Si las fronteras son abstractas de por sí,
en territorios de relieves llanos y con núcleos de población aislados la relatividad de
estos límites es evidente. En tiempos en que moros y cristianos parecían haber templado
sus fuerzas, la línea que les dividía se rompía cada día con razias de unos y pasos en
la reconquista de los otros. Como más tarde sucedió con los judíos, muchos cristianos
se habían convertido al islam al caer en manos de los musulmanes y a su vez muchos
árabes hicieron lo propio con el cristianismo cuando les llegó el momento (mozárabes y
narazíes respectivamente). En nuestra literatura el más claro reflejo de aquellos
tiempos se da en el Cantar del mío Cid, y las tierras en las que ubico el relato son las
mismas por las que inicia el héroe su periplo del destierro, como San Esteban de Gormaz
(de donde procedería el creador del Cantar según Menéndez Pidal "
de
siniestro San Esteban, una buena cipdad
"), el mismo Gormaz
("
castiello tan fuort... (1)"), punta de lanza de la
conquista árabe en la frontera del Duero con Almanzor y el ya mencionado Cid como los
más relevantes personajes históricos que pasaron por entre sus puertas, y el más grande
castillo de Europa en su época.
Del relato se pueden extraer
varios puntos actualmente localizables, desde las encinas centenarias de Valderromán
donde se sitúa el primer encuentro entre tropas de uno y otro bando, hasta el más
evidente: el castillo de Caracena.
(1) *Poema del Mio Cid. Madrid: Cátedra, 1993
DE MOROS Y
CRISTIANOS
De
las refriegas entre moros y cristianos nos quedan cantares, yermos marchitos de sangre y
ruinas venerables. La historia escrita por los vencedores borrará las ignominias que
estos perpretaron, pero preguntando a las voces del pasado llegan a veces relatos
inesperados.
Cuentan que en las tierras donde nace el Duero, los soldados musulmanes habían tomado una
fortaleza cristiana que se encontraba en la cima de una colina rocosa. El terreno era
desabrido, pero de paso obligado en muchas millas a la redonda. La conquista de aquella
plaza, sin embargo, había sido más fruto de la casualidad que de una estrategia militar,
ya que los soldados árabes se habían acercado hasta los encinares de la comarca para
proveerse de alimentos, y se toparon con una compañía de cristianos que rondaba la zona
en tareas de vigilancia. La escaramuza salió a favor de los árabes que recibieron pronto
refuerzo de sus compañeros acampados en un llano cercano. Los cristianos que pudieron
huyeron al castillo, con la poca fortuna que los moros no les dejaron sin más, sino que
les persiguieron hasta las mismas puertas, y como vieran que los de la fortaleza ofrecían
sólo defensa, sin atreverse a salir y contraatacar, interpretaron que eran pocos y
asaltaron las murallas, ya que castillo sin guarnición era plaza tomada. Y así fue que
se hicieron con la fortaleza. Pero por la forma de perderla, y porque en aquel período la
reconquista comenzaba a tomar vigor, los cristianos decidieron arrebatarles pronto la
posición, que destacaba en la línea fronterera como un cabo en el mar. Pero antes de que
salieran los caballeros por las puertas de sus castillos, la noticia había corrido de
boca en boca entre los espías de la región. Adsul, hijo de árabe y cristiana, sentía
su alma dividida cuando sabía de batallas entre los fanáticos de las dos religiones. La
historia de sus padres había sido dramática: repudiado cada uno por sus familias y
despreciados en sus respectivos pueblos, habían huido del sur en busca de un lugar donde
pasar desapercibidos. El retoño, ya en el vientre de la madre había nacido en tierra
castellana, y su educación se nutrió de la misma cultura que la de las gentes del lugar,
más los cuidados especiales del padre para que también amase a su dios y, al margen de
cualquier religión, para que aprendiera a amar la paz y evitase toda disputa. Muertos sus
padres, y él ya hombre, trabajó de alfarero, cargando en las alforjas de su mulo tinajas
y jarros de barro que llevaba de pueblo en pueblo. De este modo se enteraba de muchas
cosas, y las que le convenía las hacía correr como agua de río, y las que no las
guardaba en sus labios. Así fue que supo que los señores de San Esteban se dirigían al
castillo de los moros, y también supo que estos estaban avisados por sus espías. Y
respiró aliviado, porque entendió que huirían, ya que sus fuerzas eran pocas en
comparación con las de los cristianos de la zona, y no habría batalla, ni sangre
esparcida. Al poco de saber esto, escuchó que de las Torres de Ayllón salían también
tropas para ayudar a la conquista de la plaza. La proximidad de Ayllón indicaba que estos
llegarían antes, pero esperarían para asegurar la toma del castillo sin asumir riesgos.
El caso es que a Adsul no le preocupó la novedad, y parece que a los espías tampoco,
pues no avisaron en la fortaleza árabe creídos que el caudillo estaría ya ultimando los
preparativos para dejar la plaza aquella misma jornada. Pero no fue así, ya que en el
castillo, creyéndose con tanto margen, decidieron jactarse de los cristianos celebrando
aquella noche una gran fiesta en las salas de la fortaleza. Mandó el líder vaciar los
graneros y despensas, gastar las viandas en una gran bacanal y llevarse el resto cargado
en carros hacia tierras del interior, hacia el sur, donde los cristianos no se
aventurarían a seguirles. Después se habrían de incendiar los bosques y salar los
campos, para acabar regresando al castillo y cenar con todo lujo y pomposidad. Y así se
hizo. El día siguiente al aviso lo pasaron saqueando y destrozando los unos, y preparando
la fiesta los otros. Mientras, los caballeros de Ayllón habían llegado hasta las ruinas
de una ermita cercana, y a su alrededor levantaron campamento. Al mismo tiempo, los moros
comenzaban los festejos.
En los salones se celebraba el banquete y las paredes y los pasillos eran recorridos por
melodías nazaríes que evocaban reinos maravillosos. Carentes de jardines con fuentes y
arrayanes, al concluir la cena se reunieron en el patio del castillo, y alrededor del pozo
unas jóvenes bailaban para los hombres. Ya todos tenían ganas de dejar aquellas tierras
frías y volver al sur, y el jefe moro dio la orden esperada. Traspasaron las puertas y
rodearon las murallas para tirar antorchas al interior. En la noche negra creció un foco
de fuego que iluminó el valle con una luz naranja y crepitante. Continuaron alrededor de
la hoguera hasta que las llamas cogieron altura, y después de volverse a jactar de sus
enemigos y de ofrecer aquella burla a Alá, se dispusieron a partir hacia posiciones más
seguras. Los vigías adelantados del campamento de los cristianos habían visto las
primeras antorchas de la fiesta poniendo de aviso a los hombres, por lo que cuando el
castillo empezó a ser pasto de las llamas ya estaban armados sobre los caballos y prestos
para la batalla, pues creían que los de San Esteban se les habían adelantado y pensaban
sumarse a la lucha.
De este modo llegaron al castillo cuando los moros se disponían a abandonar el lugar,
cogiéndoles de improviso y sin que pudieran ofrecer resistencia ni guarecerse en la
fortaleza, que ya comenzaba a derrumbarse entre las llamas que ellos mismos habían
prendido. El jefe moro, antes de ser atravesado por una lanza, tuvo tiempo de maldecir su
necedad mientras veía a sus hombres caer con las llamas a sus espaldas. Había pagado muy
cara la cena con que había alimentado su arrogancia. Así calló la plaza, y al amanecer,
cuando los de San Esteban llegaron, sólo quedaban escombros humeantes y cadáveres
esparcidos en derredor. Sedientos de sangre sarracena formaron expediciones buscando a los
infieles que pudieran haber huido, pero los de Ayllón habían hecho un buen trabajo, y no
encontraron ninguno.
Se cruzó una de estas compañías con Adsul, que iba por los caminos para ofrecer sus
mercaderías por los pueblos, y al notarle los soldados facciones arabescas le acosaron
con preguntas. Aunque en la zona era normal ver moros convertidos al cristianismo y
conviviendo con castellanos, los soldados estaban demasiado encendidos, de modo que vieron
en Adsul un moro huido que había dado muerte al artesano para despistar a sus
perseguidores. Adsul se defendió y les pidió que le acompañaran a su aldea donde era
conocido y darían fe de sus palabras. Los guerreros se vieron contrariados, pero
accedieron haciendo que caminara delante de ellos mientras le picaban con sus lanzas, le
escupían y le insultaban. Cuando entraron al poblado Adsul se sintió salvado, pero los
que le veían pasar con los soldados detrás se escondían en las casas santiguándose a
su paso. Adsul llamaba por sus nombres a cuantos reconocía, pero el que parecía el
capitán del grupo gritaba por encima de su voz que aquel era un perro infiel, y que con
su cimitarra había matado a muchos y buenos cristianos, entre ellos al pobre alfarero por
el que pretendía hacerse pasar, y que él, y todo aquel que osara defenderle, recibirían
público castigo. Adsul entendió el engaño en que había caído y se giró para herir al
capitán, pero sus hombres fueron más rápidos y le golpearon con el puño de una espada.
Inconsciente le condujeron a la plaza, y allí se congregó a la población. El capitán
pretendía que el pueblo apedreara al infiel, pero la gente respondía inmóvil, en
silencio, llenos de rabia por aquella farsa a la que eran sometidos. El miedo lo rompió
una niña desprovista del sentido común de los mayores. Se adelantó del círculo que
formaba el gentío y dirigiéndose al capitán le dijo que aquel era Adsul, el alfarero de
la aldea y querido por todos. Adsul recobró la consciencia por un instante, y vio a
través de las brumas de sus ojos a la niña de trenzas que afirmaba reconocerle, y
también vio el guante de hierro del capitán que abofeteaba a la niña, y cómo esta
caía y la multitud era recorrida por un estremecimiento de rabia y temor. Después
volvió a perder el conocimiento y sólo lo recuperó horas más tarde, pero creyó estar
soñando, pues al abrir los ojos continuó viendo oscuridad. Notaba también humedad a su
alrededor, humedad de paredes, como si estuviera en el interior de una cueva, y al alzar
la cara vio un poco de luz que entraba por una línea sobre su cabeza. Del otro lado oía
voces. El capitán y sus hombres ordenaban a alguien que se diese prisa en acabar. Oyó
otro sonido, como de piedra contra piedra. La línea de luz se cerraba un poco más, hasta
que el rayo desapareció tapiado por el último ladrillo.
La atalaya del pueblo había servido tiempo atrás para otear el horizonte, y fue el punto
más elevado hasta que se edificó el campanario de la iglesia nueva. Con los años la
atalaya sufrió muchas transformaciones y cambios de uso, hasta quedar abandonada y
derruirse por dentro, quedando sólo los gruesos muros exteriores que le daban ese aspecto
que tiene ahora de torre circular. Limpiada y cubierta con un tejado, las aves usan ahora
la atalaya como palomar, anidando en los huecos que han dejado las vigas entre las
piedras. El muro se cierra en un lugar sobre la fachada de una casa adosada a la torre, de
modo que en la noche, las antorchas no llegan a iluminar ese hueco donde hay un ventanuco
ciego, por lo que al pasar en frente no se llega a vislumbrar si hay algo o alguien
escondido. Pero ese miedo es infundado, nadie se escondería allí, pues dicen que desde
esa ventana, a esas horas invisible, sale el brazo del moro lapidado en la atalaya,
buscando asir con su mano crispada al cristiano que a su alcance se preste, no se sabe si
para pedirle consuelo, o para tomarse venganza.
Este cuento es © y pertenece al libro:
SOTILLOS,Óscar María Triste y el cuentacuentos.
Tenerife: Baile del Sol, 1999. ISBN: 84-88671-66-0
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