Como la conciencia
de la mala gente, se dobla pero no se rompe. No podía quitarme ese pensamiento. Una vez y
otra. Cada vez que las enormes matas flexibles estepa- se metían debajo del coche,
arañaban los bajos, y volvían a su original enhiestidad. Cantaba la chicharra. Y las
matas flexibles se perdían y reaparecían. Nos parábamos de vez en cuando, recogíamos
hierbas y continuábamos el viaje hacia el viejo molino, en término de San Pedro
Manrique, a la orilla del río Linares; ese era el destino. Las hierbas las cogíamos para
clasificarlas e informarnos del uso dado por los lugareños. Estábamos preparando un
nuevo volumen de la colección comenzada con tanto cariño. Candilera usada antiguamente,
los rabitos, para la mecha de los candiles; santolina, uña de gato, vulneraria para bajar
la tensión
El camino por donde Lúgar me llevaba discurría entre dos altas y acogedoras montañas,
trasteadas por la mano del hombre en forma de pequeños bancales desde donde poder extraer
de la pobre tierra, del humus exagüe, tan próximo a la roca madre, los suficientes
nutrientes para conseguir unas acelgas, algún grumo, unas patatas
Aquello, en un
tiempo no lejano, estuvo habitado. Todavía la mano del hombre se notaba, ya desdibujada.
El valle se iba estrechando, se hacía más íntimo y acogedor. Debajo de un roble
aparcamos el todoterreno. Pasamos, ya caminando, un pequeño puente de lajas de piedra
colocadas en seco, logrando en la curvatura la suficiente presión contra la dovela,
contra la clave, como para mantenerlo durante siglos; había soportado, imperturbable, el
paso de las caballerías y los carros por aquel camino de herradura. Los robles,
despectivos con la repoblación de pinar, trepaban, se abrían paso, y volvían a ocupar
el lugar arrebatado. Como la gata Lola, con el mismo espíritu de supervivencia.
Llegamos a lo que él nombró "la Tabla", un terreno llano, rodeado de una
pequeña tapia de piedra, apenas saliente treinta centímetros del suelo y bordeada de
árboles frutales: peras, ciruelas, membrillos, cambrones, moras
Y, al final de la
tabla estaba el molino, medio en ruinas; blanco con teja árabe; resultaba raro ver un
edificio solitario y ruinoso con todas las preciadas tejas, casi reliquias, cubriéndolo.
Eso daba idea de lo apartado del lugar. Por una ventana protegida por su reja se veían
las vigas medio colgando, los gallineros, una pieza de madera del molino, las paredes
todavía con restos de cal y pintura azul en los bajos. Y, a unos cien metros estaba el
río, limitado por la base de la montaña por un lado, y abierto a la tabla antigua
terraza fluvial- por otro. La caliza, muy oxidada, muy pulida, servía de base a un agua
fría, delgada y transparente. Buscamos la sombra de un árbol a la otra orilla. No
recuerdo qué árbol era, pero sus raíces salían de entre dos grandes piedras, se
extendían por debajo de las que nos sostenían a nosotros, para, en forma de melenas
rojas, buscar el agua.
Nos habíamos colocado de forma que el río llegaba de nuestra izquierda, salvando un
pequeño desnivel y buscando, entre dos bloques grandes de piedra, un lugar por donde
discurrir, ensanchado por la paciencia de los siglos. En un remanso del agua metió Lúgar
la botella de vino de Somontano, pequeñas infidelidades a la Ribera. Nos comimos los
bocadillos, bebimos el vino, dejamos que el tiempo transcurriera oyendo el agua y viendo
cazar a tres libélulas de tonos azulados y añil.
El lugar, abandonado años atrás por la mano del hombre, había ido recuperando su
salvajismo natural. Los bancales apenas se adivinaban, cinco o seis años más, y la
ladera se habría recuperado. La cerca que rodeaba a la tabla, huerta a buen seguro,
estaba cubierta por abundante hierba, y era necesario fijarse bien para no romperse un
pie. Los árboles frutales, a fuerza de no ser podados, habían afilado sus espinas. Es un
lugar delicioso.
Lúgar estaba tumbado sobre una piedra enorme y suave; yo, a su lado, me inclinaba hacia
el agua y hacia él; hablábamos lentamente o no decíamos nada; como cada vez que
estábamos extasiados y amparados por la naturaleza, se nos ocurría pensar en los
presocráticos; en el ocio y la contemplación, en las posibilidades ofrecidas por la
naturaleza, en el todo fluye y nada permanece
Con los ojos entornados jugaba a
imaginarme formas extrañas sobre el agua; creía ver petroglifos en una enorme pizarra
inclinada sobre el cauce del río, a la otra orilla. Las libélulas me entretenían.
Lúgar me pedía que juramentara algo, no sé, creo que se trataba de adquirir el viejo
molino. Aquello que mis ojos veían eran huellas de patas de gallina, o sea, que los de
los signos en la piedra era cierto. Muchas patas de gallina. Toda la piedra repleta, de
todos los tamaños, en todas las direcciones.
- Lúgar, aquello son
icnitas.
- Calla, no digas tonterías. Sólo hemos bebido una botella.
- En serio, incorpórate. Te digo que son huellas de lagartijos.
- Yo no veo nada.
- Si no miras, cómo vas a ver.
- ¿Es que quieres ver este lugar llenos de turistas por cuatro huellas de
lagartijos?.
En ese momento, sobre la
enorme piedra, apareció un viejo. Se sentó en ella y con sus piernas, sus manos y su
cachaba, casi tapaba toda la superficie de la pizarra.
- Buenas tardes
tengan. Buen sitio han escogido, siempre que no tengan miedo a las víboras.
- Usted tampoco parece tener miedo a los lagartos y las gallinas.
- No hijo, yo sólo tengo miedo a los turistas.
- No se preocupe, que nosotros también. Por aquí, si depende de nosotros, no
aparecerán.
- Pues encantado y vuelvan cuando quieran. Mi nombre es Rulfo, y soy el dueño de lo
que queda en pie del molino. Me doy una vuelta por aquí de vez en cuando. En septiembre
hay mucha fruta. Pueden venir y coger la que quieran. Y tranquilos, nadie hasta ahora se
había fijado en lo de las gallinas. De ustedes depende que siga siendo secreto.
A la vuelta nos fijamos en
algo que había escapado a nuestra atención; no del todo, pero cada uno por su
lado
habíamos pensado en señales hechas por los cazadores. Las sensaciones, cuando se camina
la naturaleza, no dan para sutilezas. Se repara, si el fin es ese, en tal tipo de árbol,
de animal, de hierbas
Pero, tomada en su conjunto, la nataraleza aturde. No se puede
centrar la tención en algo pequeño, cuando el envoltorio es inmenso. Resulta difícil
ver y, sobre todo fijarse, en la parte ante tal todo. Por eso, los antiguos filósofos
necesitaban tánto tiempo, toda la vida a veces, para poder abstraer un hecho concreto de
entre tantas concreciones que componen ese todo. Y ¡cómo elegir! La naturaleza, casi
siempre, lo hace por uno. Siempre existe en ella un pájaro más colorista que otro, un
árbol más majestuoso que el resto, ese que nos invita a pararnos y contemplarlo. Y sólo
entonces, cuando nos denemos, el sotobosque se nos ofrece, con frecuencia en detrimento de
la hermosa encina que ha motivado nuestra parada.
¿Qué serían aquellas señales blancas y rojas? No hablamos del asunto, entretenidos
como caminábamos, algo cansados ya, en busca del coche que nos conducirá de vuelta a la
atalaya de Lúgar.
Días después, cuando me dirigía a esa atalaya, paré en un garito que han colocado
junto a un lagartijo, en la ruta de los idems. Entre la oferta turística, hallé
una que llamó mi atención: GR, o algo así. Se trataba de un mapa donde están
señalizados los senderos. En la lectura del mapa encontramos las rayitas mágicas
pintadas sobre los árboles que hallamos en nuestro paseo hacia el viejo molino.
¿Cómo calificar, sin caer precisamente en la descalificación, a los promotores de
tamaña idea? Dudábamos, superada la mala leche, entre pintar todos y cada uno de los
árboles de todos y cada uno de los senderos, organizando para ello un batallón, o
romper, al llegar a casa, todos los mapas a escala 1:50.000, 1:25.000, los del Ejército,
las brújulas, prismáticos, y demás tonterías que antes necesitábamos para
iniciar una pequeña aventura. Todo nos lo dan ya hecho, sobra lo demás, incluída la
imaginación.
Por desgracia hicimos lo segundo, en un ataque de desesperación.
Y, dos años después, durante los cuales nos recluímos en nuestra particular atalaya
para escribir como posesos, la única aventura que nos habían dejado intacta, nos
dedicamos a leer todos los periódicos provinciales editados en esos dos años.
Efectivamente, tal y como querían algunos colectivos, habían colocado en los senderos,
cada quinientos metros más o menos, puestos con cacahuetes, altramuces, castañas, pipas,
almendras garrapiñadas, postales que al apretar en el centro de la encina soltaban un
chorrito de agua del manantial cercano; en fín, para rematarlo, varias vírgenes se
habían aparecido por otros tantos senderos, y algunos puestos repartían estampitas.
Habían logrado recalificar unos cuantos terrenos, y ya se estaban construyendo unas
hermosas urbanizaciones de chaletes acosados con el nombre de "El roble
mágico", "El druida enano", "El lagartijo precoz", y
preciosidades por el estilo.
Aquella piedra junto a la que Lúgar, el anciano Rulfo y yo, nos habíamos juramentado no
decir nunca que se hallaba pisoteada por los lagartijos del pasado, había sido elevada a
la categoría de Bien de la Humanidad, y próxima a ella, en la mismísima tabla del río,
en el lugar que ocupaban los árboles frutales, habían colocado una caseta de madera
donde se repartían trípticos explicando en qué era geológica había sido la piedra
santificada por lagartijitos. Otra caseta más estaba destinada a estudiar la flora del
lugar allá por los dos mil millones de años antes de J.C.; naturalmente, primero se
habían cargado la que, durante siglos, había, supongo, adquirido ciertos derechos.
También iba dando noticias el periódico, facilitadas por los ecologistas, los mismos que
habían diseñado todas y cada una de las rutas de todos y cada uno de los senderos de
esta tierra, el número de especies ornitológicas desaparecidas, los cientos de plantas
que pasarían a ser estudiadas por la casetas de madera, al ser ya sólo un recuerdo,
además de catorce incendios por año. Eso sí, habían asfaltado algunos senderos para
que el camión de la basura pudiera recoger toda la mierda producida por los senderistas y
demás, la cual, por cierto, ya no sabían qué hacer con ella.
Ahora están estudiando la
posibilidad de colocar por los alrededores una vitrificadora.
©
Isabel
Goig
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cuando en Vea los niños acudían a la escuela
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