Uno
de los recuerdos de niñez que más nítido conservo es la
admiración que sentía hacia Simón. Simón era un vecino que,
además de ser mayor que yo, tenía un bote repleto de palepes;
palepes que heredé yo —con el bote incluido— cuando emigró con
su familia a Cataluña a principios de los años sesenta. Pero antes
de recibir tan preciada herencia, Simón me prestaba sus palepes y
su abuela; los palepes sólo cuando intentaba enseñarme a jugar,
pues los volvía a guardar celosamente en el bote tan pronto como
acababa mi entrenamiento; su abuela, porque mi madre me dejaba con
frecuencia a su cuidado y yo crecí creyendo que, además de una
abuela materna y otra paterna, tenía una tercera que se llamaba
Toribia.
Simón era
extremadamente cuidadoso con sus palepes, que guardaba en la alacena
de la cocina. Y, como era un buen jugador, iba incrementando su
tesoro al tiempo que aumentaba su pericia en los diferentes juegos
en los que se empleaban los pequeños cartoncillos. Además tenía
un hermano mayor, Teótimo, que le había traspasado su
"colección" cuando decidió sumarse a la primera
corriente migratoria. La palabra colección no sé si viene a
cuento, porque era raro encontrar un palepe que no tuviera o bien
una cerilla o bien el escudo de España.
Se hacían
los palepes recortando los dos lados más anchos de las cajas de
cerillas, es decir, las que no tenían asperón y sí un dibujo
(vela o escudo, como ya se ha dicho) con tres únicos colores:
negro, amarillo y rojo. Pero en aquel tiempo en que no sobraba de
nada y faltaba de casi todo, hasta se procuraba ahorrar cerillas:
así, por ejemplo, las madres encendían la vela en la lumbre cuando
tenían que subir a la cámara o entrar en la despensa; y las
abuelas pedían "luz" a las vecinas más madrugadoras
cuando se trataba de hacer arder el rollo de cera, la tabla o las
velas del hachero que colocaban en la iglesia en recuerdo de sus
muertos, de donde se puede colegir que no resultaba empresa fácil
conseguir una caja da cerillas vacía, y de ahí que se
"heredasen" igual que los pantalones largos, la
enciclopedia escolar o el tiracantos.
Los palepes
tenían sexo y edad, pues sólo los empleaban en su juegos los
niños y los adolescentes del género masculino. Sustituían a las
monedas en el juego de la tanguilla, que, para distinguirlo del que
practicaban los más mayores, los chicos llamábamos tuta. Con los
golpes propinados por los tangos y su roce con el suelo, los palepes
iban desgastándose por los bordes y las esquinas y tomando una
forma redondeada que cuando llegaba a afectar al dibujo obligaba a
retirarlos de la circulación no sin cierta discusión por parte del
propietario. También se tazaban o iban perdiendo el color con el
paso del tiempo, pero todos los chicos nos sentíamos remisos a
reconocer que eran inservibles.
El primer
juego que me enseñó Simón requería buen tino, pero no adquiría
grandes complicaciones. Nos colocábamos varios chicos cerca de una
pared lo más lisa posible (la del "juegopelota" o
frontón era la mejor de todo el pueblo) y se hacía una señal a
cierta altura. Cada jugador debía coger uno de sus palepes,
colocarlo en la marca y dejarlo caer hasta el suelo. El palepe que
caía encima de otro pasaba al bote de quien había conseguido
"montarlo". No eran raras las discusiones acerca de si
montaba o no montaba el dichoso palepe cuando según se mirase
rozaba sólo una esquina y ésta estaba desgastada por el uso.
Otro juego
consistía en colocar los palepes de culo, dar un papirotazo sobre
ellos con la mano derecha (entonces se nos prohibía hasta ser
zurdos) haciendo forma de cuenco y tratar de que quedaran de cara.
El jugador ganaba todos los que había conseguido dar la vuelta en
un único golpe que se había de dar a reo o turno riguroso, o bien
(según se hubiera establecido antes de comenzar el juego) seguía
teniendo posibilidad de nuevos intentos mientras fueran saliendo
palepes de cara.
Las
complicaciones y reglas aumentaban con el pasar del tiempo y,
llegados a la edad escolar, comenzábamos a jugar a los palepes en
cuadro, utilizando además las cuartilleras, que eran unas monedas
de cobre hacía muchos años fuera de curso legal. Para ello se
marcaba un cuadro en el suelo y, desde una determinada altura, cada
jugador dejaba caer su palepe procurando que quedase en dicho
cuadro. No recuerdo muy bien, pero creo que cuando caía fuera o
"pisaba" la raya, el desafortunado jugador debía tirar un
segundo palepe. Después se establecía el turno de tiro, que estaba
relacionado con la posición que había tomado cada palepe dentro
del cuadro, y se lanzaba una cuartillera intentando sacar del cuadro
algún palepe y que la cuartillera tampoco quedase dentro.
Había
muchos más juegos en los que se utilizaban los palepes, pero ¡hace
tanto tiempo...!
©
Pedro
Aparicio de Andrés, 2001
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