La Ley de Soria
Cuando las Cortes sorianas regularon el oficio de barragana

  

Toro enmaromado. Dibujo de José AlfonsettiYa desde antiguo los miembros de la Iglesia hispana venían debatiendo sobre un tema que era objeto de viva discordia entre ellos: de si se debía mantener o no la condición y oficio de barragana, especialmente en el Reino de Castilla, porque estas mujeres habían logrado carta de naturaleza en la sociedad y ser reconocidas de facto por las autoridades, lo que conllevó a la aparición de un número tan considerable de ellas, que obligó a sus cristianas majestades a poner coto al escándalo con leyes severas que contuvieran la tradicional rijosidad del clero.

Me estoy refiriendo a aquella época gloriosa en que a Soria le cupo el alto honor de ser la capital destos reynos. Y ello fue a raíz de las sonadas bodas del rey don Juan I con doña Leonor, infanta de Aragón, en mayo de 1375, que junto con las tornabodas y los festejos de San Juan, todo en uno, duraron más de un mes, haciendo de esta ciudad una fiesta ininterrumpida en que cortesanos y fijosdalgo venidos de todos los reinos conocidos gozaron de la hospitalidad y bienquerencia de los súbditos sorianos. Digamos sin empacho que Soria fue la capital de Europa en semejantes circunstancias.

El rey fijó su residencia en un hermoso palacio que existía en la antigua Plaza del Pozo Albar, y desde aquí legislaba y presidía el ancho reino de Castilla, frontero con el de Aragón y Navarra. Una vez asentados los reales, vino el monarca a convocar Cortes Generales en el año de gracia de 1380, porque había que poner orden en las tierras castellanas y responder a las numerosas demandas de los súbditos que chocaban con las usos consuetudinarios de los nobles, siempre abusivos, anticuados o gravosos para la villanía.

Una de estas demandas, y no la menos importante, era la de regular el oficio de barragana tan común y extendido entre los miembros del clero, porque para el pueblo llano era piedra de escándalo y, en muchos casos, motivo de reyertas debido a los derechos sucesorios de los hijos fruto de la barraganía, lo que provocaba numerosos pleitos entre los que se consideraban "legítimos herederos" y los "herederos de derecho", habida cuenta que no había matrimonio de por medio.

La costumbre de la barraganía, esto es, el amancebamiento de mujeres con clérigos, dio origen a apellidos tan elocuentes como: Del Cura, De la Iglesia, De San... —póngase el nombre del Santo que se quiera—, que evitaban el apellido paterno, lo que hizo que algunos venerables pastores de la Iglesia trataran de cercenar estos excesos con cárceles y excomuniones pensando que serviría de freno a la proverbial libido de los clérigos hispanos que, pese a todo, siguieron fieles a sus costumbres amorosas.

Costumbres sorianas. Dibujo de Enrique García SierraUn ejemplo elocuente lo encontramos en el Arcipreste de Hita (Guadalajara), que nos dejó una prueba magistral del arte de conquistar, gozar y aún catar fembra plazentera en su obra: El Libro de Buen Amor. Basta con asomarse al texto para ver un muestrario exhaustivo de este oficio, escaparate de la sociedad castellana del siglo XIV, lo que justifica sobradamente que las cortes sorianas «velaran por meter mano a las barraganas».

Cuenta nuestro —casi— paisano en su fingida autobiografía, cómo se inició en esto del amor con una mujer cuerda, modelo de virtudes, que primero lo aceptó y luego rechazó por mal amante, lo que no fue óbice para que recalase con una panadera poco honesta llamada Cruz, que a poco de conocerlo lo trueca por su amigo y mensajero, Ferrán, cosa que no desanimó a nuestro arcipreste para intentarlo de nuevo con una dueña recatada y piadosa; después se enamora de una joven viuda ayudado por una alcahueta muy eficiente, la Trotaconventos, que en el nombre llevaba declarado el oficio, la cual le corresponde; luego conocerá nuevos gozos con una jovenzuela que muere (¿de placer?) a los pocos días, encontrando mal consuelo en unas vaqueras de la sierra de Guadarrama, lujuriosas y feas, que lo asaltan en el camino y tiene que pechar en carne lo que no les puede dar en dineros, sin lograr liberarse de ellas, pese a sus esfuerzos, el buen arcipreste.

Pero la flor de su secreto se la llevó doña Garoza, una monja reconvenida y sensual que entrega sus gracias ocultas al clérigo después de un acecho tenaz por parte de la Trotaconventos, con la mala fortuna de que muere dos meses después de iniciar las relaciones. En su desesperación, el arcipreste busca los favores de una mora (que lo rechaza, por cierto), y al fin decide quedarse con una fembra chica ya que una tal doña Fulana, alta y desvergonzada, lo rechaza por su condición de clérigo. Esto hizo que elogiara con pasión a las mujeres bajitas en unos versos encantadores:

« De las chicas, que bien diga el Amor me fizo ruego,

que diga de sus noblezas; yo quiérolas dezir luego,

dirévos de dueñas chicas que las avredes por juego:

son frías como la nieve e arden como el fuego.

Son frías de fuera, en el amor ardientes:

en cama solaz, trebejo, plazenteras, rientes,

en casa cuerdas, donosas, sosegadas, bienfazientes:

mucho ál y fallaredes, ado bien paráredes mientes».

El Abad don Santiago Gómez de Santa Cruz. Caricatura de Pedro Chico y RelloLos jurisconsultos y las Chancillerías llamaron Ley de Soria a la Ley 4ª, Título 20, Libro 10, aprobada en las Cortes Generales de 1380, que trataba de Las Barraganas, por ser en esta ciudad donde se gestó y tomó carta de naturaleza.

El revuelo que debió levantar dicha ley no es para descrito, porque los ecos se hicieron notar hasta en el Vaticano, ya que afectaba a gente tan importante como Cardenales, Obispos, Abades..., pues muchos de ellos andaban muy lejos de la castidad que decían profesar.

La ley en cuestión viene a condenar la barraganía por tratarse del ayuntamiento de mujer con hombre de Iglesia, que por no poder darse el santo matrimonio hace vivir en pecado y engendra el grave problema de los hijos, cuyos intereses suelen chocar frontalmente con el derecho de otros que aspiran a los títulos y prebendas que les corresponden de oficio. Por eso dice:

«que este carnal ayuntamiento da ocasión para que otras buenas mujeres, así viudas como vírgenes, quieran ser barraganas», originando un estado de cosas de muy mala catadura.

Por lo visto, el hecho de ser barragana del señor cura, obispo, arzobispo, etc., debía ser tenido como un prurito de hidalguía entre cierta clase de damas, porque la misma ley señala que estas mujeres han de ir vestidas recatadamente como todo el mundo, y no provocando a las demás con sus trajes llamativos, lo cual es motivo de escándalo e incita a que otras mujeres «viudas o vírgenes —nunca se citan las casadas— adopten esta vida inmoral y escandalosa en número tan crecido como lo hay en el Reyno de Castilla...»

Desde luego, yo no dudo de la buena intención de esta ley, pero sí de su eficacia; porque si nos atenemos a lo que cuenta La Celestina o La Lozana Andaluza, esto de la barraganía fue inclinación natural entre mujeres y clérigos de difícil arreglo, por más que existiera la Ley de Soria, u otras cien como ella...

© Pedro Sanz Lallana, 2001
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