A las nueve en punto de la tarde-noche del
Viernes Santo, la campana de la iglesia parroquial de Almarza, dedicada a Santa Lucía,
avisa a los almarceños del comienzo de la procesión. Los tres pasos están preparados
delante del altar mayor. La iglesia está en penumbra, como corresponde a un día de luto
entre la comunidad cristiana y sólo el humo de las velas y alguna luz difuminada deja
entrever el hermoso retablo del siglo XVIII y las imágenes de Cristo atado a la columna,
la Virgen Dolorosa con el manto negro y el Santo Sepulcro. En el atrio, colocándose el
tamboril, espera Fernando, encargado de acompañar a la procesión con redobles que
marquen el paso. Hasta aquí podría tratarse de la descripción de cualquier procesión
en cualquiera de los pueblos de nuestra provincia.
Pero esa misma tarde se ha repetido un rito vigente desde que la memoria de los más
mayores alcanza a recordar. Los hombres han acudido a buscar leña. Antes era de biércol
y la traían desde el pinar, en haces, cargada a la espalda. Ahora la leña es industrial,
pero el efecto será el mismo, y el fuego, además de cumplir su misión, expanderá por
toda Almarza el olor de las hierbas dejadas amorosamente debajo de los tablones: tomillo,
lavanda
Después de formar diez montoñes de leña en el recorrido de la procesión,
a unos cincuenta metros unos de los otros, los hombres merendarán en comunidad unas
buenas latas de sardinas en aceite, el recio pan de Almarza y el vino tinto de donde
llegue, que el vino siempre es vino, y por algo está tan presente en todos los usos.
Cuando la procesión se ha organizado y aparecen por la puerta de la iglesia los tres
pasos, los hombres que han formado los montones de leña van prendiendo fuego a todos
ellos. En menos de media hora arden con furia las diez hogueras y el viento hace temer que
la bravura de las chispas queme algún árbol cercano. Pero eso nunca ha sucedido. El
recorrido es impresionante, sobrecogedor, parece de otro mundo o, al menos, de otra
época. En una de las curvas, gracias al efecto de las dos hogueras que la flanquean, la
pequeña figura de Cristo en la columna se engrandece hasta convertirse en un auténtico
Dios maltratado.
Todo transcurre entre los cánticos de los fieles y los rezos del sacerdote, el cual va
conduciendo el Vía Crucis. En los momentos de silencio el crepitar de las hogueras llena
todo el ambiente. Y el río Tera, sobre cuyo puente también discurre la procesión,
acompaña a esta noche mágica con su ruido de abundancia de agua gracias a las últimas
lluvias caídas.
La procesión termina en la ermita de la Soledad, un edificio de mampostería, recién
restaurado, donde se canta una salve en latín. Después, todo el que lo desee, acude al
Ayuntamiento donde serán obsequiados con unos vasos de limonada.
Preguntados algunos almarceños por el origen de tan sobrecogedora procesión, unos
apuntan que podría tratarse de la necesidad de alumbrar el recorrido y otros a una forma
de combatir el frío de este lugar situado a más de mil ciento cincuenta metros de
altura, rodeado de sierras y adornado a lo lejos con las nieves de la Cebollera, la más
alta de todas ellas.
Pero una cae en la tentación de mezclar ritos antiguos, paganos o no, con otros más
cercanos. De juntar religiosidad y fiereza, imágenes y fuego, vino, cánticos y agua. Sin
que ello llegue, en ningún momento, a poder calificarse de barroco, todo lo contrario, la
procesión resulta de una belleza natural impresionante. Como diría Gloria de Válor,
presente en ella: "esto sólo puede verse en Castilla la Vieja".
La noche del pasado viernes las cuatro fuerzas telúricas estaban presentes. La tierra, el
agua, el fuego y el viento, tan viejas como el mundo, tan adoradas desde que los humanos
tenemos entendimiento, en cuyo honor se han practicado tantos ritos y sacrificios,
sustentaron uno que sólo tiene dos mil años.
©
Isabel Goig Soler
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