya
pastando a la vera del río. No se trataba de mera ilusión. En esa misma
escalera había leído, unos momentos antes, el único documento que
quedaba del archivo local y en él se decía que en 1872 vivían en Vea 32
niños, veintidos más que en 1845, si tenemos en cuenta los datos de
Pascual Madoz. Unos niños que simultaneaban las labores del campo con sus
deberes y que aprendían a guiar el ganado, a guisar la caldereta y a
cosechar la hierba. Que ya jugarían en los ratos libres a la pídola y al
esconderite por la empinadas y empedradas calles, mientras las madres
zurcían calcetines en los balcones con vistas y oídas al río Linares.
De
cuando en Vea los niños acudían a la escuela
Nos
dijeron en San Pedro que los últimos meses se quedó a vivir en Vea,
sola, una mujer belga, quien acudía, por el camino de herradura, cada
domingo, a escuchar misa en San Pedro. Debió ser ella la que escribió,
en la puerta de una casa, "Museo de Vea", y quien colocó en una
sala, con mano y mimo femenil, unas orzas, unos pupitres, un escriño…
Lo hizo con todo el respeto, como sería deseable que continuaran
haciéndolo los que se acerquen por aquel pequeño paraíso o, como diría
un erudito, por esa muestra etnológica de la Sierra, en la comarca de
Tierras Altas.
Allí
vivieron, hasta la masiva emigración, los pastores trashumantes. En
principio debió ser Vea un lugar con tainas diseminadas para el ganado;
con los años los pastores decidieron vivir allí con sus familias a la
vez que cuidaban a los animales, y ese privilegiado lugar natural regado y
fecundado por el río Linares, se convirtió en un pueblo más de la
comarca de Tierras Altas, con casas de piedra; calles empinadas por las
que, a decir de Madoz, se hacía difícil el tránsito; lugares de
reunión e iglesia, dedicada a la virgen de los Remedios.
Caminante,
sé respetuoso para que Vea siga algunos siglos mostrando su inagotable
sabiduría que, infiltrada en las piedras, va desprendiéndose con
lentitud.
© Isabel
Goig
Mapa de la Sierra (145 KB)
(100kb,
incluye sendero GR 86)
De
cuando en Vea los niños acudían a la escuela
Excursión
a Vea
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